Un dibujo que Germán Samper hizo durante el viaje a India en que conoció la casa y la familia de Balkrishna Doshi. Samper siempre llevaba una libreta para dibujar.

HOMENAJE

“Germán Samper cambió mi vida”: una entrevista con el arquitecto indio Balkrishna Doshi

ARCADIA habló con el ganador en 2018 del Premio Pritzker de Arquitectura, el equivalente al Nobel en esa disciplina, quien compartía con el fallecido arquitecto colombiano algo más que las lecciones de Le Corbusier y una amistad de 75 años.

Daniel Salamanca*
27 de junio de 2019

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El pasado 22 de mayo murió, a sus 95 años, el arquitecto Germán Samper, reconocido por sus valiosos aportes a la consolidación de la arquitectura moderna en Colombia. Samper fue uno de los discípulos de Le Corbusier, con quien trabajó entre 1948 y 1953 en su estudio París, justo cuando se le propuso al arquitecto francés diseñar un plan urbanístico para la reconstrucción de Bogotá después del Bogotazo.

Al estudio Samper entró gracias a su insistencia. Fue a París con la excusa de una beca para realizar una maestría a la que nunca asistió. Llegó a tocar las puertas de Le Corbusier por días, hasta que logró entrar a trabajar, primero gratis y luego como un arquitecto más del estudio.

El diseño de Le Corbusier para Bogotá nunca se realizó, pero poco después el gobierno de India le hizo una propuesta parecida: construir desde una ciudad nueva, Chandigarh, que se convertiría en la capital política de la región de Punyab después de su independencia de Pakistán.

Fue por esa época que Germán Samper conoció al arquitecto indio Balkrishna Doshi, ganador en 2018 del Premio Pritzker de Arquitectura, que es el equivalente al Nobel en esa disciplina. Pero en ese entonces, Doshi no era más que un estudiante que quería entrar a formar parte del estudio de Le Corbusier, al igual que Samper en París. Fue justamente Samper quien le ayudó a entrar. Desde entonces estos dos arquitectos mantuvieron una entrañable amistad, a pesar de la distancia.

Pero Samper y Doshi comparten algo más que eso. Ambos fueron determinantes en el desarrollo arquitectónico de sus propios países, partiendo de la base de que la arquitectura debe ser menos estética que funcional y, por encima de todo, social.

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Como dice un artículo publicado en The New Yorker cuando Doshi recibió el Premio Pritzker: “En una carrera que abarca más de setenta años, Doshi se ha centrado en las instituciones públicas: universidades, bibliotecas, centros de artes escénicas y complejos de viviendas de bajo costo. Se comprometió desde el principio a la sostenibilidad, no necesariamente por cualquier premonición sobre el medioambiente, sino porque ser sostenible era ser local. Doshi quería que sus edificios, por encima de todo, fueran del lugar donde residen, de su clima y de su vegetación, y de los ritmos de la vida de su gente”.

Germán Samper, por su parte, tiene hitos arquitectónicos que se alzan enormes e imponentes en las ciudades de este país –la Torre Avianca y la Biblioteca Luis Ángel Arango (con su sala de conciertos) en Bogotá, el Centro de Convenciones de Cartagena, el Edificio Coltejer en Medellín–, pero lo que más le importaba eran los proyectos de vivienda social y sostenible, como lo reflejan la Fragua y la Ciudadela Colsubsidio en Bogotá. Uno de sus sueños nunca realizados fue la construcción de puentes habitables para la gente de escasos recursos, cuyos diseños utópicos todavía se conservan.

Por esas cercanías, y por una amistad que duró setenta y cinco años o más, quisimos hablar con Doshi, a manera de homenaje.

Al final de su vida, y con la ayuda de su familia, Germán Samper creó A otro tempo, un canal de YouTube donde contaba anécdotas de su vida. A usted le dedica dos episodios. En el primero cuenta cómo usted se le acercó de manera “osada”, durante el Congreso Internacional de Arquitectura Moderna en Londres de 1948, para mostrarle sus dibujos y, acto seguido, preguntarle si era posible formar parte del equipo de Le Corbusier, con quien él ya trabajaba. Pero hasta hora solo tenemos la versión de Samper. ¿Podría contarnos cómo se conocieron?

Te puedo contar (risas). Yo estaba quedándome en Londres y alguien cercano mencionó el evento. Me emocioné tanto que llamé a uno de los organizadores y pude conseguir entradas para la semana siguiente. Por cosas del destino y de la suerte, cuando estaba a punto de entrar al lugar, un señor se acercó a mí y me preguntó: “¿Tú eres de India?”. Yo le respondí: “Sí, mi nombre es Balkrishna Doshi”. Y él me respondió: “Yo soy Germán Samper y quiero hacerte una pregunta: ¿puedes decirme cuál el significado de ‘Chandigarh’?”. Entonces le conté que “Chandi” o “Chandika” era la diosa del bienestar y de la cultura. Le Corbusier era uno de los invitados especiales al Congreso. Y aunque hubiera querido abordarlo directamente a él, no fui capaz. Era muy tímido, así que le dije a Germán que si quería probar una típica cena india.

