Algunos tuirstas caminan por un distrito comercial inundado en 2005. Foto por Spencer Platt/ Getty Images.

VENECIA Y LA BIENAL DE ARQUITECTURA 2018

La ciudad estancada: Una visita a la Bienal de Arquitectura de Venecia

La bienal mira al presente y el futuro de la arquitectura, y su tema de este año es “Espacio libre”. Frente a las amenazas al espacio público en el mundo, los proyectos expuestos reivindican lugares en que los ciudadanos pueden transitar, descansar o vivir la ciudad sin tener que pagar por ello. Sin embargo, hoy la ciudad que acoge el evento desde 1980 contradice todo eso. Una crónica.

Hernán D. Caro* Venecia
26 de junio de 2018

Cada descripción de Venecia es un eco. “Nada puede decirse aquí (incluyendo esta frase) que no haya sido dicho antes”, escribió la escritora estadounidense Mary McCarthy hace 60 años. Algunos tópicos inmortales sobre la ciudad más rara y más bella del mundo: Venecia, el salón de Europa; Venecia, parque de diversiones agonizante; Venecia, inverosímil, repetida sobre el agua repitiendo la luna sobre Venecia; Venecia, paraíso infernal de turistas; ver Venecia y morir (el refrán nació para hablar de Nápoles, pero en ningún sitio es más apropiado que aquí). En la ciudad de los reflejos, el deslumbramiento de la primera impresión (y las siguientes) es la repetición de una repetición. Y sin embargo, ya que aquel deslumbramiento es honesto y la única alternativa sería el silencio, hay que buscar las palabras.

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Llego a Venecia como hay que hacerlo, flotando sobre el agua en un vaporetto, uno de los “buses-botes” de nombre, como tanto en esta ciudad, anacrónico: hace mucho no son a vapor. Me lleva hasta Giudecca, la más modesta de las islas menores de la laguna veneciana (otras son Murano, Burano, Lido o la isla-cementerio de San Michele) y la más afortunada: mira a través de 400 metros de agua justo al centro de Venecia, al Palacio Ducal, que desde aquí parece una torta de cumpleaños, y al campanario de la basílica de San Marcos, que anuncia la iglesia y la plaza gigante con sus enjambres de palomas y turistas. En Giudecca viviré en un monasterio convertido en hostal ascético. No lo haré por espiritualidad o estética, sino por prudencia: hacen falta ingenio y suerte para sobrevivir en esta ciudad estrambóticamente cara.

Rompo con el mundo normal justo al salir de la estación de trenes Santa Lucía y toparme con la visión del agua del Gran Canal, bordeado por casas grandiosas. Ya aturdido por esa visión me subo al vaporetto, lleno, y veo a la gente a mi alrededor sonriendo atontadamente; respiran hondo el aire acuoso y algo salado (fétido, otra leyenda veneciana, jamás me ha parecido). Los hombres tienden a enfrentarlo sacando el pecho, las mujeres cierran los ojos, y quizá todos se sienten en una película épica y un tanto lujuriosa. No niego que esa ilusión vale, una y otra vez, también para mí.

En Venecia pasa algo insólito: la sensación inevitable es de irrealidad, de penetrar en un orden paralelo, fuera del tiempo que usualmente habitamos. Aquí nada se transporta rodando sobre el pavimento (el traqueteo de una maleta con ruedas contra las callejuelas de piedra es también una vista típica aquí, pero es profundamente incompatible); todo se desliza sobre agua opaca que, dependiendo de la luz, se ve verde, azul, gris o negra. Es también el contraste visual entre la laguna turbia y silenciosa y las casas de piedra flotando sobre ella, ante todo las enormes iglesias blancas de Santa María de la Salud, Santa María del Rosario o Santísimo Redentor, en Giudecca. Y es la lentitud a la que uno está obligado. Como sea, en Venecia tampoco yo me libro del lugar común de sentirme como en un sueño feliz o en la muerte.

