UNA PROPUESTA HETEROGÉNEA
Contra lo heredado: pintura contemporánea en Colombia
La idea romántica del “pintor de oficio” ha sido revaluada en las últimas décadas. Pero sigue muy viva la pintura como recurso para cuestionar críticamente el orden establecido. Revisitamos la obra de artistas representativos de la pintura contemporánea colombiana.
Atrás parecen haber quedado los tiempos en que, en asuntos de arte, se consideraba al “pintor de oficio” o al “pintor de caballete” como punta de la pirámide artística. Hasta el siglo XX, el “pintor de oficio” era aquel personaje consagrado al perfeccionamiento de la “técnica” y a la búsqueda de un “estilo” que lo diferenciara de otros pintores, que lo singularizara frente a las demandas del mercado del arte. Este personaje entregaba su vida a la pintura, aunque en ocasiones incursionara en la escultura (especialmente cuando su pintura evocara cierta tridimensionalidad) y también pudiera trabajar en dibujo (ya fuera como ejercicio preparatorio o como fin último) y en grabado. Para este artista, la pintura sobre lienzo debía perdurar en el tiempo, dar cuenta de sus tormentos más íntimos, expresar, explorar territorios de forma y color; en lo posible, explicarse a sí misma, proyectar su “genio creativo”, y generar en el espectador un estado sensible y contemplativo.
Ciertos críticos supusieron que, con los experimentos abstractos más radicales (desde Kazimir Malévich hasta Jackson Pollock o Cy Twombly), con el arte pop (que bebía del cómic y de las imágenes publicitarias) y con el advenimiento del arte conceptual en las décadas de los sesenta y los setenta, la pintura había muerto, por un lado, porque todos sus caminos posibles, incluso los más radicales, ya parecían haber sido explorados y, por otro lado, porque algunos presumieron (una idea cuestionable, aunque popular) que el arte conceptual implicaba, en sí mismo, la abolición de la pintura como estrategia expresiva. Si bien el nuevo “arte de ideas” no apelaba a las viejas búsquedas técnicas o a la persecución del “estilo”, a la “habilidad” del pintor de oficio o a la “perdurabilidad” de la obra de arte, también es cierto que muchos conceptualistas ayudaron a revitalizar la pintura al ponerla al servicio de las ideas, al sacarla del gesto autocomplaciente de forma y color, al sustraerla del tormento biográfico del autor, al ponerla en un diálogo más radical con el contexto social y político, al evitar la repetición de las viejas fórmulas de la pintura de vanguardia (una vanguardia que parecía haberse convertido en canon) y al hacer incursionar la pintura en territorios como la tipografía, el activismo o la fotografía.
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Zombis y conformistas
Sin título (2018), Santiago Parra. Acrílico sobre lienzo.
El surgimiento del arte conceptual no trajo la abolición de la pintura; por el contrario, puso en escena un nuevo horizonte de sentido que permitió la ampliación del concepto de “artista”. A partir de la década de los setenta, en la escena del nuevo arte de vanguardia, el viejo pintor, dedicado estrictamente al oficio de pintar, a pulir la técnica y el estilo, resultaba poco interesante; en cambio, los artistas jóvenes, al trabajar en función de las ideas, podrían expresarlas a través de los medios que consideraran convenientes sin el corsé impuesto por la pintura o el lienzo; ellos podrían trabajar en instalación, performance, fotografía, dibujo, video o haciendo uso de la pintura misma. En este periodo, los viejos “pintores de oficio”, entonces en la cima de su popularidad, incapaces de ingresar en este nuevo orden de cosas (ya que hacerlo implicaba abandonar sus certezas), con frecuencia empezaron a repetirse, a regresar sobre sus momentos pictóricos más exitosos, a recurrir a una pintura comercial y decorativa que no siempre revestía mayor interés intelectual, cosa que, en el caso colombiano y latinoamericano, ocurrió con Fernando Botero, Alejandro Obregón, Ómar Rayo, Enrique Grau, Oswaldo Guayasamín, Armando Villegas o Fernando de Szyszlo, entre otros. Sin embargo, gracias al nombre ganado, a la significación nacional y al reconocimiento social, el mercado de estos artistas continuó vigoroso, aunque sus propuestas plásticas parecieran agotadas o parte de otro momento de la historia.
