Historia de un descubrimiento

El cofre de mariposas

En 1941 un cofre lleno de mariposas proveniente de Colom bia cruza el Altántico y logra evitar los estragos de la guerra. Permanece olvidado durante casi setenta años, hasta que dos investigadores alemanes lo encuentran en un museo en Berlín

Joachim Hahn*Barranquilla
22 de enero de 2013
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A las nueve de la mañana de aquel lluvioso do-? mingo 6 de marzo de 1927, el alarido de la tía Francisca anunciaba el nacimiento de Gabriel José de la Concordia: “¡Varón, un varón!... ¡traigan ron, ron, que se ahoga!”. Por esos mismos días y a poca distancia de Aracataca, sin saber que allí acababa de nacer quien haría famosas las mariposas amarillas del Caribe, un apasionado y metódico naturalista alemán anotaba en su diario de campo: “Marzo 25, Santa Marta. Los hallazgos que más me han sorprendido son una colorida Dismorphia y un ejemplar muy fresco de Papilio zagreus de color muy pálido en el río Piedras. También en esta ocasión me ha impresionado el particular olor de estos animales, una mezcla de vainilla y creosol. El otro se me ha escapado. En dos o tres semanas habrá mucho movimiento allá arriba”.

Enseguida el coleccionista enfundaría con sumo esmero y destreza a las dos mariposas en sendos sobrecitos triangulares de papel, y las pondría junto con los otros exóticos especímenes de su magnífica colección dentro de una última caja de cigarros, en aquel sólido cofre marino de madera con esquineros de cobre, rotulado “Museo de Historia Natural, Berlín, Alemania. Remitente: Dr. Arnold Schultze, Santa Marta, Colombia”.

Mientras las bandadas de mariposas amarillas de Mauricio Babilonia harían mundialmente célebre al hijo de Luisa Santiaga Márquez, las del naturalista permanecerían olvidadas en alguna polvorienta esquina del antiguo y enorme Museo alemán, inventariadas anónimamente como “Cofre 41 / Material seco”. Su dueño, el geógrafo Dr. Schultze, fallecería en 1948 a los setenta y tres años de edad, durante su exilio en la isla portuguesa de Madeira, sin saber que su preciado baúl había logrado burlar el bloqueo aliado y luego sobrevivir solitario a los furiosos bombardeos de la Segunda Guerra Mundial en Berlín. Y es que nueve años antes de morir, el 5 de septiembre de 1939, a tan solo cuatro días de iniciada la conflagración, Schultze viajaba de regreso con su esposa en el buque carguero Inn de bandera alemana, proveniente de Belém do Pará en ruta hacia Hamburgo con un cargamento de cuero, madera y caucho brasileños, cuando doce cañonazos del crucero británico Neptune lo echaron a pique. Naufragaban así, trágicamente y a trescientas millas náuticas al sur de las islas Canarias, todas sus pertenencias, y con ellas las extensas colecciones botánicas y zoológicas, producto de sus prolongadas expediciones por Colombia, Ecuador y Brasil. Puesto preso e internado en un campo de concentración francés en Dakar, antes de exiliarse en Funchal, Madeira, el anciano y enfermo Schultze no volvería más a su patria.

Setenta años después de haber sido despachado, durante los trabajos de remodelación del Museo en el 2006, el enigmático y oscuro cofre 41 reveló sus fantásticos secretos a dos investigadores, Hanns Zischler, dramaturgo, y Hanna Zeckau, ilustradora: además del detallado diario de campo del naturalista, contiene una sorprendente cantidad de mariposas colombianas, unos dieciocho mil ejemplares cuidadosamente envueltos y etiquetados en papeles de la época, resguardados en cuarenta y seis antiguas cajas de cigarros. Cuatro años más tarde, Zischler y Zeckau dieron a conocer el resultado de sus hallazgos en un libro mágico, por ahora disponible solamente en alemán: El cofre de mariposas. Las expediciones tropicales de Arnold Schultze (Der Schmetterlingskoffer. Verlag Galiani, Berlin, 2010).

Además de una muestra profusa y bellamente ilustrada de la portentosa colección, los autores publican apartes de la correspondencia y del meticuloso diario de viaje del científico, junto con su principal y categórico informe sobre la Sierra Nevada de Santa Marta. Incluyen otros escritos breves sobre mariposas, que van desde la poesía hasta el psicoanálisis, y desde la geografía colombiana hasta las técnicas de colección de lepidópteros. Un texto exquisito.

