TIPO-ARCADIA
La cultura de cortar y pegar: múltiples sin originales
La segunda entrega de nuestro especial de tipografía, por Nicolás Consuegra.
Hace unas semanas pasó por nuestra capital el artista estadounidense Dan Graham. Los mensajes que circularon por las redes eran lacónicos. Su literatura preformateada no revelaba el motivo de su visita. El titular “Arte, arquitectura, espejos y videos” era una frase oscura para la conferencia de alguien tan versátil como Graham, quien se inició estableciendo parangones entre la serialidad impersonal del minimalismo, la masificación de la construcción en los suburbios norteamericanos y el lenguaje de las tecnologías de transmisión de la información.
Los pabellones, formato arquitectónico y caballito de batalla de Graham, han servido para reflexionar en torno a la definición hermética, totalitaria y heroica de la escultura en el espacio público, con una noción expandida y relacional que no oculta el entorno tecnócrata al que responde –de ahí la referencia a lo arquitectónico, lo especular y lo mediático de la frase promocional–.
La razón que disimulaba la información escrita la revelaban los componentes visuales del anuncio: ahí estaban los patrocinadores del evento (lo que llamamos sus logos, algo que daría para un artículo sobre el régimen visual de este asunto gráfico) y la escultura modelo que, podemos suponer, hará contrapunto con las torres Atrio, de Richard Rogers/Equipo Mazzanti, en Bogotá –un indicio de lo que está por verse en el plan del centro de la ciudad–.
Pareciera que en estos días la integración entre la escultura y la arquitectura debe superar los preceptos modernos, pues se sacrifica el sentido de lugar toda vez que se reprimen las necesidades sociales del contexto con un lenguaje universalista para beneficiar, de manera neutra, las nociones de espacio y escala de ambas disciplinas.
Fue una tendencia –señalada por Thierry de Duve en su análisis sobre la pérdida irreversible del sentido de lugar en la modernidad– emplazar, en plazoletas y antejardines de edificios, volúmenes que bien parecen logotipos extruidos o masas que distraen su enorme tamaño con artificios constructivos (piezas suspendidas o proyectadas, placas metálicas entorchadas, amarres con guayas, etc.); que, en definitiva, no los aligeran. Pero como esto lo saben los promotores y asesores del proyecto ya mencionado, no estaría bien una escultura de hierro oxidado, aluminio policromado, o remedo arqueológico, como las de aquellos baluartes de la escultura nacional que otrora nos enseñaron a apreciar. La tecnología eficiente de Rogers/Equipo Mazzanti, implícita desde el diseño y gestión de la construcción de estos rascacielos –que sí se terminarán a satisfacción–, hace un llamado a otra cosa: un elemento que se resista a la denominación escultura, arquitectura o mobiliario urbano. ¿Lo apreciaremos?
Mirtha Dermisache. Diario 1 Año 1. Impresión offset sobre papel (47 x 36,6 cm). Primera edición. Centro de Arte y Comunicación (CAyC), Buenos Aires, 1972.
América para los americanos
La obra temprana de Graham revela un espíritu experimental y una postura creativa no mediados por altos rubros de producción. En esa etapa se involucró, por ejemplo, con medios de reproducción gráfica para desarrollar proyectos que no solo interpelaban los modos tradicionales de hacer arte, sino que también se beneficiaban de su difusión.
Como afirma Ruth Blacksell, este periodo, entre mediados de los años sesenta y setenta, “se caracteriza por un cambio de la noción de arte como un objeto hacia la noción de arte como idea y, en particular, por cómo esto se manifestó en experimentos con los modos en que la idea podría ser implementada conceptualmente a través del lenguaje, en lugar de perceptualmente a través de la visión”. Era una manera diferente de entender al espectador, hasta el momento una entidad pasiva, de quien no se esperaba una relación activa con el arte que enfrentaba ni cuestionamientos críticos sobre las condiciones políticas, económicas, sociales y culturales del contexto en que este se presentaba.
