EL GRUPO BACHUÉ

El Proyecto Bachué: los modernistas relegados

Entre los años veinte y cuarenta, una generación artística abogó por un regreso a la tierra en rechazo al europeísmo. Su importancia fue rebatida por la crítica Marta Traba. Ahora, de la mano del Proyecto Bachué, que abrió la galería El Dorado en La Macarena, de Bogotá, el primer grupo modernista de Colombia comienza a ser revalorado.

Daniel Salamanca* Bogotá
28 de febrero de 2016
Rómulo Rozo esculpiendo en 1926 Bachué, diosa generatriz de los muiscas.

"Ya es hora de que le demos un adiós a Europa y enfoquemos toda nuestra atención hacia el trópico, porque solo reencarnando el ayer, y defendiéndolo con un crudo nacionalismo, podremos salvarnos de la europeización que acabará por mediatizarnos y reducirnos a un vasallaje ignominioso”, declaraba uno de los textos de la “Monografía del Bachué”, publicada en el suplemento dominical del diario El Tiempo el 15 de junio de 1930. Firmado por Hena Rodríguez Parra, Darío Achury Valenzuela, Rafael Azula Barrera, Darío Samper, Tulio González y Juan P. Varela, este manifiesto recogía los sentimientos de una generación de artistas y escritores que atendieron el “llamado de la tierra” y descubrieron en las escenas populares y naturalistas de la época, en los mitos de nuestra historia precolombina y en su propia identidad, el germen para producir arte y romper con la tradición academicista que se imponía a principios del siglo xx en Colombia.

Imaginen una Colombia en blanco y negro, con una capital que no llega a los 250.000 habitantes, un país que empieza a modernizarse y un campo que ve cambios importantes en su paisaje. Se avecina el final de la década de los veinte y los campesinos dejan sus tierras por la promesa de las fábricas. Soplan vientos de cambio. Después de 16 años de mandato conservador, llega al poder Enrique Olaya Herrera en 1930 para dar inicio a 17 años de gobierno liberal. El arte, que no es ajeno a su realidad y a su contexto, pone su cuota de irreverencia, ímpetu y renovación con una escena de la que surgen personajes e historias inverosímiles: la temprana muerte a los 33 años de Carolina Cárdenas, una artista prodigio de las clases altas santafereñas, descrita en la novela Tú que deliras, de Andrés Arias, como la mujer más bella, misteriosa y talentosa de la Bogotá de los años treinta; un affaire de escuela de arte entre el maestro extranjero y viril –el español Ramón Barba– y su cautivante alumna –Josefina Albarracín–; la fuerza arrolladora de Hena Rodríguez, bajita, de carácter fuerte y semblante masculino, capaz de esculpir angulosos rostros en madera y declararse abiertamente homosexual; la reivindicación de género emprendida desde la pintura expresionista de la beligerante y tenaz Débora Arango; y, como si se tratara del cáliz sagrado en algún relato de aventura, el misterio de una escultura tallada en granito por Rómulo Rozo, firmada en París en 1926, y que luego desapareció durante 72 años. Entretanto, en el exterior, la Revolución mexicana patrocina el muralismo, Picasso decide mirar al continente africano y Oswaldo de Andrade elabora el Manifiesto Antropófago en Brasil.

Por esas fechas, entre los años veinte y principios de los cuarenta, el grupo Bachué o de los nacionalistas –término que se refiere a su búsqueda plástica y a su carácter crítico, pero en ningún caso a su filiación o acción política– rompe con la tradición academicista según la cual se debían seguir los cánones de belleza clásicos europeos y hacer uso de las técnicas y los materiales propios del viejo continente. Buscaban, por el contrario, encontrar temáticas propias, formas de hacer consecuentes con su contexto y, sin duda alguna, erigir a la Madre Tierra, diosa de nuestros antepasados, muy por encima de la Madre Patria: España. Eso en términos visuales se tradujo, hablando de la pintura, en un cambio en la pincelada que pasó de ser suave y discreta a una dura y visible. La paleta de colores se tornó más saturada y contrastada. Prevalecieron bases amarillas y ocres, junto con verdes y rojos. Aparecieron los tonos verdaderos de la piel mestiza y se rompieron las proporciones del cuerpo. En escultura se aprovechó la madera, usualmente vista como un material artesanal, para hacer tallas bruscas y de ángulos pronunciados. Se pasó de la fiel representación a una interpretación mucho más expresiva de la realidad. Desaparecen los paisajes solemnes y aparecen las escenas campesinas, las escenas obreras, las escenas mitológicas y las escenas cotidianas que con los años van nutriendo, junto con la influencia del art decó, las propuestas de publicidad y diseño gráfico de la época. Todo esto, por resumirlo de la manera más somera y breve.

