RUSIA
“Estoy más cerca del terrorismo”: una entrevista con Petr Pavlenski
El artista que se clavó los testículos en la Plaza Roja para protestar contra Putin y se cortó un lóbulo de la oreja para denunciar la represión psiquiátrica ha buscado refugio en París, donde habló con ARCADIA. Hace poco incendió una sede del Banco de Francia. No intentó huir.
Según las autoridades rusas, Petr Pavlenski está más o menos loco. Lo suficiente como para retenerlo, pero no tanto como para que no responda por sus acciones. Por ejemplo: haberse clavado en 2013 los testículos frente al mausoleo de Lenin en plena Plaza Roja para protestar contra el autoritarismo de Vladimir Putin, que entonces llevaba un año de ser reelegido para un tercer periodo como presidente de Rusia (y que ahora comienza el cuarto, hasta 2024); envolverse en alambre de púas –su firma es esa: un hombre envuelto en un alambre de púas–; coserse los labios en apoyo a las militantes de Pussy Riot; incendiar neumáticos en un puente de San Petersburgo, o prenderles fuego a las puertas del edificio de la FSB, la agencia central de inteligencia que sucedió a la KGB, de la cual Putin, casualidades de la vida, fue funcionario y espía.
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Para dejar claro que no estaba de acuerdo con el uso de la psiquiatría como un instrumento al servicio de la represión del Estado, el 19 de octubre de 2014 Pavlenski se quitó la ropa, subió al muro del Hospital Serbski y se cortó el lóbulo de la oreja con un cuchillo de carnicero. Pero no es en su oreja, o en el pedazo que falta, que uno se fija. Pavlenski siempre aparece con una gabardina negra que le llega hasta las rodillas, los zapatos gastados y el rostro demacrado de quien ha recibido palizas. Dice que no tiene posesiones materiales y que evita, hasta donde puede, utilizar el dinero. Tampoco quiere darle nombre a la relación abierta que tiene con Oksana Shalygina, la madre de sus dos hijos, más allá de que “todo está permitido, pero cualquier falta contra la transparencia es muy grave”. A principios de 2017, la familia se exilió en París y en mayo de ese mismo año obtuvo el estatus de refugiada política. A pesar de que tenían derecho a un auxilio del Estado y a una vivienda, Pavlenski consideró que recibirlos sería traicionar sus principios.
Poco después de esta entrevista, Pavlenski intentó incendiar la sede Bastilla del banco emisor francés. “Prender fuego al Banco de Francia es iluminar la verdad que las autoridades nos obligaron a olvidar. El Banco de Francia ha tomado el lugar de la Bastilla, los banqueros han tomado el lugar de los monarcas”, dijo. Luego lo detuvieron.
Su primer acto público fue coserse la boca para protestar contra la detención de las activistas de Pussy Riot. ¿La “oración punk” que ellas realizaron en la Catedral de Moscú había sido una especie de inspiración?
En ese entonces estudiaba en la Escuela de Bellas Artes de San Petersburgo y ya me preguntaba por la manera en que los que allí se formaban eran secuestrados por las instituciones políticas y religiosas. Tanto que muchos de los que entraban como ateos se santiguaban al tercer año. Había una serie de estrategias muy bien pensadas para llevarlos a esa sumisión. Estaban obligados, por ejemplo, antes de salir de la escuela de artes, a tener el encargo de una institución clerical: un fresco en una iglesia o algo así, que no les encargarían si eran “problemáticos”. Entonces entraban en ese sistema de dependencia total, material e ideológica. Antes del proceso de Pussy Riot pensaba que era un problema de San Petersburgo, pero cuando pasó eso me di cuenta de que todos los artistas rusos se iban convirtiendo en funcionarios del régimen. Yo aspiraba a más que eso y me decía que si seguía allí sería responsable de la continuidad de esa servidumbre. Fue para salir de ese sistema que realicé esta acción de transgresión. Sabía que no tendría vuelta atrás.
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Pussy Riot, usted, las Femen... Los tres nombres de referencia de las acciones radicales en el espacio público vienen del espacio exsoviético. ¿Cómo lo explica?
Simpatizo con ellas, y todos realizamos acciones directas, pero partimos de conceptos muy diferentes. Ellas se consideran militantes y lo que hacen no necesariamente es arte. Yo, en cambio, soy un artista.