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Desde la década del 2000, varios jóvenes pintores han emergido, no siempre asumiendo una propuesta pictórica crítica, sintonizada con el espíritu intelectual del arte nuevo o que represente un riesgo frente al gusto dominante o al mercado del arte. En Venezuela y Argentina, aprovechando el boom del mercado del arte geométrico y cinético de mediados del siglo XX (Jesús Rafael Soto, etc.), han surgido algunos artistas jóvenes que promueven un retorno acrítico hacia estas formas de arte; un retorno desprovisto de potencia o de novedad, más bien sintonizado con la apropiación de ciertas tradiciones artísticas nacionales ampliamente reconocidas, de algunas etiquetas estilísticas populares entre los coleccionistas nacionales. Por otro lado, cierta abstracción zombi es frecuente en galerías comerciales de las principales ciudades de Colombia: una pintura conformista, fácil y de fórmula que no ejerce crítica alguna frente a nada. Otros “pintores de oficio”, también de interés menor, se han apropiado de la tradición del grafiti, cuyo espacio natural es la calle, para trasladarla al lienzo y a la galería de arte, sin siquiera poner en cuestión los dispositivos de circulación y exhibición. Otros se han decantado por el habilidoso hiperrealismo, intentando llamar la atención por sus destrezas en un medio del arte contemporáneo que a veces puede parecer superficial o fácil. Y por último, en el circuito ferial y en los nuevos museos de arte contemporáneo (especialmente en China y en el mundo árabe), circulan con frecuencia “pintores de caballete” con obras de gran formato, altamente decorativas, que funcionan muy bien en lobbies de hoteles o edificios de lujo, pero poco novedosas en sus planteamientos estéticos y con poco interés histórico y crítico.
Perpendicular a la atmósfera (2017), Lorena Espitia. Acrílico, óleo y esmalte sobre madera.
En el caso colombiano, algunos artistas de las últimas dos décadas se han aproximado a la pintura desde múltiples perspectivas que, por fortuna, rompen con la vieja autocomplacencia formalista del pintor moderno o con la repetición acrítica, de fórmula, de las viejas estrategias pictóricas. Estos artistas, desde sus rudimentos, pueden cuestionar la pintura misma como método de expresión o utilizarla como insumo para la creación, para decir cosas que solo pueden decir de esa manera: Fernando Uhía, Juan Mejía, Lorena Espitia, Alberto Lezaca, Sara Milkes, Sebastián Fierro, Andrés Matías Pinilla, Alejandro Salcedo, Santiago Parra, Gabriel Silva, Delcy Morelos, David Lozano, Lucas Ospina, Nicolás Gómez Echeverri, Wilson Díaz y Gustavo Niño, entre otros.
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En este grupo heterogéneo, dentro de los decanos está Uhía, quien retoma críticamente el legado intelectual de la abstracción norteamericana (Morris Louis, etc.) en su serie Technoesmaltes, pinturas realizadas sobre largos tablones en los que el artista vierte esmaltes de colores (escogidos a partir de la indumentaria que las personas utilizan en fiestas de música techno; por eso el nombre), que, por gravedad, recorren los maderos y esbozan formas. Por su parte, Delcy Morelos, en su serie El color que soy, a diferencia de los viejos artistas modernos, no escoge los colores como un problema de composición, equilibrio y color, sino como un asunto político: en acrílico, ella esboza ataúdes con colores que recuerdan una amplia gama de colores de piel.
The Call Of The Wild (2018), Andrés Matías Pinilla. Técnica mixta.
Nicolás Gómez Echeverri, además de su trabajo como curador y gestor cultural, desarrolla un fuerte trabajo en pintura: en su serie Acumulaciones, toma el empaste mismo del óleo no para diluirlo en el lienzo, sino para construir (con la superposición de la materia de estos óleos) una suerte de cordilleras que se expanden sobre reglas, haciendo alusión a la vieja voluntad ilustrada de medir el territorio, lo que permitió sentar las bases de la explotación neocolonial de los recursos americanos. Andrés Matías Pinilla explora críticamente la noción de “obra de arte total”, una idea predominante en el mundo moderno que buscaba la fusión de distintas disciplinas artísticas (arquitectura, arte, música, etc.). Pinilla intenta generar espacios polivalentes, ironiza sobre este propósito fundacional del arte moderno y, en el camino, expande los límites de la pintura. Por su parte, Santiago Parra explora el legado visual de la abstracción estadounidense de las décadas de los cincuenta y los sesenta, la tradición caligráfica japonesa, y recurre a movimientos pictóricos espontáneos que evocan los gestos automatistas del primer surrealismo (luego recuperados por la abstracción estadounidense de los años cuarenta y cincuenta) y los flujos de consciencia.
Si bien la idea romántica del “pintor de oficio”, es decir, la persona dedicada enteramente “a pintar”, ha sido revaluada durante las últimas décadas, lo cierto es que la pintura como recurso para cuestionar críticamente ciertos órdenes heredados, como herramienta pugnaz que trasciende los debates ensimismados de forma y color, o la repetición zombi de una vieja fórmula de la historia del arte, sí, está viva.
*Crítico de arte. Director de la Fundación Arkhé.