El nuevo Salón (inter) Nacional de Artistas

Bueno conocido, bueno por conocer

El crítico de arte Halim Badawi visitó el Salón (inter) Nacional de Artistas, que tiene lugar en Medellín hasta el 3 de noviembre. Aquí, su veredicto.

Halim Badawi. Bogotá.
18 de octubre de 2013
"Eva" (2013) de Delcy Morelos, exhibida en el Edificio Antioquia, especialmente recuperado para albergar al Salón. Tomada Alejandro Arango

Bastante polémica ha despertado la nueva versión del Salón Nacional de Artistas, abierto en Medellín hasta el próximo 3 de noviembre. Artistas y críticos han discutido el nuevo modelo del Salón, que amplía la participación de artistas internacionales, bienaliza el certamen y escinde al Salón Nacional de los Salones Regionales, que tradicionalmente servían de antesala. Algunos han planteado la necesidad de retornar al antiguo modelo de jurados y premios, otros prefieren profundizar en el actual modelo de curadores y exposiciones. Pero, más allá de las polémicas que, desde siempre, han constituido el soplo de vida del Salón, ¿qué trae de nuevo esta versión? ¿Cómo está estructurada curatorialmente? ¿Qué artistas incluye?

Un poco de historia

El Salón Nacional de Artistas es la institución superviviente más antigua del arte moderno colombiano. El primer Salón, realizado en 1940 por decisión del presidente de la República Eduardo Santos y su ministro de Educación Jorge Eliécer Gaitán, antecede a las fundaciones de los primeros museos de arte moderno del país, ocurridas durante las décadas de 1950 y 1960 (el Museo La Tertulia de Cali fue fundado en 1956 y el Museo de Arte Moderno de Bogotá en 1963). Así mismo, el Salón apareció en escena antes de la consolidación del mercado del arte nacional, cuyas galerías prototipo (Galerías de Arte S.A., El Callejón y Buchholz) irrumpieron en el panorama local en 1948 y 1951, respectivamente.

En el contexto internacional, guardando las proporciones, el nacimiento del Salón Nacional ocurrió tan solo once años después de la fundación del Museo de Arte Moderno de Nueva York (1929) y antecedió (desde luego, con radios de acción distintos) a otros eventos fundamentales del arte moderno y contemporáneo internacional, como la Bienal de São Paulo (1951), la documenta de Kassel (1955), la Bienal de París (1959) y la Bienal de La Habana (1984).

Aunque en principio el Salón surgió como espacio abierto a todas las tendencias artísticas, rápidamente se convirtió en guardián e impulsor de las prácticas artísticas más actuales; una institución de la modernidad construida en contraposición a los viejos salones parisinos de finales del siglo XIX (de los cuales apenas retomaba el nombre), viejos salones cargados con la tradicional connotación oficialista y academicista, una carga contra la que lucharon los artistas fundadores de la modernidad internacional.

A diferencia del tradicional salón europeo, el Salón Nacional fue consciente de su papel de garante de la modernidad, papel que, en algunos momentos, se convirtió en un acto consciente y decidido, como cuando pasó a denominarse Salón Nacional de Arte Moderno (1949), una actitud que lo acercaba más, desde un contexto local, a eventos de vanguardia como la Exhibición Internacional de Arte Moderno de Nueva York (existente desde 1913) o a la Semana de Arte Moderno de São Paulo (1922).

Por los salones nacionales de la década de 1940 pasaron Débora Arango, Carlos Correa y Enrique Grau. En los años cincuenta y sesenta pasaron Eduardo Ramírez Villamizar, Édgar Negret, Fernando Botero, Alejandro Obregón, Beatriz Daza, Norman Mejía, Beatriz González, Álvaro Barrios, Luis Caballero y Feliza Bursztyn. También estuvieron en calidad de participantes o jurados otros artistas menos conocidos, pero de importancia capital, como Alberto Arboleda, Alicia Tafur o Pablo Solano. En otras palabras, por los salones han pasado todos los que han hecho parte de la historia del arte moderno colombiano, tanto en su versión canónica como apócrifa.

Así mismo, en los debates críticos suscitados participaron, dentro de una larga nómina, Eugenio Barney Cabrera, Marta Traba, Clemente Airó, Casimiro Eiger, Gabriel Giraldo Jaramillo, Francisco Gil Tovar y Walter Engel. A todos los niveles, el Salón Nacional constituyó un imprescindible escenario de debate entre todo tipo de ideologías, tendencias, estrategias y visiones plásticas. Un escenario que permitía la confrontación intelectual en un país cegado por una histórica y violenta confrontación armada, una especie de campo neutral que, lejos de las presiones más voraces del mercado internacional del arte, permitió la configuración gradual de la enorme potencia y singularidad del arte colombiano de nuestra época.