Así, libro y cofre constituyen un verdadero “container del tiempo”, en palabras de los autores, una misteriosa crisálida de la historia, que bajo su aparente insignificancia alberga verdades de tiempos ya idos, apasionantes nostalgias y crónicas a punto de olvidarse. Por supuesto está la inexplorada cantidad de insectos, recolectados a lo largo y ancho de todo el país durante muchísimos años, por una parte y por la otra, no menos asombroso, el mismo número de envolturas, trozos de papel de todo tipo, pedazos de telegramas, anuncios de periódicos, cuentas de cobro, fragmentos de cartas y de recetas, acompañado todo ello por el diario de un observador sensible y concienzudo, crítico cronista de esta nación en una época de convulsiones y despertares.

El comienzo
El cartógrafo Arnold Schultze tocaría tierra colombiana por primera vez en el caluroso mediodía de un 14 de julio de 1920 en Puerto Colombia, proveniente de Ámsterdam a bordo del vapor holandés Van Reusselaer. La cercana Barranquilla, su primera parada, no le causaría una buena impresión: “Un lugar detestable”, sentenciaría lacónico en su diario al día siguiente. A bordo de los vapores Barranquilla primero y luego en el Eugenia realizaría el largo viaje por el Río Grande de la Magdalena, hasta llegar a Girardot el 29 de julio y finalmente por tren a Bogotá el 2 de agosto. Sus minuciosas anotaciones cotidianas transmiten vívidamente las impresiones de un país que ya no existe: los gigantescos caimanes en el río, cuya matanza constituía la diversión de los viajeros; el sufrimiento con el calor y los mosquitos; el asombro infinito ante los paisajes y una naturaleza exuberante como pocas; la admiración crítica ante las costumbres y sucesos de una joven nación. “A pesar de la torrencial lluvia, el paisaje posee una belleza salvajemente romántica –escribe al llegar a la altiplanicie, pero también apunta consternado–: el colombiano se merece bien la fama de ser un pueblo cruel”.

Trabajaría en Bogotá para el gobierno nacional, cartografiando “baldíos” y explorando todas las regiones circundantes. Durante estos cinco años (1920-1925) coleccionaría obsesiva e incansablemente, mientras escribe con rigor y previsión asombrosos: “Investigaciones detalladas me han demostrado que las causas reales de la ruina de la que fuera en ese entonces la más importante y floreciente rama de la agricultura colombiana –el cultivo del cacao en el valle del Cauca, al que denomina entusiasmado el Jardín de Edén– no son las plagas animales o vegetales, como se cree en general, sino una destrucción del bosque que no tiene parangón. A ello es de atribuir que la precipitación haya disminuido de tres metros a uno, que la tierra fértil se haya erosionado y aparezca el rojo y estéril suelo laterítico en lo que fuera antaño un fructífero jardín”. Y más adelante: “Gran daño causa la ley que otorga a particulares el usufructo de las tierras nacionales (los llamados “terrenos baldíos”). Este sistema del cultivo (con uso del fuego extensivo) es un verdadero cáncer”.

Schultze llegaría a Santa Marta en 1925. A fines de noviembre de ese año había sido enviado para realizar evaluaciones geográficas en la “Zona reservada”, la extensa área dedicada al cultivo bananero. Aprovecharía su estadía hasta 1928 para explorar concienzudamente toda la región: desde Fundación hasta Riohacha, desde San Sebastián hasta Valledupar, muchos de los rincones, ciénagas y ríos, picos y valles de la mítica Sierra Nevada y sus alrededores, serían descritos con admiración y esmero. Schultze se aproxima al paisaje y a la pasmosa biodiversidad caribes con la exquisita sensibilidad de un artista y la exactitud analítica de un científico. Sus narraciones son una obra en filigrana del paisaje, que describe un proceso de paulatina destrucción e inevitable deterioro ambiental, que le permitiría augurar proféticamente la tragedia económica y social que ya se incubaba en la zona.

De ahí el sugestivo y poco ortodoxo título de su extenso informe: “Llamaradas en la Sierra Nevada de Santa Marta”, redactado hacia 1928 (el año de la infame masacre de las bananeras) y publicado muchos años más tarde en la prestigiosa revista de la Sociedad Geográfica de Hamburgo. Más que un reporte científico, es un relato personal ágil, pormenorizado y preocupante, escrito por alguien que está simultáneamente maravillado por el prodigio natural del Caribe, tanto como angustiado por su destrucción incesante.