Lo complejo del asunto es que, según me confirma Christian Padilla, investigador en arte y ganador del V Premio Nacional de Ensayo Histórico, precisamente con una investigación sobre este periodo, es difícil hablar de un movimiento como tal ya que en muchos de los casos cada artista trabajaba de acuerdo con su intuición, sus lógicas, e intereses particulares: “Son de tendencias políticas diferentes. Y el objetivo común de un arte propio no pareció ser suficiente para unirlos. Pero independiente de la vertiente política no hubo quien liderara o uniera a los miembros, no había una personalidad de nombre fuerte. Por eso todos los que participaron se nos pierden en el tiempo”. Tampoco hubo una escuela que marcara estas posturas o un patrocinio sistemático del Estado, como sí lo hubo en México, por ejemplo. Sin embargo, los nombres que se mencionan siempre dentro de esta coalición, aun si vivieron momentos y contextos distintos, son Pedro Nel Gómez, Ignacio Gómez Jaramillo, Luis Alberto Acuña, Alipio Jaramillo, Débora Arango, Sergio Trujillo, Carolina Cárdenas, Carlos Correa, Marco Ospina, Gonzalo Ariza, entre otros, así como los más comprometidos y verdaderamente abocados a la causa: Ramón Barba, Josefina Albarracín y Hena Rodríguez. Estos últimos, profundamente representados en una obra de arte que solo verían a partir de una fotografía: Bachué, diosa generatriz de los muiscas, una sofisticada y estilizada escultura tallada en granito gris oscuro, de 170 centímetros de alto, hecha por Rómulo Rozo en 1926 y que se convertiría, de acuerdo con la investigación del actual Proyecto Bachué, en la piedra angular del llamado nacionalismo e incluso de la modernidad en Colombia.

Esta escultura, cuenta Álvaro Medina –el historiador que hizo casi de detective para rastrear esta pieza–, fue comisionada al artista chiquinquireño Rómulo Rozo en su estudio en París por el empresario colombiano Aníbal Moreno. Dos años después de terminada, Rozo la llevó temporalmente a la Exposición Iberoamericana de Sevilla de 1929, en la que Colombia debía diseñar y presentar su espacio oficial. El escultor, elegido por el gobierno nacional como el encargado de revestir “una trasnochada arquitectura española seudocolonial del sevillano José Granados”, como señala el también artista y escritor Fabio Rodríguez Amaya en su ensayo La Bachué de Rómulo Rozo. Un ícono del arte moderno colombiano, ubicó su pieza en el centro del patio interior y complementó la intervención con minuciosos altorrelieves en la fachada, cornisas y remates de las columnas. Su esposa, Ana Krauss, añadió unos vitrales a la iglesia –o más bien ‘templo pagano’– que hacía de sede patriota, mientras que obras menores de otros artistas y un esparcimiento llamado Café Suave Colombia remataron el espacio.

Una vez terminada la feria no se volvió a saber del paradero de la famosa escultura hasta finales del siglo xx. Su reaparición pública, y por vez primera en Colombia, se daría en 1997, cuando Medina, invitado a curar la exposición Colombia, en el umbral de la modernidad, en el Museo de Arte Moderno de Bogotá, intensificó su obsesión por hallar la pieza –periplo que ya lo había llevado previamente hasta Sevilla, París y Yucatán–, hasta encontrarla más cerca de lo que había pensado. La Bachué estaba en Barranquilla desde 1959, en la sala del apartamento de uno de los herederos del coleccionista, Ricardo Moreno. Según se lee en una carta íntima de la familia Moreno que nos dio a conocer Alexandra Arciniegas, una de las nietas, La Bachué fue el regalo de bodas para su segunda esposa, quien la tuvo durante todos esos años hasta que apareció Medina. Esta había sido restaurada por primera vez en el Museo del Louvre, luego de que se fracturara en dos tras su viaje de regreso de Sevilla a París y por segunda ocasión en Colombia también a raíz del viaje. Esta vez sería el mismo Ricardo Moreno el encargado de volverla a poner en pie. Casi una ficción.