Dan Graham fue particularmente sensible al involucrarse con el lenguaje del diseño y discriminar la naturaleza del medio en el que se reproduce. En sus contribuciones a revistas y periódicos de diverso contenido –desde informativo, crítico y experimental (Arts Magazine, Interfunktionen, Aspen, End Moments, Art & Language) hasta revistas de moda como Harper’s Bazaar y tabloides pornográficos como Screw– aprovechó el sistema de lo gráfico para generar anuncios con los que indagó sobre los parámetros semánticos, visuales y conceptuales del material publicable y del resultado creativo una vez era producido y/o diagramado.
Homes for America es una de las publicaciones más recordadas de Graham. Editada once veces entre 1966 y 1978, e incluso presentada como una proyección de diapositivas, es un ensayo fotográfico que puede ser entendido como un contrapunto al trabajo de Walker Evans, quien registró profusamente la cultura urbana y suburbana estadounidense. Hace bien recordar el aporte de Evans para la revista Fortune, por ejemplo, un artículo de abril de 1946 titulado “Homes of Americans”, escrito por Wilder Hobson e ilustrado con fotos suyas. Lo que en principio sugería ser un estudio de viviendas se puede entender como una pieza “protoconceptual”, como lo propone David Campany, en que el ordenamiento de las imágenes es una apuesta sugerente que responde a la lógica del impreso y a las ambigüedades del documento fotográfico.
Volviendo a Homes for America, Graham plantea una reflexión sobre los métodos constructivos y estéticos aplicados en la arquitectura de posguerra en América del Norte (implementación de tecnologías de prefabricación para satisfacer la demanda masiva de vivienda, fórmulas para permutar las composiciones en el aspecto serial de las fachadas, etc.). Hay, también, una suerte de pulla al regionalismo acrítico de la arquitectura doméstica en esas latitudes, que no considera las particularidades del contexto en donde se emplaza y en que sus futuros usuarios están fuera de las decisiones que se toman para desarrollar y finalizar dichos desarrollos inmobiliarios.
Es curioso que, a pesar de la perspectiva crítica de sus contenidos, Graham no pudiera negociar las decisiones gráficas implementadas en la primera edición de Homes for America. Su diseño inicial fue reajustado en su diagramación para comenzar al final de otro artículo que terminaba en una página anterior. Homes for America fue un “título genérico” (palabras de Graham) propuesto por los editores de la revista Arts Magazine, así como el subtítulo Early 20th-Century Possessable House to the Quasi-Discrete Cell of ’66. Las imágenes entregadas por Graham, excepto una tomada de un brochure inmobiliario de una casa-tipo en Florida (The Serenade, Cape Coral Homes), fueron reemplazadas por una fotografía de casas en hilera (tract housing) de Walker Evans. En las siguientes versiones de Homes for America, Graham tomó más control del resultado gráfico, aunque el título impuesto persistió.
Bernardo Salcedo, Portrait of a Photo. Arte final para ser reproducido en heliografía por el Centro de Arte y Comunicación (CAyC) para la exposición "Hacia un perfil del arte Latinoamericano" —organizada por Jorge Glusberg y presentada por primera vez en 1972 en la Tercera Bienal Coltejer en Medellín—. Los artistas fueron convocados a diseñar obras ajustándose a las medidas de una hoja estandarizada por las normas IRAM (Instituto Argentino de Racionalización de Materiales: 59,5 x 84 cm). Con estas matrices, se realizaron copias heliográficas, permitiendo que fueran exhibidas simultáneamente en diferentes lugares.
Lenguaje para ser visto, cosas para ser leídas
El diseño se nutre de las artes visuales tanto como las artes visuales se nutren del diseño. Aun cuando esta relación sea hoy más aceptada, es preciso reconocer de qué manera (y a qué nivel) ambas disciplinas se complementan para interpelar normas lingüísticas, visuales y culturales establecidas.
La independencia e integridad de los medios de expresión, tan defendida por la crítica de la segunda mitad del siglo XX, no contribuye a una relación fluida entre las artes visuales y los medios de producción y comunicación (lugar en que habita el diseño). Por el contrario, refuerza la diferencia entre la autonomía artística (emancipada de la realidad social, concentrada en las exploraciones autorreferenciales de cada medio de expresión y fiel a su búsqueda de una realidad divorciada del ilusionismo y lo funcional) y la instrumentalización de las expresiones creativas por diferentes ideologías políticas, la tecnología y la producción industrial.