En varias de sus páginas se menciona a unos colosos de los bosques, cuyas dimensiones impresionantes y cuyo impacto visual le sobrecogen, ciertamente mucho más que al creador de la estirpe de los Aureliano Buendía, quien nacía por esos días y en esas mismas tierras, al sur del río Frío: “Desde la finca de don Julián conocí por vez primera el muy peculiar bosque de macondos, intermedio entre el bosque húmedo y el seco, que le otorga su identidad a esta pequeña región en la vertiente suroeste y a la planicie circundante… es casi imposible, hasta para el experto, poder describir la colorida flora ahí… Lo que más me gustaba era la extraordinaria vida animal… En ninguna otra parte de Colombia he visto cantidades tan descomunales de loros… Las voces de los animales no se silencian ni siquiera en la noche”. Así narra párrafo tras párrafo las vivencias en esta selva de gigantes, cuyo nombre se perpetuaría luego en la fantasía tropical de Macondo, siendo sin embargo eliminados de su entorno natural y con ello también del consciente colectivo: “Esta palabra ha atraído mi atención desde los primeros viajes que había hecho con mi abuelo, pero solo he descubierto como un adulto que me gustaba su resonancia poética. Nunca he oído decir, y ni siquiera me pregunto lo que significa… Me ocurrió al leer en una enciclopedia que se trata de un árbol tropical parecido a la ceiba”, escribe García Márquez en su autobiografía y afirma en alguna otra parte: “Macondo no es tanto un lugar como un estado de ánimo”. En el apasionado diario del naturalista alemán se descubren algunas de las recónditas razones para esta singular y triste paradoja.

El efecto de la pérdida boscosa también la percibe Schultze en otros ámbitos: “Estos tornados están relacionados con las exageradas deforestaciones en la Zona Bananera”, concluye en su capítulo sobre los desparramaderos (deltas y zonas inundadas de los ríos que desembocan en la Ciénaga Grande). “Su efecto es el de una monstruosa aplanadora de vapor, que podría parcialmente frenarse si se hubieran dejado intactos segmentos de bosques entre los cultivos de banano… Sus consecuencias afectan toda la economía del Departamento del Magdalena”.

Su reflexiva mirada se posa en todo lo que le rodea: “…En Mamatoco estaba celebrando Santa Marta el fin del carnaval. De los iluminados bares y bailaderos salía un ensordecedor ruido, los gritos de los hombres y las risas de las mujeres, entreverados con las melodías de blackbottom, foxtrott y tango en gramófonos y pianolas. Aquí estos bailes parecen nativos y auténticos, y estoy seguro que la juventud dorada de las grandes ciudades europeas y norteamericanas podría, aquí en Mamatoco, encontrar más de una inspiración. Solamente uno de estos bailes, el más popular en el Departamento del Magdalena, la famosa cumbiamba, no parece ser aún socialmente presentable. Lástima, pues en ninguno de los otros bailes modernos se expresa tan completamente lo característico de las danzas negras” (Schultze vivió y exploró durante varios años el continente africano).

En la tarde del 8 de junio de 1928 y a bordo del Aracataca, barco bananero británico con destino a Rotterdam, un melancólico Schultze abandonaría Colombia tras ocho años de intensa aventura: “Aracataca, ese es el nombre del río en cuyos bosques de macondos hice mis primeras exploraciones y cuyas fuentes en las altas cumbres nevadas, en el reino de los plateados frailejones y del cóndor, yo acababa de visitar. A las 4 de la tarde el barco levó anclas y tomó curso alrededor del Morro hacia el mar abierto. Mis ojos no podían separarse de la tierra al sur. La Sierra se ocultaba bajo oscuros nubarrones. Ya eran pasadas las 6 de la tarde, el sol había desaparecido bajo el horizonte, cuando las nubes se disiparon súbitamente y aparecieron nítidos y claros, iluminados por el suave sol del ocaso, los picos nevados sobre la gran masa oscura. Así me envió la Sierra Nevada desde la lejanía un postrer saludo, y yo sentí que esta despedida era al tiempo una silenciosa súplica para que hiciera todo lo que a mi alcance estuviera para detener la fatal destrucción con la que la desmedida ambición humana pone en duda el futuro de este rico y bello país”.

Ochenta años después, su olvidado y enigmático cofre 41 logra, a su manera y en cierta medida, lo que Arnold Schultze se propusiera en ese ya lejano atardecer sobre el Caribe.

*Decano de Ciencias Básicas de la Universidad del Norte, en Barranquilla

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