En primera persona

Claro Oscuro sobre Óscar Castro

Maestro Internacional de ajedrez y campeón nacional en 1972, 1973, 1992, 1994 y 1999, Óscar Castro murió en una calle de Medellín el pasado mes de abril. Una crónica sobre un hombre que vivió casi toda su vida en moteles y representó a Colombia en ocho olimpiadas mundiales, quien le ganó partidas a Tigran Petrosian, campeón del mundo, y a otros muchos maestros. Escrita por el director de la revista Poesía Clave.

José Zuleta Ortiz, Cali
15 de mayo de 2015
Óscar Castro / Foto: Revista Semana

“Me está salpicando los zapatos”
Lo conocí al final de un torneo. Estábamos celebrando una difícil última ronda y nos fuimos a rematar a un bar del centro. Al llegar dijo: “Cuando todo está cerrado aquí la fiesta sigue encendida, ya verás”. Tocó la puerta con una clave de sus nudillos sobre la madera. Al momento se abrió un visor pequeñísimo por el cual nos miró un ojo. “Es el maestro”, dijo el ojo. Abrieron la puerta y entramos de prisa acosados por el portero. Traspasamos la penumbra de un corredor y apareció aquel lugar iluminado; la música a discreto volumen permitía escuchar el vocerío alegre. Fotos de Sandro de América al lado de Liza Minnelli y Robert Redford. En otra pared, la señorita Colombia posaba sonriendo al lado del ciclista Miguel Samacá. El calendario de Pielroja marcaba el día anterior justo debajo de la imagen de Héctor Lavoe.

El eclecticismo no sólo habitaba las paredes, también las mesas: obreros, artistas, prostitutas, una barra de muchachos, dos policías. Pedimos cerveza. Óscar saludaba y era saludado. Una vez acomodados hablamos de literatura y ajedrez; por la segunda cerveza Óscar comenzó a declamar poemas de memoria. Primero dijo uno de Fernando Pessoa, firmado por su heterónimo Ricardo Reis:

Todo lo que es serio poco nos importe, / lo grave poco pese, / el natural impulso de los instintos que ceda al inútil goce / (bajo la sombra tranquila de la arboleda) / de jugar un buen juego. / Lo que llevamos de esta vida inútil / tanto vale si es / gloria, fama, amor, ciencia, vida, / como si fuera apenas / la memoria de un juego bien jugado / y una partida ganada / a un jugador mejor. / La gloria pasa como un fardo rico, / la fama como la fiebre, / el amor cansa, porque es en serio y busca, /la ciencia nunca encuentra, / y la vida pasa y duele porque lo conoce... / El juego del ajedrez / se prende a toda el alma, mas perdido, poco pesa, / pues no es nada. / ¡Ah! bajo las sombras que sin querer nos aman, / con un vaso de vino / al lado, y atentos sólo a la inútil faena / del juego de ajedrez / pese a que el juego sea apenas sueño y no haya pareja, / imitemos a los persas de esta historia, / y, mientras afuera, /o cerca o lejos, la guerra y la patria y la vida / llaman por nosotros, dejemos / que en vano nos llamen, cada uno de nosotros / bajo las sombras amigas / soñando, él las parejas, y el ajedrez a su indiferencia.

Después de la tercera cerveza, pregunté a Óscar por el baño. Me dijo: “vamos, yo también voy a orinar”. Llegamos al orinal, era amplio y se orinaba hacia una especie de sobre piso embaldosando con desnivel. Nos ubicamos uno en cada extremo. Al empezar a orinar, llegó una mujer joven, que dijo: “permiso que me reviento”. Se bajó los calzones hasta las rodillas, se subió la falda, flexionó un poco las piernas y empezó a orinar entre los dos. Tenía algo de ardilla, algo espasmódico, y movía su cola con exaltación nerviosa. Escuché la voz profunda de Óscar que decía: “Distinguida dama me está salpicando los zapatos”, y en seguida le ofreció su mano derecha. La muchacha la tomó y así pudo agacharse sostenida de tal modo que no salpicaba. Cuando terminó, movió el rabo con un sacudón que indicaba el término de su misión. Óscar la levantó y en el mismo acto, sin soltarle la mano, hizo un pase de baile, le dio una vuelta, la atrajo hasta su pecho en un ademán de remate y le dijo: “mucho gusto, señorita”, una gran sonrisa estalló en su rostro. La mujer se marchó en medio del gozo y el desconcierto. Ya en la mesa vi que se lanzaban miradas, ella coqueta y furtiva, él se miraba los zapatos con seriedad. La joven se reía. Un hombre que estaba a su lado lanzó una mirada oscura como un nubarrón. Óscar dijo: “rey 1 torre, joven: ¡vámonos!”.