Hay otros efectos: veo desde el vaporetto y desde Giudecca –yo que sufro de una miopía severa– muy nítidamente las casas, las iglesias, el resplandor del agua. Será la luz peculiar, la falta de smog, el superávit de oxígeno producido por las algas, la proximidad del elemento primordial, no lo sé. Pero puedo ver. (Pocos días tras haber abandonado Venecia leeré asombrado estas líneas del poeta ruso Joseph Brodsky en Marca del agua: “Venecia tiene la propiedad de mejorar el poder de tus ojos hasta la precisión microscópica; la pupila humilla a cualquier lente Hasselblad…”.)

En ningún otro lugar del mundo he visto tantas parejas discutiendo en la calle como aquí. ¿Es que la belleza de Venecia está siempre a punto de volverse intolerable? Y finalmente constato que muchos turistas, no todos, se visten de forma muy elegante: cantidades inusitadas de mujeres de vestido largo y tacones, hombres en saco y camisa impecable, como no se visten en la “vida real” (en el caso de alemanes y estadounidenses la disparidad es sobrecogedora). Es como si la reputación de esta ciudad nos pusiera en modo performativo. Como si Venecia no fuera mágica por su belleza, sino –como escribe el filósofo francés Régis Debray en Contra Venecia, un librito malvado y simpático– porque “juega a ser un pueblo y nosotros jugamos a descubrirlo. Como actores. Con el tiempo suspendido, abandonamos la seriedad de la vida real”. Debe ser chocante ser uno de los pocos venecianos que quedan, visitar una de las ciudades de las que vienen estos turistas acicalados y descubrir que todo era un embuste, una pieza de teatro para impresionar a Venecia.

Llego, pues, y me pregunto cómo describir lo que produce el espejismo que es Venecia. Al final, acaso cualquier palabra sea apta e insuficiente en una ciudad que existe ante todo para ser vista. Abro entonces bien los ojos, los cierro, los abro de nuevo: ¿cómo es esto posible?

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He venido para visitar la 16ª Bienal de Arquitectura, la exposición más importante de arquitectura del mundo, que se celebra desde 1980 y que con otra retahíla de bienales –de Arte, Danza, Teatro, Música, así como el Carnaval, el Festival Internacional de Cine, etc.– es ya una marca veneciana, tanto como los puentes, los canales o las góndolas de ensueño. La bienal se realiza en el extremo oriental de la isla, en las bodegas del antiguo Arsenal y los Giardini (Jardines Reales), prácticamente la única zona verde de la ciudad, establecida por Napoleón a inicios del siglo XIX cuando la antigua República de Venecia, habiendo perdido su independencia, entraba en decadencia.

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El tema de la actual bienal es Freespace (Espacio libre). Frente a las amenazas al espacio público en todo el mundo, las curadoras y arquitectas irlandesas Yvonne Farrell y Shelley McNamara reúnen proyectos que reivindican lugares en los cuales los ciudadanos pueden transitar, descansar o simplemente vivir la ciudad sin automáticamente tener que pagar por ello. En los pabellones de los Jardines Reales (casi todos pertenecientes a potencias coloniales –Europa y Norteamérica– de los siglos pasados y por ende del presente, más algunos países coloniales otrora vigorosos, como Uruguay o Venezuela), en los espacios de exhibición del Arsenal y en algunas casas de la ciudad, arquitectos de todo el mundo presentan sus ideas.

El pabellón de Australia en la Bienal de Arquitectura de Venecia, 24 de mayo de 2018. Foto: Giacomo Cosua/ Nurphoto.

Tiene sentido que la bienal ocurra en Venecia. La ciudad es, en primer lugar, una conquista arquitectónica. Fundada en el siglo v por refugiados romanos que huían de las invasiones germanas (a las cuales sucumbió el Imperio Romano de Occidente), Venecia fue robada a la naturaleza: primero la ocupación de más de cien islotes pantanosos en la laguna veneciana (una bahía aislada parcialmente del mar Adriático –parte del Mediterráneo– por largas islas); luego, el drenaje y relleno de esos parches de tierra y el surgimiento de las primeras edificaciones. Más tarde vinieron los puentes que conectan el archipiélago (casi 500, si se incluyen todas las islas de la laguna). Para ganarle terreno al agua, en la Edad Media los venecianos emplearon un método alucinante: enterrar en el fango de la laguna miles, millones de largas estacas que, parejas sobre el agua, constituían una base para plataformas de madera, fundamentos de piedra y edificios gigantescos. Vemos la ciudad como la vieron en el siglo XVIII. La estructura de las islas es casi la misma desde el siglo XIV. En algún momento Venecia se detuvo en el tiempo, congelada en la eternidad que nos hipnotiza.

