Vida y Obra
Blanca Cecilia Pineda y la memoria de Ciudad Bolívar
Blanca Cecilia Pineda ganó el Premio Vida y Obra 2020 de la Secretaría de Cultura de Bogotá. Lleva medio siglo documentando la historia de la localidad en la que nació y creció. Para sus vecinos, es una gestora cultural y una defensora de derechos humanos.
Blanca Cecilia Pineda vive en una antigua casa del barrio Ismael Perdomo, el más antiguo del sur de Bogotá. Tiene 66 años, y 50 de ellos los ha dedicado a documentar cómo nació y se expandió esta localidad que hoy acoge unos 700 mil habitantes. Su padre construyó la casa donde vive cuando este territorio aún no se llamaba Ciudad Bolívar y era solo un paisaje montañoso y lejano.
Hace unos días, Blanca se enteró de que la Secretaría de Cultura, Recreación y Deporte le había otorgado el premio Vida y Obra 2020. Un reconocimiento por haber dedicado su vida a narrar la memoria, los personajes y los lugares emblemáticos de ese rincón del extremo sur bogotano.
A nadie le extrañó que a la hija de don Ricardo y doña Ludovina la ciudad le aplaudiera una hazaña que ya todos conocen: que nació en el barrio Egipto, pero llegó a vivir al Perdomo con apenas un día de nacida, en 1954, y que desde niña se ha dedicado a recoger recuerdos propios y ajenos para tejer la memoria de un sector que sus ojos han visto transformarse en una suerte de tierra prometida para miles de inmigrantes.
A comienzos de los 50, sus padres compraron por 500 pesos el lote sobre el que se levantaría luego el hogar de los Pineda. Una familia de 8 hermanos que, en medio de la pobreza, encontraron siempre excusas para ser felices jugando y lavando ropas en las aguas del río Tunjuelo o entre las casas de las 20 familias que fundaron una vida en lo que para entonces eran tierras tan apartadas, que durante décadas le mereció al barrio el remoquete de Pueblo Solo.
Los días de estos primeros colonizadores del sur se resolvían junto a trigales y lagunas. Por eso, Blanca dice que empezó a amar esta localidad por su ambiente pastoril: “en las casas se sembraban hortalizas y la vida era tranquila. Crecimos sabiendo que era importante lo que le pasaba al otro. Mi padre, maestro de obra, construyó nuestra casa y las de doce familias más. Entonces, no éramos un barrio, éramos una gran familia. Y como había grupos grandes, de hasta 12 hijos, las mamás de los unos cuidaban a los hijos de los otros. Con ese sentido solidario se tejió la barriada y, desde aquí, el resto de la localidad”.
A Blanca la conocen en Ciudad Bolívar por impulsar festivales y sancochos literarios. Aquí saben bien que llega hasta los barrios que no conocen una biblioteca, y monta una carpa en la que se narran poemas y cuentos y en donde los niños descubren en los libros el poder de las palabras. Para ellos, Blanca es una escritora e historiadora empírica que hoy puede trabajar junto a madres que perdieron a sus hijos y a sus maridos en la guerra, y mañana contagiar de entusiasmo a los muchachos para que participen del turismo comunitario y muestren la cara más amable de Ciudad Bolívar.
Luz Marina Ramírez, amiga y cómplice de iniciativas sociales, humanitarias y culturales, la describe como una persona de arrolladora fuerza vital, a quien ni siquiera los panfletos amenazantes y el exilio consiguieron alejarla de su territorio. “Siempre que te la encuentras está con un nuevo proyecto, buscando ayudas y recursos. Nunca está quieta. Pensando en un festival de saberes, en un encuentro literario o en un espacio para los jóvenes. Ciudad Bolívar es su vida”.
La historia de su localidad.
Si la visita en su casa, allá en el Perdomo, seguro lo invitará a su biblioteca personal, que ella misma bautizó ‘Baúl de letras’, y a la que llegan cada semana decenas de niños, atraídos por las historias que narra sobre las calles que ellos recorren a diario.
Le mostrará la cartilla que escribió y que ha compartido en más de 150 instituciones educativas de la localidad, en la que consignó 60 mitos y leyendas representativas del territorio, solo para que los más jóvenes no olviden sus raíces. Le contará cómo ha convencido a estudiantes universitarios de visitar sus calles para que descubran que Ciudad Bolívar es mucho más que las noticias amargas que aparecen en los periódicos.
Le hablará de cómo aprendió a valorar la historia desde pequeña, cuando su padre la llevaba al parque central del Perdomo y a la chichería para que recitara -sobre un “butaquito fabricado por él”- los poemas que ella memorizaba con pasmosa habilidad, al igual que fábulas de adultos sobre burras que se emborrachaban con chicha o chivas que fumaban.
La tradición oral que abrevó en ese entonces se convertiría con los años en textos escritos a mano en cuadernos escolares. La semilla de los 18 libros que ha publicado hasta ahora (el más reciente lo lanza en diciembre próximo). Páginas enteras que recorren la historia y las luchas de Ciudad Bolívar. Sus mitos. Sus viejas casonas y haciendas centenarias. Su patrimonio cultural y, claro, los problemas sociales con los que este territorio ha aprendido a caminar desde que la localidad se fundara en 1982.