Mejor un mal hotel que un buen hogar
El hotelito donde estaba viviendo era cerca del bar. Cuando llegamos Óscar me invitó a “la torre”. Hizo una parada en su cuarto, sacó media botella de aguardiente y un libro, luego pidió que lo siguiera. Subimos por una escalera hasta el último piso, la escalera moría en una puerta, la abrió, daba a la terraza, avanzamos entre filas de sábanas y llegamos al muro que remataba la fachada del edificio. Nos sentamos en el borde del abismo y antes de la primera claridad del día seguimos hablando de ajedrez y de literatura. Recordó el poema al que se refiere Borges en su segundo soneto, al verso que dice: “la sentencia de Omar". Entonces me lo enseñó, era de Omar Khayyám:

Ajedrez

Porque esta vida no es / -como probar espero-, / más que un difuso tablero / de complicado ajedrez. / Los cuadros blancos: los días / los cuadros negros: las noches... / Y ante el tablero, el destino / juega allí con los hombres, / como con piezas que mueven / a su capricho y sin orden... y uno tras otro al estuche van. A la nada sin nombre.

Luego declamó de memoria el de Borges:

También el jugador es prisionero
(la sentencia es de Omar) de otro tablero
de negras noches y blancos días.

Dios mueve al jugador, y éste, la pieza.
¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza
de polvo y tiempo y sueño y agonías?

Adelantándose a una pregunta que iba a hacerle, dijo en tono sereno, casi meticuloso: “He vivido toda mi vida en hoteles como este, o peorcillos, según la suerte: el buen o mal juego. Debo decirte que los hoteles malos no son tan malos. Son lugares para las urgencias, sitios para lo inconfesable. Aquí se ejerce la libertad de la soledad y cuando se está tan solo es dulce escuchar de vez en cuando los ruidos del amor ajeno; imaginar esos cuerpos amándose, las caras de esas mujeres y esos hombres. A veces algo de esa pasión llega hasta uno y lo consuela un momento; otras veces sueñas con los cuerpos que has escuchado amarse”.

Guardó silencio un rato, luego continuó: “Una cama, una mesa y una luz. No necesito más. En estos hoteles que llaman de mala muerte, he conocido gente maravillosa: estafadores generosos, prostitutas gratuitas, mujeres huyendo de maridos celosos, muchachos que se han peleado con sus padres y están volados de sus casas. Conocí a una mujer que mentía a su esposo y a su suegra y les decía que se iba de viaje a visitar a su familia pero no: gastaba sus ahorros en un hotelito a donde iba para estar sola, a descansar de la vida que llevaba. Aquí muchos ocultan sus nombres, su historia, pero cuando les digo que soy ajedrecista y que juego torneos para vivir les inspiro confianza. De ese modo he sido psicoanalista, profesor, confidente y amante ocasional, ¡que es la mejor forma del amor! Las noches en estos hoteles suelen ser apasionantes: a veces se arman fiestas baratas con licores ordinarios y una alegría pobre y profunda nos hace hermanos, amigos, familiares por una única vez; en esas noches fugaces que estiramos hasta el día, nos damos regalos y nos decimos todo…”.

Se tomó un trago largo, luego agregó: “Por eso mis bienes deben caber en un maletín pequeño, lo más liviano posible: tengo músculos de ajedrecista”. Otro silencio, miró por sobre los tejados y como si me revelara un secreto concluyó: “Vivir tantos años en hoteles de baja monta me ha enseñado que no tener nada es la mejor manera de disponer de uno mismo”. El día comenzó a enturbiar la noche, los tubos galvanizados del agua de los tanques comenzaron a sonar. “Mira esas sábanas; en ellas soñamos, nos escondemos del mundo, nos amortajamos y hasta concebimos criaturas que no conoceremos. Criaturas como yo: porque soy hijo de un amor inconfesable, ¿me ves?: soy mulato: mitad blanco, mitad negro. Mi madre era negra y trabajaba en la casa de un blanco”. Guardó otro largo minuto de silencio, y dijo: “Cuando llegue diciembre y extrañe los alumbrados de Medellín, subiré aquí a ver el alumbrado del cielo”.