Sea cual sea el argumento para separar las artes visuales de lo que –peyorativamente– se define como masivo, comercial y facsimilar, o, en un sentido contrario, de lo carente de una lógica funcional o del alcance a un público amplio –al ser el arte un producto obscuro y elitista–, existen convergencias entre ambas disciplinas en las que se manifiesta que sus búsquedas han seguido caminos similares.
Podemos reconocer situaciones en que las artes visuales se han aproximado al diseño, y viceversa, en un proceso de democratización de la cultura en que las diferencias de clase (origen) y riqueza (poder) trascienden a discusiones en torno a la identidad. Y la identidad se construye a partir de las fricciones entre lo local y lo global, y entre los constructos hegemónicos imperantes y la voz de fracciones de la sociedad que responden a su alienación. Pero, valga la pena decirlo –y no por confundir al lector–, con una transdisciplinariedad acrítica se desdibuja el campo de acción del arte y del diseño (y de tantas otras disciplinas afines), y se hace difusa la diferencia entre producción y consumo, cultura y mercadeo.
Dos ejemplos singulares en esa historia compartida entre arte y diseño son el estilo art nouveau y el collage. En el primer caso, este movimiento “paneuropeo” –según Hal Foster– intentó consolidar las artes visuales, decorativas y la arquitectura en una suerte de obra de arte total. En ella el diseñador/artista se “esforzaba por dejar la impronta de su subjetividad en todo tipo de objetos a través de un lenguaje vitalista” en que las formas orgánicas en primer plano podían resistir al “avance de la reificación industrial” y la estética armamentista. Pese a que la vida del nouveau fue corta, ha sido perdurable su impronta en la búsqueda de una mayor plasticidad en nuevas técnicas de construcción (hierro y concreto reforzado) y en la insistencia (excesiva e inútil para duros críticos como Adolf Loos) por la personalización del ámbito privado del individuo.
El collage, por su parte, es una expresión que cambió para siempre la manera de representar la realidad (real y pictórica), a la vez que logró diseccionar y componer, en una nueva matriz visual, la información que provenía de las noticias, el mundo de las artes aplicadas y la música. Con el collage, artistas como Pablo Picasso o Georges Braque respondieron, en su momento, al “desorden” de la información de los periódicos que, como bien lo señala Rosalind Krauss, cumple con el propósito de “desorganizar el espacio de la narrativa de la historia y la memoria para vender noticias como un tipo de distracción”. Con el collage se compone un nuevo sistema de relaciones de la información que sintetiza la experiencia social del artista: en Hombre con sombrero y violín (1912), de Picasso, podemos ver referencias a la inestabilidad geopolítica de los Balcanes o al levantamiento de mineros franceses; extractos de una novela seriada o la historia trágica de un hombre que se suicida por un amor no correspondido.
Parte de lo inquietante de los collages de esta época es que manifiestan una interacción “plástica” con elementos que no eran esenciales para la expresión artística. Gracias a una técnica de montaje en que colapsa la sensación de profundidad visual, y convergen diversas fuentes de información, podemos aceptar, como constitutivos de una obra, elementos como la tipografía, que se modula finamente entre titulares de primer, segundo y tercer nivel o a través del texto de corrido de una columna –parte esencial de la arquitectura de un medio impreso como el periódico–.
Además, la conciencia del revés del sustrato de impresión, en palabras de Krauss, es una dimensión que rebate la frontalidad pictórica y nos pone en contacto con una narrativa textual y visual que no responde necesariamente a una lectura lineal. Su arbitrariedad, por el contrario, genera asociaciones que rompen con nuestro modo habitual de leer la realidad.