Y por ello es también singular que Venecia sea sede de un encuentro que mira al presente y el futuro, direcciones hacia las que esta ciudad le cuesta mirar. Es una sensación extraña recorrer los pabellones, viajar por el mundo y recordar de repente –tras un vistazo al agua a través de los árboles de los Jardines o de una ventana clausurada y ahora reactivada– en qué lugar esencialmente distinto estamos. Y es que la bienal está repleta de ideas fascinantes, excéntricas, dudosas sobre la ciudad del mañana; sobre las revoluciones que deberían sobrevenir para que los ciudadanos vuelvan a ser dueños de las ciudades. Pero Venecia, al menos a primera vista, carece de todo eso.

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El micromundo veneciano no sufre de dolencias típicas: exceso de coches, congestión, aire contaminado, transporte público insuficiente, crecimiento incontrolable, escasez de vivienda, etc. Pero tiene problemas muy propios. Y graves. En una ventana de la Farmacia Morelli, cerca del Puente de Rialto, un punto turístico hirviente, veo un reloj digital que indica no la hora, sino el número de habitantes de Venecia. Cada día esa cifra disminuye tres personas en promedio: Venecia pierde cerca de 1000 habitantes cada año. En un libro perturbador titulado Se Venezia muore (Si Venecia muere), el arqueólogo e historiador del arte Salvatore Settis invoca el desarrollo demográfico de la ciudad: año 1624, 141.625 habitantes; 1631, 90.000; 1760, 149.476; 1951, 174.808; 1991, 76.644… En estos días, el reloj de la Farmacia Morelli cuenta poco más de 53.000 personas. “El único momento en que Venecia experimentó una caída de población comparable a la actual”, escribe Settis, “fue tras la peste de 1630... A inicios de los años setenta, un nuevo tipo de peste estalló en Venecia”.

Unos botes atascados por la marea baja en un canal de Venecia. 30 de enero de 2018. Foto: Simone Padovani/ Awakening.

Las razones de este desangramiento son complejas. ¿Dónde comenzar? Quizá mencionando más datos. Venecia recibe a 30 millones de turistas por año: su número diario supera a menudo al de habitantes y en las temporadas –el Carnaval en febrero, Semana Santa, verano– lo triplica. Por otra parte, Venecia es hoy una capital internacional de finca raíz de lujo de propietarios ricos que viven en la ciudad solo un par de días al año (Elton John, Johnny Depp, Giorgio Armani y batallones de millonarios globales). En un juego de reflejos veneciano, estos hechos son síntomas y causas de otros fenómenos comprometedores. En una ciudad que siempre fue costosa (en 1580 Montaigne lamentaba los precios, tan altos como en París), el costo de vida se ha redoblado en las últimas décadas. El comercio de bienes y servicios para habitantes se desintegra. Como escribe en La città ritrovata Paolo Barbaro sobre el cierre de una tienda en la zona de Rialto: “Un historiador asegura que existía desde que existe el mercado, es decir desde que existe Venecia. Las otras tiendas ya fueron reemplazadas por máscaras. En 100 metros se encuentran cuatro o cinco tiendas de máscaras. ¿De qué viven? Rialto sigue existiendo, pero está cada vez más vacío. Las máscaras se multiplican...”.

Otros elementos como el debilitamiento de la industria de la región, la falta de trabajos diferentes al servicio al turista y el mismo aislamiento natural de las islas han llevado a que Venecia, antiguo milagro urbano, ya no sea una opción atractiva o viable para muchos ciudadanos. “La ciudad que el visitante disfruta como una sensación única de libertad es percibida por muchos de sus habitantes como una prisión”, escribe Debray en su manifiesto antiveneciano. “En particular los jóvenes ven a Mestre [la ciudad hermana de Venecia, en tierra firme] como una puerta de esperanza”.

