Arte y arquitectura en el Premio Luis Caballero
La transición
Una mirada del crítico de arte Halim Badawi al Premio Luis Caballero, que acaba de concederse.
Hace pocos días cerró la séptima edición del Premio Luis Caballero, tal vez el más importante certamen del arte contemporáneo en Colombia. Uno de los sucesos más tristes vinculados a la historia reciente del Premio está relacionado con el cierre, en el 2012, de la antigua sede de la Galería Santa Fe en el Planetario Distrital, en donde se llevaba a cabo. El lugar fue convertido en Museo del Espacio y la Galería fue trasladada a una pequeña sede transitoria en el barrio Teusaquillo, una vieja casona de estilo tudor inglés sin la infraestructura necesaria para albergar exposiciones de magnitud. Un aparente tiro de gracia al Caballero.
Pero, hay que decirlo, la antigua sede del Premio tampoco estaba en condiciones. El viejo edificio del Planetario (1969) es una construcción de planta circular, recorrido en espiral y muros curvos. Su espacio expositivo parecía una versión a escala del Museo Guggenheim (1959) de Nueva York, del arquitecto Frank Lloyd Wright, un edificio duramente criticado por sus problemas funcionales en la exhibición de arte moderno, problemas que parecían trasladarse maximizados a la arquitectura de la antigua Galería Santa Fe. Aunque los muros circulares tenían un potente efecto en fachada, la disposición de pinturas cuadradas en muros curvos generaba problemas de montaje y distorsiones en el espacio y en la apreciación de las obras.
La transición del Premio entre dos edificios inútiles parecía augurar su desaparición definitiva. Sin embargo, aunque parezca contradictorio, esta difícil circunstancia terminó convirtiéndose en su única posibilidad de transformación y supervivencia. La nostalgia por el antiguo espacio se ha hecho sentir en la voz de algunos críticos que han clamado por su retorno. Otras voces han clamado por la construcción o habilitación de un edificio para el Premio. Por su parte, las directivas optaron por la decisión más estimulante, aunque por desgracia coyuntural: instalar las obras de los ocho artistas participantes en ocho edificios de Bogotá. Esta decisión permitió acercar el Premio a la ciudad y poner las obras de los artistas en diálogo con sus habitantes, tradiciones, lugares y arquitecturas. La democratización real del ensimismado certamen no empezó por su regionalización, empezó por su apertura a la ciudad que lo mantiene y alberga.
Los artistas nominados realizaron proyectos en distintos espacios arquitectónicos: Mariana Varela (Fracturas) en el Centro de Creación Contemporánea Textura, Fredy Alzate (Quinta fachada) en el Museo de Arquitectura Leopoldo Rother, María Adelaida López (La casa de los reyes) en la sede temporal de la Galería Santa Fe, José Alejandro Restrepo (Ejercicios espirituales) en la Casa del Teatro Nacional, Consuelo Gómez (Mesa franca) en la Plaza de Mercado de Las Cruces, Manuel Quintero (Dromos) en el Archivo de Bogotá, Carlos Castro (Belleza accidental) en el Museo Santa Clara y Sergio Giraldo (Espacios imperceptibles) en el Museo de Arte Moderno de Bogotá.
Apropiarse de la arquitectura
Una de las discusiones en torno a la última versión del Premio, ha estado relacionada con el hecho de que algunas obras participantes “no se apropian” o “no establecen diálogos” contundentes con los espacios arquitectónicos, lo que se supone era un elemento fundamental de la convocatoria. En este sentido, vale la pena anotar que hay muchas formas de apropiarse físicamente de los espacios. La más obvia es invadiéndolos, adueñándose de ellos en forma maximalista o estableciendo jerarquías por tamaño de los objetos frente al espacio. Sin embargo, hay formas más sutiles como incorporar y empoderar las obras estableciendo relaciones con los elementos arquitectónicos que las rodean, asimilando suavemente de la arquitectura sus ritmos, repeticiones, jerarquías, contrastes, similitudes, ejes, simetrías, asimetrías o proporciones.
En el marco del Premio, el artista bogotano Carlos Castro intervino el Museo de Santa Clara, una antigua iglesia barroca (convertida en museo desde 1983) construida en el centro de Santa Fe en 1647. La intervención de Castro operó en tres zonas distintas de la nave central de la iglesia y, en su integración con el espacio, se valió de la utilización de contrastes, ejes, simetrías y jerarquías. En la primera zona, conexa a la entrada, a la mejor manera dadá, Castro ubicó un inesperado carro de policía con las luces encendidas, plenamente vigilantes, situado en el mismo eje de poder generado por una pintura colonial de Cristo crucificado, que está ubicada encima del vehículo, en el centro de la bóveda de la nave principal de la iglesia.
Dentro del carro, a la manera de una minuciosa casa de muñecas holandesa del siglo XVII, el artista recreó una pequeña iglesia barroca en la que se escuchan cánticos militares y religiosos. La presencia de un objeto dentro del otro parece recordar el universo estrecho de las tradiciones, una imagen que repite su reflejo infinitamente ante dos espejos enfrentados, una concepción de las cosas que no distingue entre lo cuántico y lo cósmico, las sucesivas capas de profundidad de un sueño en el cual parece adormecida la sociedad. Esta obra se apropia mejor que ninguna otra del espacio. La hermosa mole de la iglesia, con todos sus objetos y tradiciones, queda reducida a ser una nueva cáscara en el teatro del artista.
El vehículo no da la espalda al altar, prefiere observarlo piadoso. La ubicación estratégica de la patrulla en este eje potencia el sentido crítico y el poder simbólico de la escena, apuntando al papel de la Iglesia y la Policía como perennes instrumentos de control y dominación. Sin embargo, el papel regulador de ambas instituciones parece perder poder y mostrar su otro rostro cuando el espectador pasa a la siguiente obra, Potencias (2013), ubicada en la zona central de la nave de la iglesia. En esta, una serie de cuchillos decomisados por la Policía en el barrio Los Mártires (sector vecino a la zona desde donde se ejerce el vigilar y castigar de Colombia), giran en una hechiza máquina de música que reproduce melodías religiosas. Seguramente, el título de la obra hace referencia a las potencias en plata que coronan las imágenes coloniales de Cristo. En la obra de Castro, las resplandecientes potencias aparecen convertidas en puñales para matar, la fría música esconde un trasfondo oscuro y entreverado, el entrelíneas de las tradiciones más arraigadas. En una tercera zona, en línea recta con la patrulla, en el altar desde donde el sacerdote oficiaba misa, Castro dispuso la escultura Hijo de Dios (2013), en la que el esqueleto de un hombre aparece animalizado.
Por desgracia, la intervención de Carlos Castro no resultó premiada. Una intervención que, en una relativa sobriedad, se resiste a los barroquismos exagerados o aspavientos psicológicos, en los que hubiera podido caer por el enorme peso del espacio. Solo nos queda seguir su invitación a inventar nuevas tradiciones, a escapar de nuestro reflejo infinito en los dos espejos enfrentados, a romper ese viejo retrato de familia que ha marcado indeleblemente nuestra historia.
*Imagénes: Óscar Monsalve/ IDARTES.