GÉNERO

El dañino tabú de la menstruación

La pobreza se combina con normas sociales restrictivas para la mujer. En países en desarrollo la principal consecuencia es el ausentismo escolar, en los demás los implementos de higiene femenina aún son percibidos como lujos.

17 de agosto de 2016

El riesgo de manchar con sangre la ropa, la silla o la cama provoca en la más madura de las mujeres una angustia tremenda. Ahora, póngase un instante en la mente de una niña de 13 o 14 años. El miedo y la vergüenza pueden convertirse en verdaderos obstáculos. Los implementos de higiene femenina, además, no son baratos y para muchas mujeres simplemente no son accesibles. Ellas pueden verse obligadas a utilizar trapos, papel periódico o hasta barro y cortezas de árboles. Aparte de los riesgos de infección e incomodidad, la efectividad de esos métodos es cuestionable.

La menstruación ha sido parte central de la exclusión femenina. Simone de Beauvoir, filósofa feminista del siglo XX, recopiló en su libro El Segundo Sexo algunas de las creencias sobre la menstruación: paraliza las actividades sociales, marchita las flores, agria los alimentos, genera impotencia en el varón y hasta ahuyenta a los malos espíritus. El porqué de la aversión contra este ciclo natural es objeto de teorías conspirativas de toda índole, pero sin importar la intención, han perdurado en el tiempo. (Vea: La mujer y la verdadera familia colombiana)

El tabú de la menstruación se hace más grave mientras más pobre sea la mujer. Para los 40 millones que viven en o al borde de la pobreza en Estados Unidos, uno de los países más prósperos del mundo, el costo de las toallas o tampones puede representar alrededor de 70 dólares anuales. Activistas de ese país han propuesto que, por ser un tema de salud pública, estos artículos reciban subsidios o exenciones que les permitan a las mujeres seguir trabajando o estudiando durante su menstruación. La respuesta ha sido virulenta: por algún motivo, los implementos de higiene femenina aún son percibidos como lujos. De hecho, en Colombia y en casi todo Estados Unidos, las toallas y los tampones no son parte de la canasta básica y están gravados con impuestos al consumo.

Si esa es la situación en Estados Unidos, ni hablar de países en desarrollo en donde la pobreza se combina con normas sociales particularmente restrictivas para la mujer. La principal consecuencia es el ausentismo escolar. En Kenia, por ejemplo, el Ministerio de Educación reveló que en 2015 las niñas de primaria faltaron a clase hasta casi 20 semanas cada una y las de secundaria hasta 25 semanas. Aunque es difícil determinar la causa puntual, dos intervenciones han resultado particularmente efectivas para mantener a las niñas en la escuela: la alimentación escolar, incluyendo el envío de alimentos a casa a quienes más asisten al colegio y facilitarles el acceso e información para la menstruación. (Vea: Insurgentas: las mujeres en el conflicto armado)

Retirarle el tabú es un paso obligado para que el impacto de la menstruación en la vida de las mujeres sea menos traumático. Es esencial que los padres (no solamente las madres) enseñen a sus hijos (no solamente a sus hijas) que no hay impureza en el ciclo menstrual y que padecer su incomodidad no es una rareza sino algo que tienen en común más de la mitad de los seres humanos. Darle la bienvenida a la cotidianidad femenina es un acto de amor propio y de reconocimiento del cuerpo sin ascos ni culpas que puede beneficiar a muchas mujeres.

Otra prioridad, pero de política pública, es aceptar que los productos de higiene personal son una necesidad básica, no un lujo. Después de todo, la mitad de las personas viven con el sangrado mensual, ¿qué parte de lidiar con eso resulta un privilegio?

El impacto ambiental de los implementos de higiene femenina es otro factor para tomar en cuenta. Las matemáticas resultan ya escandalosas: las mujeres menstrúan en promedio 40 años. En cada ciclo pueden llegar a utilizar aproximadamente 20 tampones o toallas, para un gran total de alrededor de 9.600 de estos elementos durante su vida. (Vea: La mujer, escenario de la violencia de género)

El pudor que rodea estos productos se traduce en una necesidad de que se empaquen de manera cada vez más compleja. Hoy es casi imposible encontrar, por ejemplo, toallas higiénicas que no tengan empaques individuales. ¿Qué objeto podría cumplir un empaque individual para una toalla que no está esterilizada? Posiblemente la respuesta es que lo desagradable ya no es solo la menstruación sino también su receptáculo.

La copa alternativa

En 1932 fue patentada en los Estados Unidos una idea que se pensaba revolucionaría el mundo femenino. Una pequeña copa en caucho que se introducía en la vagina sería el remplazo de las esclavizantes compresas femeninas elaboradas en trapo.

Hoy, el producto ha mejorado de la mano con los avances de la ciencia y resulta una alternativa cómoda y barata frente a las opciones existentes. Pero 82 años después de su creación, la copa menstrual sigue siendo relativamente desconocida. A pesar de que se fabrican en varios países, su comercialización no se ha masificado.

¿Por qué después de tantos años sigue alejada de los mercados masivos y de las grandes superficies comerciales? La copa exige un mayor contacto visual y táctil con la menstruación, algo que para lo que gran parte de la sociedad parece no estar lista. Una breve encuesta entre cincuenta mujeres de estrato medio y alto en Bogotá revela que la idea de disponer manualmente de los líquidos menstruales es indeseable.

Los beneficios de la copa, sin embargo, podrían llevar a que aprendiéramos rápidamente a usarla: no solo dura más tiempo que cualquier tampón o toalla, sino que no contiene sustancia alguna que pueda tener efectos tóxicos en el organismo. La vida útil de una copa tiene un costo equivalente a la mitad del de un año de tampones o toallas, y su efecto contaminante es casi nulo.

Ocultar, alejar y evitar la menstruación, literalmente a través de los productos con los cuales la manejamos y figurativamente al no hablar del tema puede resultar cómodo. Pero como ocurre con muchas otras evasiones, tras esa aparente comodidad se ocultan consecuencias que resultan negativas para las personas y el medioambiente.