Es cierto que la caída empezó en 1797 con la conquista de Venecia por Napoleón y su fin como núcleo político y comercial independiente y poderoso. Pero en las últimas décadas, en tiempos de interconexión global, de la metrópoli como objeto codiciado por inversores privados y de turismo desbordado, Venecia se ha vuelto ejemplo del peor destino de una ciudad: perder a sus ciudadanos. De ahí las noches fantasmagóricas venecianas, cuando la mayoría de turistas han –hemos– regresado a hoteles o a Airbnb o a los monstruosos buques de crucero que la hacen ver diminuta y deterioran sus bases con su oleaje. Sin duda son noches hermosas, en las que nuestros pasos retumban en las piedras de calles estrechas, al lado del agua negrísima y brillante. Pero hablan también de un lugar bajo la amenaza creciente de convertirse en un fantasma.

La bienal sortea en gran medida estos dramas espinosos. Pero como estamos en Venecia, también en la muestra percibimos ecos, ideas sobre otras ciudades que son notas al pie sobre Venecia y relativizan la noción de que sus líos son únicos. El pabellón de Luxemburgo se divide en dos partes: un 92 % de la sala contiene modelos de edificios internacionales que conceden “espacio libre”. Un pequeño pasillo vacío, el 8 % restante, según nos advierte un aviso, representa la cantidad de tierra en Luxemburgo que aún es propiedad pública: 8 %. Es el símbolo de la venta de liquidación (a pocos compradores opulentos) de las ciudades. El pabellón de la República Checa y Eslovaquia alberga una institución ficticia que bajo el lema “La vida real es un trabajo de tiempo completo” invita a gente de todo el mundo a trabajar por temporadas en centros históricos vaciados de normalidad, actuando como ciudadanos comunes: niños jugando en la calle, viejos tomando el sol, peatones apresurados. La oficina del arquitecto estrella danés Bjarke Ingels presenta un proyecto para salvar a otra isla excepcional, Manhattan, de posibles inundaciones a causa del cambio climático. Venecia no es mencionada en ninguno de estos proyectos, pero mientras los descubro me doy cuenta de que la ciudad de la laguna está todo el tiempo en mi mente.

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El actual alcalde de Venecia, Luigi Brugnaro, parece personificar los conflictos, intereses y las “soluciones” demagógicas y de corto plazo que Venecia encarna. Hace pocos años se vio envuelto en una polémica por la compra de una isla en la laguna, con fines poco claros e ignorando las protestas contra la construcción de más hoteles para millonarios. En 2015, al volverse alcalde, prohibió en los programas escolares públicos los libros contra la discriminación o que mostraran matrimonios “no convencionales”. Y en mayo de 2018, un mes antes de mi visita a Venecia, en un giro casi surreal, Brugnaro decidió experimentar con la instalación de torniquetes (como aquellos a la entrada de los parques de diversión) en puntos estratégicos de la ciudad, que “podrían controlar” el flujo de visitantes. Esa supuesta solución, la transformación de Venecia en un parque temático, resultó en realidad inútil para sus problemas reales, como la desaparición de su ciudadanía. Y así se manifestaron muchos venecianos.

Ahora, debates y planes para salvar a Venecia no han faltado. Al contrario, como escribió Brodsky, “todo el mundo tiene ideas, ante todo los políticos y las grandes empresas, pues nada tiene un mejor futuro que el dinero”. Y también ha habido ideas visionarias y a la vez respetuosas. Arquitectos como Frank Lloyd Wright, Le Corbusier o Louis Kahn proyectaron a mediados del siglo pasado casas para estudiantes, una clínica de capacidad regional o un centro de congresos, a fin de devolverle a Venecia algo de relevancia urbana. Todos estos proyectos fueron rechazados por las administraciones locales con el argumento de conservar intacta la arquitectura tradicional veneciana. Es un argumento razonable, pero pone en evidencia el grandísimo dilema de Venecia: la conservación, el temor y la falta de visiones han resultado en un estancamiento fatal, en un retraimiento ascendente. Hoy en día, por ejemplo, a falta de una clínica adecuada, casi nadie nace en Venecia, sino en tierra firme, donde otros servicios básicos se han concentrado. Las grandes dificultades de modificar edificios o puentes han hecho la ciudad poco asequible o incluso peligrosa para los más viejos o los más jóvenes. Es como si Venecia fuera prisionera de su propia historia.

