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Frederic Edwin Church. Salto del Tequendama (1854). Conservada en el Cincinnati Art Museum.

Patrimonio colombiano en el exilio

El silencio de los museos

Aunque la polémica por la expoliación de las esculturas de San Agustín ha tenido alguna cobertura mediática, los bienes culturales colombianos que permanecen en el exilio parecen no preocupar a nadie. Arcadia investigó y esto fue lo que encontró.

Halim Badawi*
23 de abril de 2014

La historia republicana de Colombia se inaugura con un expolio. En 1816, el español Pablo Morillo, “El Pacificador”, encargado de la reconquista de la Nueva Granada, ordenó desde Bogotá el despacho a Madrid de las 6.976 láminas de la Expedición Botánica, la primera empresa científica del país. Los dibujos de plantas y flores habían sido elaborados por la escuela de dibujo creada por José Celestino Mutis (1732-1808), director de la Expedición, en la que participaron los más destacados artistas del momento. La colección fue depositada en el Real Jardín Botánico de Madrid, en contra de la voluntad de Mutis, quien en vida, desconfiado, había enviado pocas láminas a España y, en su testamento de 1808, las cedía a su sobrino, el naturalista Sinforoso Mutis (1773-1822), apresado y desterrado por Morillo.

¿Botín de guerra, robo o recuperación legítima? Este oscuro pasaje da cuenta del primer expolio cultural en la historia republicana de Colombia. Desde luego, a Morillo no le interesaba el conocimiento ilustrado (“¡España no necesita de sabios!”) y la sustracción de las láminas llevaría a un retraso de medio siglo en el reconocimiento del territorio nacional y sus recursos naturales, en especial los susceptibles de explotación agropecuaria. El valor estético de las láminas ha sido resaltado por Beatriz González, quien las define como el punto de partida de la “verdadera historia del arte en Colombia”. Entonces, ¿por qué siguen afuera?  

Unos años después del cierre de la Casa Botánica, Auguste Le Moyne, diplomático y artista establecido en la Nueva Granada entre 1829 y 1839, cuenta en sus memorias (publicadas en Francia en 1880) que en París vivía el barón Jean-Baptiste-Louis Gros, quien había reunido “cuadros y dibujos hechos por él en el curso de sus viajes por diferentes países”, incluyendo óleos que desde distintas distancias representan el salto del Tequendama. Efectivamente, el barón Gros estuvo en Bogotá entre 1839 y 1843 como encargado de negocios de Francia, y sus pinturas del salto constituyen, tal vez, la primera representación al óleo conocida del territorio nacional y fuente iconográfica de primer orden para los artistas-viajeros del XIX.

De todos los óleos del barón Gros solo se conoce uno en Colombia, adquirido en Sotheby’s por el Banco de la República y repatriado en 2003: el hermoso Paisaje con puente de madera (ca. 1842). Sin embargo, de sus versiones del salto solo sabemos de una, ofrecida fallidamente a un museo colombiano y comprada por el Banco de Bogotá en Miami. En el caso del barón Gros, sus obras en el extranjero no son fruto del botín de guerra, el saqueo o el robo, están afuera porque él mismo se las llevó. Incluso, un periódico local (El Día del 8 de octubre de 1843) despidió alegremente sus pinturas: “algunas familias [bogotanas fueron] a visitar la magnífica colección de paisajes [del barón Gros], que lleva tantos frutos de sus talentos y perseverancia, y resultados de sus viajes. Jamás la cascada del Tequendama y el puente de Icononzo habrán tenido un intérprete tan elocuente, tan fiel y tan hábil. Ahora, van a conocerse por primera vez en Europa estas maravillas de la naturaleza”. Por desgracia, estas maravillas nunca fueron expuestas en el Viejo Mundo y están en manos privadas. Repatriarlas no implica desgaste diplomático, solo requiere conocimiento y dinero. Sus pinturas, dibujos y daguerrotipos deben ser comprados por el Estado y traídos para el disfrute e investigación de los colombianos. El caso de Gros es bastante similar al de Frederic Edwin Church, artista-viajero cuyos paisajes colombianos están en Estados Unidos.