Después de esa primera acción, usted se envolvió en alambre de púas frente a la asamblea de San Petersburgo. Hay quien vería también eso como un acto más político que artístico.
Llamémoslo “arte político”. Como lo concibo, en el proceso artístico hay mucho de lucha por cómo las cosas que hago serán nombradas. Todo el tiempo hubo tentativas de dar un nombre a mis acciones: “vandalismo”, “locura”, “incitación al odio religioso”. El arte puede tomar cualquier forma, pero para mí la razón de toda forma de arte es la liberación de cualquier tipo de amo.
¿Performance político, entonces?
Digamos que en mi escala está, de un lado, la gran ópera y, en el otro, el acto terrorista: dos extremos de formas de expresión, de autorrealización en la misma línea, pero muy alejadas entre sí. La acción, que es lo que yo hago, está mucho más cerca del acto terrorista, y el performance está más cerca del teatro porque exige muchas condiciones previas: una escena, espectadores… Preparo mis acciones y reflexiono antes de hacerlas, a veces durante años, pero no las anuncio, no intento buscar espectadores. No finjo que me corto una oreja, me la corto. Desde el primer momento de transgresión he realizado seis acciones y así es como me gusta denominarlas.
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Los labios cosidos, la piel lacerada, la oreja cortada, el escroto atravesado por un clavo, los brazos para mover los neumáticos e incendiarlos... ¿Utiliza el cuerpo porque cree que la pintura y la escultura están agotadas?
El cuerpo permite mostrarle al régimen la obediencia, pero también la ausencia de esta. Por eso lo utilizo. El cuerpo me permite hablarle al régimen mejor de lo que me permiten la escultura o la pintura. En ese sistema tan reglamentado del régimen en que el individuo no se pertenece, sé que gracias a mis acciones el cuerpo vuelve a pertenecerme.
“Régimen” es una palabra que usted usa con frecuencia. La primera lectura sería que habla de la Rusia actual, pero en sus escritos parece que es algo más amplio. ¿El sistema capitalista? ¿Cualquier tipo de sistema?
La idea de régimen no necesita un pasaporte para atravesar las fronteras rusas. Para mí es inaceptable toda dominación sobre un individuo racional que, gracias a la razón, podría cuestionar toda imposición de valores, toda ideología y todo sistema. Estoy en contra de todas las formas de poder que existen en el mundo. El capitalismo es una de las más brutales.
¿Imagina un final para la era Putin?
Es como leer el futuro en una taza de café. Hablo como artista que pertenece a una clase social que no puede permitirse ese tipo de pronósticos, porque en realidad no sabemos lo que está pasando. Tiendo a hablar de aquello que es post-factum: de todas las cosas importantes en el mundo nos enteramos cuando es demasiado tarde. Eso vale para las elecciones o, por ejemplo, para la anexión de Crimea, una operación que llevaba diez años cocinándose.
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Usted dice que no necesita espectadores, pero se expresa en lugares públicos en los que hay transeúntes, los medios informan, las autoridades intervienen… ¿Qué tanto calcula usted la reacción de esos otros actores cuando concibe sus acciones?
No calculo quién puede participar, en términos de público o qué sé yo… de transeúntes. Pero con mis acciones he obligado a los miembros de una comunidad cerrada que gravita en torno al Kremlin, o que le sirve, a convertirse en personajes. Creo un momento en que el poder me obedece. En cuanto al público, cuestiono la narrativa oficial. A la gente le corresponde ver qué hace con esa narrativa rota. Esa es su responsabilidad, no la mía. Sería ridículo para un artista esperar algo de su público.
¿Y si al público no le queda nada? ¿Pueden esas acciones relámpago cambiar algo a nivel político?
Hay una temporalidad muy particular en lo que llamo “el efecto del arte”. La temporalidad para la publicidad, por ejemplo, es muy corta: empieza por un punto y se termina por otro. Ves el anuncio y compras rápido o no compras nunca. Si la publicidad no tiene un efecto inmediato, nunca tendrá un efecto. El arte trabaja pensando a largo plazo. Aunque uno no vea efectos inmediatos, confío en que esos cambios llegarán. No ahora, puede que en 30 años. Y si además de esos 30 se necesitan otros 30, seguirá valiendo la pena. A diferencia de la propaganda de los regímenes, o de la publicidad de los capitalistas, el arte tiene en el tiempo a su mejor aliado.
* Escritor y periodista bumangués radicado en París.