Entonces ¿cómo ha logrado sobrevivir este demiurgo del arte actual colombiano? Su existencia ha sido posible gracias a su capacidad de generar crítica y, a partir de ella, transformarse a sí mismo. La crítica es su soplo de vida, y, como es costumbre, la nueva versión no ha estado exenta de ella. Un mes antes de la apertura al público, el artista colombiano Nadín Ospina abrió el debate en Esfera Pública, una página de crítica en línea, al publicar su artículo “Algunos cuestionamientos al Salón (inter) Nacional de Artistas”, en el que pone en entredicho la internacionalización del Salón, la ausencia de homenajes a artistas fallecidos, la poca representatividad de los invitados en términos de edad y procedencia geográfica, y la estructura de las convocatorias curatoriales.

Otras críticas apuntaron hacia la presencia de artistas colombianos ya fallecidos, pertenecientes a la “vieja guardia”, como Hernando Tejada y Omar Rayo. Según algunos comentaristas, estos artistas habrían tenido su momento, y su participación en el Salón actual restaría espacio a otros más jóvenes. En torno a estos ejes discursivos se ha desarrollado la discusión. Pero, más allá de lo anterior, ahora que el Salón ha sido abierto al público valdría la pena preguntarnos: ¿el nuevo modelo funciona en términos prácticos? ¿Qué trae de nuevo? ¿Cómo dialogan las obras?

Saber y desconocer

El Salón, titulado “Saber/Desconocer: 43 Salón (inter) Nacional de Artistas”, se desarrolla fundamentalmente en cinco espacios: el Museo de Antioquia, la Casa del Encuentro (antiguo Museo de Zea), la antigua sede de la Naviera Gran Colombiana (hoy Edificio Antioquia), el Museo de Arte Moderno y el Jardín Botánico. La selección de ciento tres artistas colombianos e internacionales estuvo a cargo de los curadores Mariángela Méndez, Óscar Roldán, Javier Mejía, Florencia Malbrán y Rodrigo Moura. Paralelamente, se han desarrollado otros eventos independientes como “Snack Medellín: arte y espacios a prueba”, una iniciativa en la que han participado sesenta y cuatro artistas con obras distribuidas por la ciudad.

“Saber” y “desconocer” son dos categorías bastante amplias; enormes y aparentemente antagónicos territorios discursivos bajo los cuales se agrupan las obras. Según la curadora Mariángela Méndez, “una parte de la exposición (...) tiene que ver con SABER, esa brújula para la supervivencia que reconoce la importancia y actualidad de saberes ancestrales, de lo específico de las tradiciones en un territorio y los conocimientos que allí se han desarrollado. La otra parte reconoce una fuerza paralela, un DESCONOCER, que acepta la suspensión de significados unívocos, nos lanza a la duda, a la ambigüedad y a la incertidumbre que viene de la mano de todo lo nuevo, posibilitando el escape hacia futuros e imposibles presentes”.

Artistas nuevos y artistas viejos

Dentro de la polaridad saber/des- conocer, valdría la pena preguntarnos: ¿funciona el diálogo entre artistas “actuales” y la “vieja guardia” del arte colombiano? En este sentido, una de las agrupaciones más interesantes aparece en las salas del Museo de Antioquia, en donde la figura del artista-viajero, uno de los arquetipos del arte colombiano del siglo XIX, reaparece sutilmente en el discurso curatorial de la exposición, no en tanto práctica ilustrada (es decir, como el viajero que hace un inventario de tipos humanos) o neocolonialista (como el viajero que dibuja el territorio para “descubrirlo” y apropiarlo). Por el contrario, la figura del artista-viajero se desenvuelve transfigurado dentro de las prácticas artísticas modernas y contemporáneas.

En esta línea, el fallecido artista Hernando Tejada (1924-1998), de la “vieja guardia”, abre la exposición con una hermosa colección de libretas de campo fechadas entre 1935 y 1960, que presentan apuntes de tipos y costumbres del suroccidente colombiano. A diferencia de los dibujos de José María Espinosa o Ramón Torres Méndez, en los trabajos de Tejada priman las anotaciones sobre composición y color, que parecen sustraer a las libretas de su carácter meramente taxonómico y situar la mirada en el territorio plástico.

Tejada, un artista colombiano de la “vieja guardia”, es presentado como figura inaugural del viajero contemporáneo, libre de la mirada taxonómica o exotizante, un personaje maravillado ante los colores locales y las escenas tradicionales en tanto instrumentos para hacer pintura, un exponente de cómo el arte moderno ayudó a cambiar la percepción sobre “lo local” y “el otro”. Solo ubicando a Tejada como raíz de la genealogía, es posible entender la presencia, en el espacio conexo, de la hermosa serie de acuarelas del artista indígena Abel Rodríguez (1941). En su brillante serie Ciclo anual del bosque de La Vega (2005), Abel consigue recrear los conocimientos ancestrales sobre el territorio de una forma interior y vivencial.