This is a mirror, you are a written sentence
Toda pintura es un texto, afirmó el artista Guy de Cointet, y esa frase se refleja en la manera como él se aproxima a los objetos de utilería que ambientan sus inquietantes obras teatrales –una combinación entre teoría de representación visual y diálogos que deconstruyen los parlamentos de la información radial que le gustaba escuchar aleatoriamente–. Pero ¿no es la frase de De Cointet una referencia directa a los planteamientos incorporados por René Magritte en una obra como La traición de las imágenes? Ya lo había enunciado Michel Foucault cuando planteó que Esto no es una pipa es un ideograma deshecho (desentrañado), cuya frase escrita tuvo antes la forma visual del objeto que describe.
Lo que vemos representado es una tautología en que pronombre (esto) e imagen (pipa) son lo mismo (ninguno es el objeto real), y la frase que leemos es una representación visual de una frase. Es un juego de equivalencias que no solo nos transfiere el bagaje de las exploraciones de poetas, como Stéphane Mallarmé, que estallaron la matriz tipográfica para generar composiciones que no obedecen a la lectura convencional de un texto, sino que anticipa obras como las de Marcel Broodthaers, quien reprodujo uno de los poemas de Mallarmé, “Un coup de dés jamais n’abolira le hasard”, como una estructura no sintáctica para manifestar su valor concreto, visible, y casi táctil.
En esta misma línea están los trabajos de Mirtha Dermisache: el lenguaje discernible deviene en signos libres (asémicos) y se pierde la idea binaria de significante y significado. Su trabajo fue planteado con la intención de circular fuera de los espacios convencionales de exhibición (no como piezas únicas para enmarcar, sino como impresos que debían ofrecerse a bajo precio en librerías, o aportes a publicaciones seriadas), y a manera de respuesta a las condiciones de represión y censura de la dictadura militar en Argentina. Como complemento al trabajo de Dermisache, las estrategias del Grupo de Artistas de Vanguardia (también en Argentina) son notables en cuanto a sus operaciones. Conformado por artistas, periodistas y sociólogos de Buenos Aires, Rosario y Santa Fe, este colectivo logró filtrar en los medios periodísticos la información que estos últimos evitaban publicar para ocultar la crisis social en la provincia de Tucumán –consecuencia de la opresión económica de esa región causada por un plan de desarrollo ejecutado por el régimen de Juan Carlos Onganía–. La maniobra de este grupo es el resultado –según Stephen Zepke en su análisis del readymade a la luz de la perspectiva no vanguardista de Félix Guattari– de una implementación de estrategias estéticas cuyas pulsiones políticas (afectos, según Guattari) partieron desde la práctica artística para generar una reacción revolucionaria colectiva que no surgió de un rechazo del producto artístico en favor de la denuncia política.
La ética en la circulación del trabajo de Dermisache o del Grupo de Artistas de Vanguardia sirve para volver a Graham. La poco afortunada interpretación de Homes for America en Arts Magazine en 1966 lo llevó a producir una impresión litográfica aclaratoria que se confundía con el impreso de la revista. Esto permitió que el sistema del arte absorbiera la publicación de Graham dentro de un esquema expositivo convencional y que sus referencias visuales circularan como fotografías discretas de autor. En palabras de David Campany, “por estos días, el trabajo de Graham aparece en casi todas las antologías del arte de posguerra”, mientras que los “hogares” publicados en la revista Fortune no. Pareciera que la fotografía vertida en una revista no tuviera el mismo valor de la fotografía de museo. Y los artículos viejos se olvidan.
Fotocopias y mensajes de texto
A mediados de los años ochenta, y como contrapunto a los artistas que utilizan los medios de reproducción para la difusión de sus obras, Richard Prince comenzó a incorporar, con técnicas de fotocomposición, elementos que extraía de magazines de cultura popular para generar obras artísticas que eran construidas esencialmente. Sus hoy populares gangs (un término que sugiere agrupación musical y pandilla) partían de una técnica análoga con que se ensamblaban múltiples fotogramas de una película para positivar, al mismo tiempo, un conjunto de imágenes.
Las refotografías de Prince, que reconfiguraban el contenido visual planteado por anuncios publicitarios (Marlboro, Trix, Kool-Aid, etc.), son un referente indispensable en el análisis de una generación de artistas que, influenciados por teorías afines a la crítica literaria, reformularon los principios establecidos de autoría y genialidad artística tan elevados por el expresionismo abstracto y la abstracción pospictórica.