Casi ebrio abrió el libro y me leyó otros textos. Antes del final de aquella tertulia afirmó: “La defensa, de Nabokov, es la mejor obra literaria que se halla escrito sobre ajedrez. Fue llevada al cine con fortuna, cosa rara, pues el ajedrez y los ajedrecistas somos poco cinematográficos”.


La camisa victoriosa
Una vez vino a Cali a jugar un campeonato y lo invité a mi casa. Aceptó a regañadientes. Le di las llaves y le dije: “para que no extrañe imagine que está en un hotel sin conserje”. Sonrió con incredulidad. No lo vi en dos días. Al tercer día, yo salía a trabajar en la mañana y él apenas llegaba de la noche. Nos saludamos en la puerta. Le pregunté cómo se había sentido. “Extraño al conserje de este hotel”, respondió. Vi que llevaba la misma camisa del día que había llegado. Se fue a dormir, me devolví, le dejé una camisa y una nota diciendo que se la regalaba. Llegué con mi novia al final del día, él saludó desde adentro: “casero: no tienes mal gusto”. Y apareció recién bañado luciendo la camisa, se acomodaba la prenda halándola de los hombros y ajustándose el cuello, dio dos pasos largos y giró modelando, sentí que le daba a la camisa una dignidad nueva. “Le queda mejor que a ti”, dijo mi novia. Saludó con un gesto elegante y resuelto, luego exclamó: “esta camisa comenzará por fin a ganar torneos esta misma noche”.

Fuimos a ver la última partida. Cuando llegamos ya había comenzado la ronda. Óscar jugaba con las negras; la camisa blanca salpicada de lunares parecía un aviso de ubicación. Óscar estaba concentrado, atornillado al asiento. Pasó la lenta tarde. Al final su Defensa Holandesa logró la victoria. Se levantó, sonaron aplausos; era el ganador del torneo. Vino hacia nosotros y en un tono cortés, casi flemático, dijo: “señor conserje, gracias por venir, aquí tiene las llaves de mi habitación”. Vaciló un momento y luego me extendió la planilla de la partida que acababa de ganar: “Es una compensación por su generosa hospitalidad”. Miró a mi novia y dijo: “no tiene mal gusto, señor conserje”. Reímos. Se marchó a cobrar su premio luciendo con elegancia la camisa victoriosa.


La última vez
Hace tres años lo vi por última vez en una playa de San Antero, en Córdoba. Caminaba a zancadas largas, el cabello revuelto por la brisa, los ojos en el más allá y esa expresión suya de estar conversando en silencio con alguien. Había concurrido a jugar un torneo de ajedrez, acababa de ganar la penúltima partida y estaba dándose “un aire para aplacar la mente y serenarse”. No quería perderse la puesta del sol. El saludo fue breve, quedamos de vernos luego; caminó por el borde de la playa hacia la oscuridad de la tarde buscando la última luz de aquel día. A la mañana siguiente no lo encontré, supe luego que había ganado el torneo y que, como era su costumbre, repartió parte del premio entre los jugadores que no alcanzaron a ganar lo necesario para volver a sus regiones.

Ahora que me llega la noticia de tu muerte va a tu memoria este soneto:

Óscar Castro

Su voz clara contaba asombrosas historias
de una vida de  trucos y de extraños sucesos,
en la infancia sintió que volaban las horas,
entre frías celadas y continuos decesos.

Aprendiendo del mundo sus complejos rigores
al tiempo que el tablero le enseñaba los suyos,
se inclinó por el juego que gobiernan dos reyes
y evitó la academia, la familia, los yugos,

copando diagonales y columnas ajenas,
entre duda y certeza se mueve por la vida,
victorias como instantes se convierten apenas

en faros que ensombrecen la próxima partida.
Así como vacilan las luces de un gran astro,
aun extinto relumbra el genio de Óscar Castro. 

José Zuleta Ortiz