Juan Manuel Echavarría (1947), como viajero contemporáneo, recorre Colombia buscando lugares en donde han ocurrido actos de violencia. Como él afirma en una entrevista: “Lo que a mí me interesa hoy en día es no hacer obras desde mi estudio. Lo que me interesa es ir a los lugares donde ha estado la guerra y ver qué encuentro (…)”. En su serie fotográfica Testigo (2013), Echavarría presenta tableros de escuelas destruidas por actos de violencia, edificaciones olvidadas en medio de la espesa manigua. En video, presenta un tablero que parece confundirse con el paisaje mismo. El canto de los grillos hace de música de fondo, recordando y acentuando la infinita soledad del paisaje. En esta genealogía también puede ubicarse la obra de Germán Botero (quien trabaja a partir de las viviendas palafíticas de la Ciénaga Grande de Santa Marta), la instalación de Libia Posada (que confronta la medicina tradicional frente a los saberes médicos ancestrales), o la serie fotográfica de Alberto Baraya, Antropometrías aproximadas (2013), en donde el artista se pregunta sobre el exotismo y el papel de la vieja antropología en la medición y reconocimiento del “otro”.

Lo internacional

Aunque, tradicionalmente, una gran parte de los eventos nacionales e internacionales homologables al Salón Nacional han incluido invitados extranjeros (por ejemplo, el Encuentro Medellín o la Bienal de São Paulo), el Salón Nacional se había mantenido alejado del formato bienal, conservando su carácter cerrado, lo que parecía constituir el último vestigio de los viejos salones de artistas europeos de fines del XIX, caracterizados por su carácter hermético y nacionalista.

En algunos momentos de nuestra historia reciente, el carácter cerrado del Salón ayudó a potenciar la extraordinaria singularidad del arte colombiano. Para algunos historiadores, la idea de mantenerlo cerrado con su tradicional estructura de premios y jurados, funcionó como termómetro del arte nacional, como caldo de cultivo propicio para investigaciones curatoriales posteriores y para la democratización de las visiones sobre la plástica nacional.

Sin embargo, este modelo corría un riesgo, puesto en evidencia por los organizadores de Saber/Desconocer: la endogamia del Salón parecía marginarlo del circuito internacional de bienales, ferias y exposiciones, segregando el arte colombiano de los canales de circulación del arte contemporáneo mainstream. Para algunos, con el tiempo esta situación podría ser perjudicial, derivando en ausencia de oxígeno, en un ombliguismo sistemático o en una plástica chovinista, factores que se han probado nocivos en otros momentos de la historia del arte.

En Saber/Desconocer una gran parte de las obras internacionales fueron concentradas en las instalaciones del Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM). En términos conceptuales y estéticos, la curaduría del MAMM fue realmente excepcional. El edificio se divide en tres naves paralelas entre sí: las naves sur y norte fueron asignadas a Destiempo y Estado Oculto, dos categorías curatoriales que aluden, respectivamente, a lo desconocido y a los saberes. En esta última, los curadores generaron contrapuntos magistrales entre las obras de Cildo Meireles, Omar Rayo, Miguel Ángel Rojas, Antonio Caro y la colección de cerámica Alzate, un conjunto de falsificaciones precolombinas elaboradas por una familia antioqueña de principios de siglo. Por su parte, en la nave central se desplegó la extraordinaria instalación del brasileño Ernesto Neto (1964), titulada Lanavemadremonte (2013), que opera como un colisionador de opuestos, como un oxímoron entre las naves extremas.

Aunque todavía es temprano para establecer las repercusiones de uno u otro modelo de Salón en el arte colombiano (repercusiones que habrá que analizar en el futuro, en el marco de los tratados de libre comercio y del actual proceso de globalización del arte colombiano), lo cierto es que el 43 Salón ha entrado de lleno en el formato bienal. Si bien en algunas versiones anteriores participaron artistas internacionales, esta es la primera vez que se establece una amplia cuota extranjera, incluyendo, además, curadores de Brasil y Argentina. Más allá de las necesarias discusiones críticas que deberán servir para mejorar aún más las próximas versiones, el despliegue curatorial y museográfico de este año ha sido impecable. Un extraordinario conjunto de obras cuidadosamente escogidas, destinadas a establecer inesperadas y punzantes conexiones.

*Imagen: Edificio Antioquia en Medellín. Tomada por Alejandro Arango.