A finales de los años setenta, Prince trabajó en Time Life en un oficio que hoy parece sacado del imaginario de Melville: recortando editoriales e imágenes de medios impresos para ser reprocesados por escritores del staff. Los recortes no utilizados eran clasificados oficialmente por Prince como “entradas sin autor”; no obstante, el artista los almacenó paralelamente por categorías puntuales para luego refotografiarlos y presentarlos como obras artísticas que indagaban sobre el hecho y las consecuencias culturales, sociales y políticas de producir una imagen.
Sus posteriores pinturas de chistes son obras que combinan las estrategias de reproducción del pop, el arte conceptual e incluso del expresionismo abstracto, y son un engendro que instiga la seriedad “filosófica” del arte conceptual, la apología del consumo del arte pop o el triunfo de la pintura mediante el uso de elementos que, en principio, no circulan en el sistema artístico, sino en el campo editorial. Las fuentes que Prince recicla, y el modo en que las pone a dialogar, revierten los cánones establecidos del arte “culto” de acuerdo con una lógica de masas en que se exacerban las representaciones de sexualidad, clase y raza.
El caso de Prince no es lejano de las experiencias de otra artista que surgió también del mundo del diseño gráfico y la publicidad: Barbara Kruger, quien poco después de estudiar ambas disciplinas en Parsons, con profesores como la fotógrafa Diane Arbus y Marvin Israel (este último director artístico de Harper’s Bazaar), empezó a trabajar para la multinacional de publicaciones Condé Nast.
La trayectoria de Kruger es interesante en cuanto a sus cambios. Comenzó con grandes obras tejidas que desafiaban las diferencias entre el arte y la artesanía, a la vez que exploraban relaciones entre creatividad y género; pero luego tuvo un hiato creativo para dedicarse a la docencia, lo que le permitió informarse teóricamente y prepararse para un siguiente paso como fotógrafa y escritora de Picture/Readings, una publicación que anticipó el manejo de contenidos de su trabajo futuro. Estas pausas activas –aunque no siempre fáciles– son un momento de reflexión indispensable para que un artista pueda entender la razón y el alcance de los medios que involucra en sus obras, así como el diálogo crítico que establece con los contenidos que incorpora.
Jenny Holzer, por ejemplo, se formó en pintura, pero abandonó la imagen cuando fue aceptada en el Independent Study Program del Museo Whitney, donde empezó a concentrarse en el contenido de mensajes textuales con los que respondió a la densa bibliografía que leía en el I. S. P. Truisms, un conjunto de carteles montados en Times (itálica) y mayúsculas sostenidas que Holzer pegaba en el bajo Manhattan a finales de los años setenta; es una serie de aforismos ordenados alfabéticamente con que respondía a los sesgos en el manejo de la información de los medios masivos. Sus mensajes, que bien podían leerse como contradictorios y dichos por una voz que no identificamos, revelaban la falsa homogeneidad de la información pública, cuya intromisión no solo sucede en el espacio físico, sino también en el lenguaje.
Con el rótulo de artistas que hacen libros podemos referirnos a un puñado de creadores que han trabajado en la sombra –en agencias de publicidad, editoriales, productoras audiovisuales y en la academia– y que han llevado estas experiencias a sus operaciones artísticas. Ed Ruscha, por ejemplo, con las publicaciones Twentysix Gasoline Stations o Every Building on the Sunset Strip, entre otras, abrió el camino hacia una reflexión que cuestionaba, como afirma Jeff Wall, “las técnicas y habilidades más íntimamente identificadas con la fotografía”, reconociendo en la imagen no artística (piénsese en los brochures comerciales o los anuncios de finca raíz) un lenguaje que se menospreciaba por su falta de virtuosismo o rigurosidad.
Learning from Las Vegas (Robert Venturi, Denise Scott Brown y Steven Izenour) es una de las referencias más notables sobre la influencia de los libros de Ruscha; no solo le da el crédito explícitamente, sino también incorpora las tomas genéricas a modo de friso para revelar la idiosincrasia de un sistema urbano que estaba siendo descubierto (teóricamente) en esa erzatz architecture del espectáculo.