Por su parte, una obra maestra del período colonial quedó atrapada en un limbo nacionalista. El Biombo de los Proverbios estaba atribuido al taller de los Figueroa por la restauradora María Cecilia Álvarez y, al mismo tiempo, a un taller mexicano del siglo XVIII por el historiador español Santiago Sebastián. Esta confusión generaba una duda razonable sobre su origen y, en consecuencia, sobre su carácter patrimonial para Colombia, duda que llevó a que el gobierno nacional decidiera no comprarlo. La primera y única vez que el Biombo se mostró en el país fue en la Biblioteca Luis Ángel Arango en 1996, momento en que pertenecía a un anticuario mexicano. Ante la fallida negociación con el Estado colombiano, el anticuarista lo vendió a un coleccionista londinense, quien lo ofreció en Christie’s en 2005 en un estimado de 250.000-350.000 dólares. A partir de ahí, se perdió el rastro del Biombo y nuestros museos se quedaron sin una obra maestra del período colonial latinoamericano.

Más allá del Biombo, el patrimonio colonial ha contado con notables pérdidas: una custodia en plata dorada (ca. 1650-1700) elaborada en la Nueva Granada está expuesta actualmente en el Museo Soumaya (Fundación Carlos Slim), de Ciudad de México, desde su inauguración en el 2011. Independientemente de su procedencia, sería interesante que los colombianos (especialmente los sufridos usuarios de Claro) pudieran verla en la sala de custodias coloniales de la Colección de Arte del Banco de la República, en Bogotá, en un acto de generosidad de uno de los hombres más ricos del mundo. Precisamente, el Banco tiene en su poder la célebre custodia de Santa Clara La Real de Tunja, repatriada en 1987 luego de haber sido sacada del país. El mismo Banco ha repatriado, en solitario y con sus recursos, casi todo lo que ha regresado a Colombia: desde las hermosas acuarelas de Francois Désire Roulin, hasta obras modernas y contemporáneas.

Otro tesoro colonial perdido es la Corona de los Andes, rematada en Christie’s Nueva York en 1995 por un estimado de 3 a 5 millones de dólares. El gobierno de Ernesto Samper no la adquirió por presunta “falta de dinero” y porque le faltaban “algunas” esmeraldas. La corona se subastó indolentemente, a pesar que en 1934 la pieza, de 2,18 kilos de oro macizo había sido sacada clandestinamente del país y vendida a un coleccionista de Nueva York por un síndico de la iglesia de Popayán. Y siguiendo con el oro, el Tesoro de los quimbayas, regalado a la Madre Patria y conservado por el Museo de América en Madrid, es un caso digno de estudio.

Precisamente, en España se subastaron las galeradas de Cien años de soledad, obra maestra de nuestro nobel de literatura Gabriel García Márquez. A máquina y con más de mil correcciones a mano, habían sido regaladas por el nobel en 1967 al matrimonio mexicano de Luis Alcoriza y Janet Riesenfeld. En 2001, los herederos de la pareja las ofrecieron en venta en Casa Velásquez de Barcelona con un precio de salida de 500.000 dólares. La obra no encontró comprador, por lo que hubo un intento de reventa en Londres por la mitad del precio. Este fue un escándalo muy sonado en los medios colombianos, pues ni el gobierno de Andrés Pastrana ni los coleccionistas locales quisieron comprarlas.

Por otra parte, un argumento recurrente de los museos internacionales para no devolver el patrimonio a sus países de origen (cuando este es producto del saqueo), es la presunción inexacta de que el patrimonio está más seguro en los museos europeos. En este sentido, Albert Berg (1825-1884) fue uno de los más excelsos dibujantes de la Comisión Corográfica (1850-1859), un intento republicano por cartografiar y representar el territorio y las gentes de Colombia. A su regreso al Viejo Mundo, Berg llevó consigo una gran parte de sus dibujos y pinturas. Según Giorgio Antei, la mayoría de ellos se perdieron bajo las bombas de la Segunda Guerra Mundial sobre la Galería Nacional de Berlín. Sobreviven en colecciones públicas de Berlín y Varsovia alrededor de treinta dibujos suyos, la gran mayoría ejecutados fuera de Colombia, y al parecer solo quedan dos óleos, uno de ellos el Volcán del Tolima (1855), pintado por encargo de Federico Guillermo IV. En Colombia no existen pinturas de Berg en ninguna colección conocida. Cuando en el 2011 apareció en Sotheby’s Londres una de sus pocas pinturas de temática colombiana, ninguna institución local decidió adquirirla.