Para romper el estatismo conservador usando “recursos tradicionales venecianos en modo novedoso”, Enzo Rullani, profesor en la Universidad de Venecia, propone varias cosas: enlazar las ciudades de la región (Venecia, Mestre, Padua, Treviso) a través de servicios públicos integrados e incluso un sistema de metros; activar para el turismo nuevas zonas de la ciudad o de la laguna y aliviar la presión sobre el centro; desarrollar ofertas residenciales, de investigación y estudio para atraer no solo a turistas, sino también a gente deseosa de vivir en Venecia durante varios meses; reactivar el puerto y ampliar el aeropuerto. Así, la ciudad tendría la oportunidad de convertirse en un centro histórico y económico al servicio de una población regional de millones, y no solo de 50.000 personas, donde sucedan cosas y no solo se custodien monumentos.

Yo también, admito, me estremecí al considerar por primera vez estas ideas, que cambiarían radicalmente el carácter de la Venecia que conocemos. Pero caminando por la ciudad rota entre atractivos turísticos y una normalidad urbana en declive, entre inercia e ideas arquitectónicas futuristas, entendí por instantes que si Venecia ha de sobrevivir o resurgir como ciudad tiene que renovarse de algún modo. Eso, o abrazar de una vez por todas la decadencia. ¿Cómo convertirla en una ciudad del presente sin robarle su esencia? ¿Cómo recuperar el derecho a la ciudad y el interés de sus ciudadanos sin echar a perder su autenticidad y los inmensos beneficios económicos del turismo? Y yendo más lejos: ¿está una ciudad realmente muerta si –como ahora– es un motor económico, lleno de vida durante el día y (como muchos otros centros históricos europeos) vacío en la noche y convertido en una ciudad-museo?

En Venezia vive, un libro subversivo, elocuente y casi optimista, la historiadora del arte Angela Vetesse, sin negar los problemas de la ciudad, propone otras formas de apreciarla, de entender qué es realmente: una ciudad viva, solo que a su manera. Viendo la vitalidad paradójica de Venecia, a la gente asombrarse, tomar infinidad de fotos, explorar la ciudad, comer, beber, llegar y largarse, me pregunté yo también, finalmente: en la era de la movilidad radical, de la interacción social como juego performativo, ¿no es Venecia acaso el escenario perfecto? ¿No es Venecia, profundamente, una ciudad del presente? Sea lo que sea, Venecia es claramente un caso difícil.

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Tras algunos días en Venecia –quizá demasiado pocos– nos llama la realidad. Como si la ciudad, en su proceso cotidiano de inhalación e exhalación, me exhortara ahora a marcharme. Subo a otro vaporetto, repleto, y ya que he recibido una dosis de la droga particular que es Venecia y me mantendrá apacible por un tiempo, la idea de irse es casi un alivio. No ver más a Venecia, liberarme del panorama pintoresco y abrumador, de sus souvenirs locales hechos en China –las máscaras venecianas, el león alado, símbolo de San Marcos y Venecia, las pequeñas góndolas de metal barato, los anillos de supuesto cristal de Murano que se quiebran justo al salir de la ciudad–, de sus ejércitos de turistas ebrios de belleza y mal vino a precios desmesurados, del lugar común de amar a Venecia (odiarla, claro, también es un estereotipo), de preocuparme por su destino, del teatro constante de esta ciudad. Empieza a romperse, aparentemente, el hechizo.

El pabellón de Cataluña en la Bienal de Arquitectura. 24 de mayo de 2018. Foto: Stefano Mazzola/ Awakening.

En camino a la estación, escapando lentamente sobre el agua, me prometo que esta será la última visita. Mejor guardar el recuerdo nítido, hermoso e increíble de lo que es antes de que sea demasiado tarde y todo se haya esfumado como en un sueño. Me prometo no volver jamás. Y mientras lo hago pienso que esa promesa también es un eco de otras hechas en Venecia en el pasado, y presagio de las futuras.

*Doctor en Filosofía y periodista cultural. Coeditor de la revista Contemporary and América Latina.

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