Es mediante el interés por el funcionalismo vernáculo, por la dimensión monumental de los anuncios publicitarios que intimidan a las construcciones de verdad y por las topografías que impone la economía de servicios, que inició una reflexión –en la teoría y en la práctica– sobre un modelo de vida que imponía el mundo corporativo en la década de los sesenta, y que difería del sistema de producción, distribución y desarrollo empresarial en la posguerra.
Colombia es coca, no cola
En el contexto colombiano, artistas como Bernardo Salcedo y Antonio Caro fueron creativos de agencias de publicidad glocales (Leo Burnett y Gentes), lo cual se percibe en trabajos en que se libera el signo (semántico y gestual) para generar relaciones polivalentes que responden críticamente al medio y su masaje.
Salcedo aún nos sorprende con las relaciones que establece en piezas que cuestionan la hegemonía de la imagen. Bien lo dice Walter Benjamin cuando afirma que la cámara, que se hace cada vez más pequeña, “está más dispuesta a fijar imágenes fugaces y secretas cuyo shock suspende el mecanismo de asociación en quien las contempla. En este momento debe intervenir la leyenda (pie de foto), que incorpora a la fotografía en la descripción literaria de todas las relaciones de la vida, y sin la cual toda construcción fotográfica se queda en aproximaciones”.
En Retrato de una foto, Salcedo reúne una serie de personajes memorables en una imagen que nunca existió. A la manera de un telegrama que reporta las personalidades presentes en tan extraña reunión, se nos induce, como lectores, a componer una escena que, aunque es históricamente coherente, no encaja: la fría tensión que podemos intuir entre los líderes políticos que reúne (Brézhnev, Nixon, Mao) es quizás mitigada por la presencia de otros, entre solemne (Pablo VI) y folclórica (la duquesa de Windsor, Cantinflas y Pelé).
Otra obra quizás más conocida es Primera lección, un conjunto de cinco vallas blancas impresas en negro, en las que se alude, como afirmó Jaime Cerón en el número cien de esta revista, a la desaparición paulatina de los símbolos que componen el escudo de Colombia, “hasta el punto de que el mismo escudo desaparece”. Esta pieza, que se mostró inicialmente en la Bienal de Artes Gráficas de Cali en 1973, estaba concebida para ser instalada por partes en el recinto expositivo “para que los espectadores las fueran descubriendo a medida que recorrieran la exposición”. Por motivos de montaje, Primera lección se presentó como un conjunto y “solo pudo ser exhibida de la manera en que Salcedo lo propuso en 2002, en el marco de la VIII Bienal de Arte de Bogotá”.
Estos ejemplos de Salcedo son singulares, toda vez que traen a colación los planteamientos de Benjamin Buchloh sobre cómo el arte conceptual se distanció del modelo lingüístico estructuralista hacia una espacialización del lenguaje y una temporalización de lo visual que interpela un constructo cultural (la autoría), y cómo este se desplaza a la actividad del lector/receptor/espectador, quien es fundamental para completar una obra –una creación que existe en cuanto es una reproducción–.
Caro se refiere a Salcedo como su maestro, en una escuela de la vida en que aprendió a mirar los textos y a leer las cosas. Cuando recortó las siluetas de unos tigres de papel para instalarlos en el Museo de Arte Moderno en su sede del Planetario Distrital en 1972, junto a un letrero que redunda en lo obvio, podemos recordar la operación que sugiere Foucault en cuanto a Magritte, solo que hay algo por agregar: aquellas letras de Caro tienen una inflexión que no solo amplifica el mensaje (una afrenta de pancarta al avance del imperialismo), sino que su economía se olvida de la arquitectura educada de la letra, para dar paso a un sistema igualitario que cualquier persona puede replicar.
Antonio Caro. El imperialismo es un tigre de papel (1972). Foto: Archivo Antonio Caro
A diferencia de Magritte, el espacio donde se inserta inicialmente este mensaje no es cualquier lugar. Es un lugar de tránsito (un no-lugar), ni adentro ni afuera de la sala de exposición. El imperialismo es un tigre de papel es una suerte de gancho publicitario para llamar la atención de una muestra titulada Nombres nuevos en el arte en Colombia, que curó Eduardo Serrano en 1972, en una de las diversas sedes temporales del Museo de Arte Moderno de Bogotá y que dio paso (o espacio) a la sede de la Galería Santa Fe en el Planetario de Bogotá.