Al día siguiente fuimos a un restaurante y le mostré mis dibujos. Luego le pregunté si creía posible que yo trabajara en el taller de Le Corbusier. Él me dijo que iba a tener que escribirle una carta directamente al maestro, a mano, y enviársela por correo. Me dio la dirección y me aseguró que él me iba a responder. Una vez en India, le escribí y envié la carta. Luego recibí de vuelta una respuesta en que me ofrecía hacer una pasantía no paga de ocho meses. En vez de responderles, decidí empacar mis maletas y llegar directamente al estudio en París. La travesía fue muy difícil porque yo no tenía dinero ni sabía el idioma. Pero de alguna manera encontré la oficina, y cuando timbré salió Pierre Jeanneret, uno de sus estrechos colaboradores, quien me miró sorprendido. Le expliqué que era Doshi, de la India, y le mostré la carta. Entonces fue adentro y buscó a Germán. Él salió y cuando me vio, no lo podía creer. “Si tú nunca respondiste”, me dijo. Entonces fue a la oficina de Le Corbusier, le explicó que yo estaba afuera, con mi abrigo y mis maletas. Él le dijo que si ya había llegado hasta ahí, pues que me hiciera entrar. Ese primer día Germán reservó para mí la habitación de un pequeño hotel a unas cuadras del Teatro del Odeón, muy cerca de la 35 Rue de Sévres, y me dejó instalado hasta el siguiente lunes.

En 2018, cuando Doshi ganó el Premio Pritzker de Arquitectura, Samper asistió a la ceremonia en Toronto. 

¿Podría describirme la rutina durante esos primeros meses?

Con Germán fue con quien más compartí, ya que la mesa que me asignaron estaba justo al frente de la suya. Además, él era el único que se atrevía a hablar un poco de inglés. Se volvió mi tutor e intérprete. Solía guiarme para resolver dudas de dibujo o de diseño, y me traducía lo que yo no entendía. Yo quería saberlo todo, formar parte de cada conversación, mirar detalles e integrarme en todo lo que se discutía en la oficina. Él ya trabajaba en Chandigarh y, como era mayor que yo y había llegado tres años antes, entendía muy bien el proyecto, específicamente en términos de paisajismo: cómo se ven las calles, la arborización, el ancho de la alzada, qué tipología de edificios debía ir y por dónde. Además, también tenía a su cargo el edificio del Secretariado, que era uno de los más importantes. Sin embargo, lo que más aprendí de él fue a hacer un trabajo sistemático. Mientras él trabajaba, yo observaba. Veía y luego dibujaba como él. Entendía su manera de problematizar y resolver un plano. En ese sentido, Germán no solo fue mi colega, sino que se convirtió en un profesor indirecto. Luego me introdujo a París, y él y Yolanda, su esposa, me apadrinaron. Yo trataba de involucrarlos con la poca comunidad India que conocía. Nos volvimos muy amigos. Tengo mucha gratitud, aun cuando fueron meses duros y de austeridad. Ellos lo hicieron mucho más llevadero, y gracias a él yo fui admitido a trabajar en la oficina de Le Corbusier. Ese fue el inicio de mi carrera. Germán cambió mi vida completamente.

En 1953, Samper decidió volver a Bogotá. Usted regresó a India tres años después. ¿Cómo vivieron esa transición y cómo adaptaron el pensamiento moderno aprendido junto con Le Corbusier, pero en sus distintos contextos?

Una de las cosas en que coincidíamos era la necesidad y el sentimiento de hacer algo por nuestros países. Nos preguntábamos cómo se debían adaptar las cosas a nuestra cultura, a nuestra economía, a nuestro estilo de vida, a nuestro clima. Era una visión idealista que nos daba mucho para pensar, cada quien desde su propia visión y lugar de origen. Nuestras discusiones eran acerca de cómo hacer que la arquitectura estuviera al servicio de la gente, que es quien la vive, la experimenta y la necesita diariamente. Él insistía en que era imposible vivir en Colombia, ser arquitecto y ser insensible al hecho de que el 70 % de las viviendas se construía sin planificación, en zonas urbanas precarias. Entonces, aunque llegó a Bogotá y creó una oficina con socios reconocidos e importantes, en su interior, profundamente, lo que realmente le interesaba eran las personas del común, sus estilos de vida, su cultura y sus hábitos. Nuestros países, además, estaban creciendo. La arquitectura moderna no existía; no estaba ahí. Era solo el principio, y queríamos que nos dejaran hacer algo por nuestras culturas.

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“Déjennos expresarnos, déjennos buscar todas esas cosas sobre las que se cimienta nuestra idiosincrasia, déjennos entender, procesar y aplicar lo que Le Corbusier nos enseñó, déjennos entender qué más se está haciendo en el resto del mundo”. Esa era nuestra apuesta, y parte de las conversaciones más importantes que tuvimos. Con respecto a los planos de Bogotá, nunca supe muy bien qué pasó. Alcancé a verlos, con comentarios de varios de los que trabajaron en él, pero nunca entendí el malentendido. Sin embargo, la gran contribución de Samper fue su preocupación por las personas, su consciencia social y humanista, y por eso intentó, a través de la arquitectura, cerrar brechas sociales. La verdadera relevancia de lo que hacemos radica en qué tan útil e importante es para las personas. Si yo como arquitecto no puedo hacer algo por mi gente y proporcionarle lo que necesita, entonces mi trabajo está incompleto.