La pieza entonces se exhibió en el centenario de Rómulo Rozo en México en 1999, luego también se vería en una revisión histórica de la ya clausurada Galería Mundo, en el Museo del Oro y en la Biblioteca Nacional, en Bogotá, hasta llegar a manos de la colección privada de José Darío Gutiérrez, que hace parte del Proyecto Bachué, en 2008. Los detalles de la negociación con la familia Moreno así como los intentos de Medina por que la pieza fuera adquirida por la colección del Banco de la República no se conocen de manera oficial.

Aunque la influencia de este movimiento, a los ojos de nuestra contemporaneidad y del transcurso temático e ideológico de nuestra historia del arte, parece evidente, la crítica Marta Traba, influencia rotunda en la visión general de las artes de nuestro país desde principios de los años cincuenta y hasta su trágica muerte en 1983, dejó saber en muchos de sus escritos su desinterés e incluso rechazo a dicha generación. “Se los convirtió en grandes pintores, cuando no lo eran, en admirables paisajistas, cuando no lo eran, en impecables dibujantes, cuando sus obras adolecían de notorios defectos y carencias…en el arte es preciso tener talento, poder de invención formal, buen gusto para relacionar los colores, eficacia para componer, destreza para dibujar. Eso le faltó a la generación a la que estamos aludiendo”, afirmaba de manera vehemente. De ahí que historiadores como Álvaro Medina y el investigador de arte colombiano Christian Padilla, de la mano de la iniciativa privada Proyecto Bachué, se hayan dado a la tarea de revisar, con otros ojos, lo que pasó con los llamados nacionalistas, desde mediados de los años veinte hasta principios del cuarenta.

Vale la pena aclarar, sin embargo, que en la mayoría de los casos, Traba se refería a un problema de forma y pericia, mas no de contenido. Y así lo deja saber Eduardo Serrano en una revista de la Galería Mundo que recogió distintas voces sobre la labor de Traba: “Marta fue muy estética en su consideración del arte”. Esto a los ojos de nuestra contemporaneidad, donde el discurso muchas veces hace a la obra, parece un anacronismo que ha perdido su vigencia. Pero fueron una licencia y un estilo que encontraron mella en una escena sin antagonismos fuertes, ni críticos que hicieran un contrapunteo riguroso para obtener una lectura matizada. Lo explica muy bien Germán Rubiano Caballero en un texto de la exposición que curó en 1978 en La Tertulia titulada Pintura y escultura de los años treinta: “Es indudable que todas las aseveraciones en este caso son demasiado drásticas. Si se estudian con atención las obras de estos artistas, es muy posible encontrar trabajos realmente valiosos. Pocos en verdad, en algunos casos, pero suficientes para reconocerles maestría y, sobre todo, disciplina. No deja de tener entonces razón Luis Alberto Acuña cuando afirma que Marta Traba lo que hizo fue establecer un claro oscuro demasiado violento entre su generación y la subsiguiente”.

Lo cierto es que cuando uno revisa las obras de aquellos artistas que ella exaltó como los verdaderos modernos en las décadas del cincuenta y sesenta (Obregón, Botero, Ramírez Villamizar o Negret), sistemáticamente los temas y preocupaciones, en la mayoría de los casos, son los mismos de la generación previa. Con la diferencia que se abordaban con nuevos criterios estéticos, entre ellos, la depuración de elementos, la abstracción y el uso más controlado del color, que son evoluciones lógicas dentro de cualquier relevo generacional o proceso creativo que pretende irse construyendo y edificando hasta llamarse historia.

Por ello resulta lógico considerar que a mediados de los años veinte el arte colombiano cambiaría para siempre y empezaría a preocuparse por una identidad propia. Un ADN que, aunque siempre ha sido difícil de cernir, parece girar en torno a una serie de temas tales como la desigualdad social y de género, los problemas políticos, la violencia endémica, la crítica a la colonización, la otra visión de la marginalidad, las noticias cotidianas y la preocupación por contar una historia no oficial, inclusive desde lo poético o lo íntimo. Artistas contemporáneos como Felipe Arturo, Miguel Ángel Rojas, José Alejandro Restrepo o el mismo Antonio Caro, solo por citar unos pocos, están atravesados por eso que sembraron los arbitrariamente llamados “Bachué” y que de manera más contundente, como hacen notar varios de los entrevistados, lo había hecho José Eustasio Rivera, en 1924, con la novela que marcaría para siempre nuestro destino cultural: La vorágine.