Con Caro, a diferencia de Salcedo, encontramos una sensibilidad particular a esas letras que estaban fuera del sistema de circulación tipográfico, mucho antes de la sistematización de las fuentes tipográficas digitales que cualquiera de nosotros puede cambiar a voluntad en el menú de un programa de edición. Durante aquella época en Colombia estaban disponibles pocas fuentes para el levantamiento de texto en fotocomposición: Bodoni, Garamond o Baskerville, para los clásicos y conservadores; Helvetica, Futura y Univers, para los modernos; Cooper Black quizás, para los más gogós. Caro responde por crítica –o suspicacia– a este esquema y traza sus propias letras para que habiten en varias de sus obras textuales.
Lo singular de esta operación es que no son fuentes predeterminadas según veremos en el arte conceptual canónico, que se interesaba por reproducir el espíritu mismo de los sistemas que interpelaba, piénsese en esa estética de la información/administración en el trabajo de artistas como Hans Haacke, Douglas Huebler, Mary Kelly, Cildo Meireles, Luis Camnitzer, entre otros, quienes examinan ese racionalismo burocrático que instrumentaliza los medios de expresión para simular imparcialidad y objetividad de cara a la opinión pública.
Como sucede con artistas desobedientes como Hélio Oiticica, de quien poco se analizan sus exploraciones tipográficas, Caro genera una deriva interesante que sitúa localmente el mensaje tipográfico en el arte como idea, y es a través de su estética económica que traza un camino alterno para que sus contenidos sean leídos, no con la etiqueta sans serif como sucede con Salcedo, sino con una apuesta en que su forma responde a la serie de hechos sociales que motivaron a Caro a trazarlas.
Hoy en día, el diseño, quizás por ser ya un término tan flexible en el argot popular, o porque se ha infiltrado en todos los ámbitos de nuestra vida, pierde la especificidad de los componentes que lo constituyen y/o definen como disciplina. Y es mediante una conciencia crítica hacia el diseño que podemos –algunas veces– descifrar la información que se hace pública, o el modo en que los objetos interfieren en la manera como nos desenvolvemos socialmente.
Según lo plantea Marina Vishmidt, quien se ha concentrado en la relación entre el arte, el trabajo y los modos de intercambio, paralelamente al proceso en que el arte conceptual hizo porosa la división entre el arte y las ciencias sociales, la penetración del diseño en todas las áreas del conocimiento hizo que la retórica de forma y función deviniera obsoleta, toda vez que sus atributos, consolidados como fuertes y perdurables, fueron sucedidos por contenidos ocultos, anónimos, y por las falsas réplicas –una consecuencia del sistema de información e intercambio de la globalización económica y de la capacidad del capitalismo por regenerarse de manera dinámica–.
Un sistema de información es, recordando las ideas de Allan Sekula, el intercambio de conocimiento entre distintas partes. Este intercambio, que genera un discurso, está mediado por agencias (políticas, económicas, culturales, etc.) que ponen a prueba la comunicación, y son los medios masivos que tales agencias implementan los que contribuyen a moldear nuestras experiencias al envolver los mensajes con formas que oscilan entre lo familiar y lo desconocido: como los proyectos más recientes de Graham, que, a medio camino entre la arquitectura y la escultura, manifiestan, como lo afirma De Duve, que “el aquí del espectador no es nunca un lugar […], es un allá para otro espectador que observa, o un espacio reducido por sus propios reflejos”.
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El estudio de diseño tangrama prepara cuatro fuentes tipográficas de uso gratuito para el mes de octubre, inspiradas en las obras del artista visual Antonio Caro: El imperialismo es un tigre de papel (1972). Aquí no cabe el arte (1972), y Homenaje a Manuel Quintín Lame (1972). Los glifos están basados en Defienda su talento (1977) y Maíz (1981), e Imperialismo.