La sala de conciertos de la Biblioteca Luis Ángel Arango, diseñada por la firma de arquitectos Esguerra Sáenz Urdaneta Samper.

Ambos dedicaron gran parte de su tiempo y energía a hacer proyectos de carácter social, como complejos de vivienda para personas de bajos recursos que ellas mismas podían adaptar y completar conforme progresaban. Pienso en el barrio La Fragua en el caso de Samper, y en su proyecto para la aseguradora de vida en Ahmedabad.

Así es. Cuando yo estaba haciendo los proyectos de vivienda en India, le contaba que mi mayor preocupación era entender el estilo de vida de las personas, por dónde circula el aire, qué materiales se usan en la región. Todas esas discusiones iban y venían. Debes preguntarte cuáles son las sombras del lugar, dónde se reúnen las personas, cómo son las estaciones, la temperatura. Todo eso era parte de nuestro lenguaje en común, porque es irrelevante que estés en América del Sur, en África o en India: esas preguntas siempre importan. Recuerdo que él me envió el libro sobre su proyecto de vivienda. Yo estaba fascinado con la manera como se aproximaba a los casos. Pienso que uno no está construyendo simplemente casas, sino lugares donde vive una comunidad feliz. Luego, si empoderas a esas personas, ellas generan valor para sí mismas y para la sociedad. Nuestro trabajo es para todos los estratos de la sociedad, no solo para la élite. Y no hay que olvidar, además de sus proyectos de vivienda, todo lo que hizo en relación con el medioambiente, que fue otro de sus grandes aportes. A pesar de la distancia, y de que proveníamos de contextos sociales distintos, pensábamos de manera similar. Eso es lo que finalmente importa.

Ahora que lo oigo hablar a usted encuentro que ambos se parecían. Siento mucha humildad frente al trabajo y una distancia con el estereotipo del arquitecto “superestrella”.

Así es. Nos identificamos con la modestia de las escalas, o mejor, con la escala adecuada o apropiada. No se trata de hacer algo grandilocuente, monumental, sino algo que sea significativo y pertinente. Y hablar de pertinencia es hablar de accesibilidad económica, de viabilidad, de sentido de pertenencia, de la escala que les sirve a las personas, a su espíritu y a sus propósitos de vida. Desde que los conocí, a él y a Yolanda, me encontré con personas muy humildes, sencillas, y cuya mayor preocupación era la gente. Él solía tocar guitarra y dibujar. Era una persona tranquila y muy familiar. Eso también nos unía. Ambos tenemos familias grandes y hemos construido fuertes lazos, que son similares entre las dos culturas. Y nuestras nietas, incluso, han seguido nuestros pasos.

El campus del Indian Institute of Management Bangalore (iimb), diseñado por Balkrishna Doshi.

En 1960, gracias a una beca, Samper viajó a Japón, invitado por Takamasa Yoshizaka, para asistir a otro congreso internacional de arquitectura. Y decidió, de vuelta, hacer una parada en su casa. ¿Cómo fue esa visita?

Germán me escribió una carta contándome de su viaje y me preguntaba si lo podía recibir. Yo le dije “claro, ven y aquí ya veremos cómo nos acomodamos”. Estuvo aquí algo más de una semana. En esa época vivía en una casa muy pequeña, con mi suegra, mi hija menor y mi esposa. Era una casa austera, típica de la India, con dos espacios y medio: una habitación principal, la sala y lo que aquí llamamos una veranda, que es como una terraza pequeña al aire libre. Él no tuvo ningún problema en dormir ahí. Era fresco y hacía muy buen clima. Yo también quería que él tuviera una experiencia auténtica. Entonces íbamos y veníamos todo el día. Paseamos, visitamos muchos de los monumentos y edificios antiguos, y él quiso ver también los proyectos en los que yo estaba trabajando en ese momento. Me di cuenta de que a todas partes llevaba su cuaderno de apuntes. Siempre estaba dibujando. Todo lo que vio lo dibujó de manera bellísima porque era un gran artista, no solo un gran arquitecto.

¿Después de eso, se volvieron a ver?

Casi sesenta años después, le envié una carta invitándolo a la ceremonia de premiación del Premio Pritzker que me acababan de otorgar. El evento era en Toronto. Nunca pensé que llegaría. Verlo allí, con Yolanda y su hija, fue un momento muy conmovedor. ¿Cómo puede alguien de noventa y cinco años tomar un avión y hacer esa travesía para ver a un amigo? Y nunca me avisó solo viajó. Como yo cuando llegué a París. Fue el mejor regalo. Pocas personas hacen eso. Solo llegar.

* Artista visual. Actualmente vive en Chicago, donde acaba de terminar una maestría en The School of the Art Institute.

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