Y siguiendo con el recuento de las destrucciones, la primera Balsa muisca, hallada en la Laguna de Siecha en 1856, fue llevada a Alemania en la década de 1880 con destino al Museo Etnológico de Berlín. Sin embargo, desapareció en un incendio en los depósitos del puerto de Bremen. Hay que decir que los inventarios actuales del Museo Nacional de Colombia, la Biblioteca Nacional, el Museo del Oro, la Biblioteca Luis Ángel Arango o la Colección de Arte del Banco presentan muy pocas pérdidas desde su creación. Tampoco hay registro de incendios o bombas sobre estas instituciones. Entonces, el argumento de la seguridad, además de relativo, es inexacto.

Y podríamos seguir el recuento: la extraordinaria biblioteca de Bernardo Mendel, la mayor colección de libros y documentos antiguos latinoamericanos, la más importante del mundo en su época, fue conformada en Bogotá y donada y vendida a The Lilly Library de la Universidad de Indiana en la década de los cincuenta, ante el silencio de la Biblioteca Nacional. Los retratos al natural de Simón Bolívar, por Francois Désire Roulin y José María Espinosa, fueron adquiridos por el venezolano Alfredo Boulton en 1960; dos armas usadas por Bolívar, obsequiadas por Manuelita Sáenz al británico Ricardo Illingworth en 1830, fueron vendidas en 1.687.000 dólares en Christie’s Nueva York en el 2004 a un coleccionista dominicano; un retrato de Antonio José de Sucre, elaborado por Francis Martin Drexel, fue subastado en Sotheby’s Nueva York en el 2005; las obras de Rómulo Rozo y Marco Ospina, elaboradas por los artistas durante su autoexilio, son conservadas por sus descendientes en México; las obras cumbre de Fernando Botero, Cámera degli sposi I (1958) y La apoteosis de Ramón Hoyos (1959), están en Estados Unidos; el archivo de manuscritos de Gabriel García Márquez está en México y las obras de Jesús María Zamora y Ricardo Borrero Álvarez, en colecciones de Norteamérica.

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La exportación de patrimonio cultural, las reclamaciones internacionales y las políticas de adquisición de los museos del mundo son temas centrales de la política cultural internacional. Aunque la discusión no ha llegado a Colombia con el ímpetu deseado, han surgido voces que claman por una mayor atención a estos asuntos. Las alarmas se han centrado en el patrimonio arqueológico. Sin embargo, numerosos objetos artísticos e históricos de la Colombia republicana y moderna circulan por el mercado internacional, de forma legítima o ilegítima, o pertenecen a museos extranjeros gracias al pillaje, ante la ausencia de una política de compras y repatriaciones.

En el terreno del patrimonio arqueológico han surgido grupos de presión en redes sociales. El artista Nadín Ospina ha liderado en Facebook y Avaaz varias iniciativas para la repatriación de las esculturas sustraídas por el arqueólogo alemán Konrad Theodor Preuss “entre 1913 y 1915”, conservadas por el Museo Etnológico de Berlín. Por su parte, los habitantes de San Agustín han apoyado la solicitud de repatriación enviando derechos de petición al Ministerio de Cultura y contactando autoridades alemanas. En entrevista, Ospina pide al gobierno nacional “iniciar los trámites de reclamación, establecer un inventario internacional de piezas, adelantar contactos oficiales y recurrir a las normas internacionales sobre patrimonio”. Sin embargo, en la nueva Política para la protección del patrimonio cultural mueble lanzada por el Ministerio de Cultura el pasado 26 de marzo, no aparecen por ningún lado los términos “reclamación”, “repatriación” o “exilio”.