Seguro Blanca le hablará además de sitios históricos como la Casona del Libertador o la Piedra del Muerto en el barrio Lucero, que debe su fama a una piedra que creció con forma humana. Le contará de los grafitis y el arte urbano del barrio Galicia, o le mencionará a esos escritores en ciernes que abrazaron el camino de las letras gracias a alguna de las tertulias literarias que ella organiza.
Mencionará, quizás, que más de 80 abuelas del barrio Perdomo tejen historias para chicos y jóvenes cada semana y juegan junto a ellos tejo, rana y otros deportes tradicionales por el puro gusto de sentirse de nuevo niñas. La remembranza, dirá en algún momento Blanca, es el arma más poderosa para construir vida, comunidad y memoria.
Le hablará del Tunjo del Oro o del Palo del Ahorcado, un lugar que reseña en sus libros y que, según dice, merece ser declarado patrimonio de los bogotanos. Cuenta su memoria sin fisuras que bajo este árbol se escribió un amor que acabó en tragedia. Los protagonistas: Ernestina, quien se enamoró del esposo de María, una de sus amigas. La pareja se fue a vivir a una casa contigua al famoso palo, y habrían sido felices de no ser porque la iglesia de Bosa los excomulgó y sembró temor entre los vecinos que decidieron no acercarse a la pareja por temor de correr la misma suerte.
Era mediados de los años 40 en una Colombia conservadora y camandulera. Un mal día, el marido infiel no despertó jamás y apareció con marcas extrañas en el cuerpo. Fue el diablo, dijeron. Ernestina no soportó que la casa quedara bajo el régimen de la muerte y no encontró otra manera que buscar la suya ahorcándose en el árbol que le había dado sombra a su amor prohibido durante años.
Más allá de la anécdota, que Blanca documentó con una fuente de la época, porque como buena historiadora investiga con rigor, ella siente que el Palo del Ahorcado es una suerte de símbolo: “Lo puedes ver desde cualquiera de las montañas que hacen parte de Ciudad Bolívar. Y es el que se encarga de dar la bienvenida a los miles de migrantes que han llegado hasta aquí. Porque la historia de esta localidad, de casas autoconstruidas, piensa Blanca, la construyeron los migrantes que huían de la violencia de los campos y buscaban un lote barato o una invasión de tierras”.
“Colombia vive en Ciudad Bolívar”, se le escucha decir. Una Colombia con todos sus líos, pero también con todas sus riquezas. “Desde siempre nos han estigmatizado, porque a estos barrios han llegado por igual distintos actores del conflicto y todos los retos sociales que eso implica. Pero también hemos sido hogar y esperanza para miles de personas que llegan desde regiones diversas y que nos han enriquecido con sus saberes y convertido, para fortuna nuestra, en una localidad multicultural”.
Conservar ese patrimonio inmaterial la llevó a fundar, hace años, espacios de encuentro en los que líderes de distintas culturas se reúnen para compartir sus sabores, músicas y tradiciones. “Cada encuentro nos ayuda a resignificar el territorio, nos muestra lo distintos que podemos llegar a ser, pero también todo lo que nos une como comunidad. Son procesos que ayudan a mejorar nuestra convivencia y cultivar sentido de pertenencia”, reflexiona Blanca.
Mujeres y memoria
El tiempo le alcanza también para trabajar por y para las mujeres, en una localidad donde el 66% de sus habitantes son de sexo femenino. Blanca lleva dos décadas acompañando especialmente a mujeres víctimas del conflicto armado. Tocando puertas, presentando proyectos aquí y allá.
Iniciativas como la que lideró la localidad en 2019, ‘Memoria histórica de las víctimas del conflicto’, que ganó una convocatoria del Instituto Distrital de Patrimonio, IDPC. Blanca convenció a un centenar de víctimas de tejer su dolor y sus recuerdos pedregosos de la guerra en colchas de colores, y ellas lo hicieron. Tejieron para sacar de las entrañas su pasado: tejieron para sanar, tejieron para exigir justicia, tejieron con la esperanza de que la sangre no corriera nunca más.
Bajo su liderazgo también se han fortalecido procesos en defensa de los derechos humanos y otros en los que se comparten saberes ancestrales, como la agricultura y el tejido. Uno de ellos son los Costureros para la Memoria, un proyecto que promueve el bordado de arpilleras, artesanías comunitarias que comenzaron a crearse durante la dictadura militar en Chile. Eran un acto de comunicación y de denuncia por los desaparecidos, elaboradas por mujeres que encuentran en el tejido un acto de resistencia.
Hace casi una década que Blanca regresó de Chile donde buscó refugio después de recibir panfletos amenazantes que la obligaron nueve veces a cambiar de casa y finalmente a salir del país.
Llegó a Santiago con su hijo Jean Paul, hoy de 31 años, quien heredó de su madre su amor por la cultura y el territorio, y fue testigo de cómo ella convertía la adversidad en oportunidad. En tierras australes lideró encuentros de literatura latinoamericana, y se dedicó durante cinco años a compartir y explicar la riqueza cultural de los colombianos.
Al barrio Perdomo regresó en 2010, tras el terremoto de 8.8 que devastó buena parte de Chile. Aún sentía miedo, pero entendió que el único lugar en el mundo al que pertenecía era Ciudad Bolívar. Esta localidad es para Blanca raíz y alfabeto, tierra y voz, y memoria contra el olvido.
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