A pesar de las bondades de la nueva política, esta no habla de repatriaciones por compra o vía diplomática, no reconoce los flujos naturales del mercado del arte (que tiende a comprar barato afuera y vender caro adentro, de modo que repatria obras por efecto de la creciente demanda interna) y desestimula la compra de objetos culturales colombianos en el exterior por parte del sector privado nacional, gracias a un párrafo que podría interpretarse incorrectamente. En efecto, en la página 108, el documento dice: “el PCMU [Patrimonio Cultural Mueble] y los BIC [Bienes de Interés Cultural] de propiedad privada pueden ser vendidos y comprados en el territorio nacional, mas no en el exterior”.

Para muchas personas, el texto no es claro. Como sabemos, la definición de PCMU es abierta, ya que incluye toda producción cultural colombiana, de cualquier época, desde una vasija tairona hasta una escultura de Doris Salcedo. Por el contrario, la definición de BIC es específica, se establece por declaratoria. Sin embargo, el párrafo mencionado de la nueva política parece concederle una misma restricción (de compra y venta en el mercado internacional) al PCMU y a los BIC de propiedad privada, lo que para algunos plantea una nueva disyuntiva: por un lado, ¿qué pasaría con el arte contemporáneo que califica como PCMU y necesita circular internacionalmente? Y, por otro, ¿significa que en adelante no podrán comprarse y repatriarse objetos culturales colombianos ofrecidos por el mercado internacional?

Contra este temor, Eugenia Serpa, coordinadora del Grupo de Bienes Culturales Muebles del Ministerio de Cultura, ha aclarado enfáticamente, en entrevista, que la restricción de exportación y venta en el mercado internacional solo aplica a los BIC, no a los PCMU, lo que no afecta la circulación de arte contemporáneo o las obras no declaradas como Bien de Interés Cultural. Según ella, “solo a aquellos bienes que se encuentran declarados mediante acto administrativo [como Bien de Interés Cultural] se les  aplica el Régimen Especial de Protección, bien sean de propiedad pública o privada”.

Con respecto a las repatriaciones, la situación parece más complicada. Según Serpa, “la política de protección del PCMU plantea diferentes estrategias entre las que está incluida la cooperación nacional e internacional, indispensables cuando se piensa en repatriar bienes culturales que han salido ilícitamente del país”. Sin embargo, según ella, para solicitar a una institución internacional o a un Estado la restitución de bienes patrimoniales es necesario preguntarse: “En el momento en que los bienes salieron, ¿cuál era la legislación vigente? ¿Lo hicieron con beneplácito de las autoridades competentes? ¿Colombia había acogido alguna de las convenciones internacionales que sirven como herramienta para este tipo de solicitudes, como la Convención de la Unesco de 1970? ¿El país en donde se encuentran los bienes hace parte de estas convenciones internacionales?”.

En contraposición, muchos coinciden en que la estrategia no puede ser homogénea, cada objeto tiene sus circunstancias. Muchas piezas han salido y están en manos privadas legalmente (como es el caso de las obras del barón Gros) y la única estrategia para recuperarlas es la compra, no la reclamación diplomática. También, según el investigador Álvaro Medina, valdría la pena establecer una ley de mecenazgo, como en el mundo anglosajón, que facilite las adquisiciones privadas, repatriaciones y donaciones al Estado. En otros casos, como afirma Nadín Ospina, algunas instituciones han manifestado extraoficialmente su voluntad de devolver lo robado. Todo esto lleva a que es necesaria la creación de una comisión de investigadores (con funciones de comité de adquisiciones), con un robusto presupuesto público, que establezca la situación histórica, patrimonial y legal de los bienes susceptibles de repatriación, ya sea por vía diplomática o por compra, y que revise periódicamente el mercado nacional e internacional, y adelante la adquisición o recuperación de objetos para museos públicos. De lo contrario, todo terminará en algún escritorio, entre derechos de petición y respuestas cancillerescas.

 

* Arquitecto y periodista