Historia
La esgrima de machete y bordón: el arte marcial del Pacífico
Este arte encarna el largo y complejo drama de las comunidades afro en América, sus luchas políticas, sus leyendas. El escritor Juan Cárdenas cuenta esa historia y cómo llegó a ella, pues es el tema de su nueva novela, ‘Elástico de sombra’ (Sexto Piso), que se publica este mes.
Machetes negros
¡¿Esgrima de machete?!, me preguntan con el ceño fruncido. Algunos creen que es puro invento y entonces me veo obligado a mostrarles las fotos, los videos, los perfiles de Facebook, cualquier cosa que pruebe su existencia. Con el tiempo he entendido que detrás de la incredulidad también hay un prejuicio muy arraigado sobre la simbología del machete en Colombia, tradicionalmente asociado a las imágenes del folclor de la Violencia. Mucha gente me oye decir “esgrima de machete” y se lo toma en chiste, evocando al borracho de pueblo que rastroja el suelo para sacarle chispas a la peinilla. Existe, sin duda, un machete ligado a nuestra historia de odios partidistas, un machete iracundo, cargado de fanatismo religioso, un machete hispánico, vengador y ultramontano que, en cierto modo, resume aquel ethos del llamado laureanista a “hacer invivible la república”. Ese es el machete que los colombianos tenemos grabado a sangre y fuego en nuestro espíritu: la herramienta de trabajo agrícola que deviene instrumento del sacrificio en una cruzada religiosa por la propiedad de la tierra.
Pero existe otro machete, un machete negro, un machete libertario que cuenta otras historias y despeja trochas hacia un pasado convenientemente olvidado por los relatos oficiales. Un machete que, además, vincula a las comunidades negras del norte del Cauca a una tradición republicana y jacobina, algo que, como veremos, excede el ámbito estrecho de las guerras gamonales del bipartidismo y se abre a conexiones inesperadas en todo aquel territorio que Paul Gilroy llama el Atlántico negro.
*
El 9 de abril de 1948, Héctor Elías Sandoval era apenas un muchacho y ese día andaba con su mamá en la plaza de mercado. “En aquel tiempo no había galería –cuenta el maestro Héctor, a sus casi noventa años de edad–. Nomás había la plaza grande. Allí, frente de la iglesia, estábamos con mi mamá vendiendo unos mangos, cuando, por un altoparlante colgado en la puerta de una cantinita que se llamaba La Garantía, sonó una voz que gritó: ¡Macheteros del Cauca, a las calles, a vengar la muerte del doctor Jorge Eliécer Gaitán! ¡Lo han asesinado! Hasta allí llegó la venta de los mangos”.
El improvisado locutor radial era nada menos que Natanael Díaz, un importante líder de los movimientos negros que se formaron en los años treinta y cuarenta al abrigo del gaitanismo. Minutos antes, una facción revolucionaria se había tomado la Radiodifusora Nacional y, durante un par de horas, se transmitieron mensajes para alentar la revuelta popular. Cuando le tocó el turno de hablar, Natanael no tuvo dudas sobre quiénes serían sus destinatarios, a sabiendas de que convocaría no ya a un simple escuadrón armado, sino a una fuerza legendaria, un auténtico mito viviente que asediaba desde hacía siglos las imaginaciones y pesadillas de los latifundistas caucanos.
¿Pero quiénes eran esos macheteros del Cauca de los que actualmente nadie parece acordarse, más allá de algunos de los pueblos que rodean los valles de los ríos Palo y Cauca y de las montañas mineras de Suárez?
Pues bien, para contar el cuento voy a dar un rodeo y a hablar del antiguo arte marcial afrocolombiano que es, en parte, responsable del mito: la esgrima de machete y bordón.
Respecto al origen de este peculiar arte marcial solo hay controversias y vagas hipótesis. El profesor Thomas J. Desch-Obi, el principal estudioso de esta y otras artes marciales “negras” practicadas en la cuenca del Caribe, señala que, en épocas previas a la esclavización, existía en las zonas central y oeste de África una profunda cultura militar y simbólica en torno al machete. Según Desch-Obi, los esclavos africanos provenientes de estas regiones habrían llevado consigo no solo las reminiscencias simbólicas, sino también muchas de las técnicas de defensa. Prueba de ello sería el hecho de que hay registros de artes marciales semejantes en lugares tan apartados como Cuba, Haití o Venezuela.
Sin embargo, poco o nada sabemos sobre el origen específico de esta práctica en el Cauca, si se trató de un proceso gradual y sostenido en el tiempo o si fue más bien una especie de reconstrucción a posteriori de las antiguas artes marciales africanas.
Ahora bien, a pesar de las muchas similitudes con bailes y estilos de lucha con machete observados en Puerto Rico, Haití o Cuba, en la esgrima caucana se aprecia una heterogeneidad de elementos que nos obligan a suponer un origen mixto y un proceso abigarrado de apropiaciones y supervivencias.
El primer elemento sería el uso documentado de cartillas de esgrima español del siglo XIX entre los maestros macheteros de Puerto Tejada y Santander de Quilichao. En qué contexto adquirieron esas cartillas y cómo empezaron a utilizarlas en la instrucción de los alumnos es otro misterio. Se sabe que los afrocolombianos tuvieron una intensa participación militar antes y después de la independencia como soldados del ejército colonial, de las campañas libertadoras y, más adelante, en las incontables guerras civiles que sacudieron a la joven nación colombiana durante el siglo XIX. Por tanto, el contacto con los saberes militares españoles pudo haberse producido en cualquiera de esas instancias.
Es preciso advertir, sin embargo, que la esgrima caucana no es un simple calco en negro de la esgrima española: además de las semejanzas con los juegos afrocaribeños de palo y machete, aquí la sola cadencia rítmica, cercana a la capoeira de Angola y Brasil, basta para descartar esa posibilidad. En definitiva, los afrocaucanos no se limitaron a parodiar o copiar las artes marciales europeas. La esgrima de machete y bordón es un arte marcial negro, y en ese aspecto no hay nada que discutir.
*
Esto nos conduce al otro elemento heterogéneo, a saber, los usos concretos para los que se desarrolló la práctica en el norte del Cauca.
En el territorio que actualmente ocupan los municipios de Puerto Tejada y Guachené, en las riberas de los ríos Palo y Cauca, durante el final de la colonia y los primeros años de la república, existía un formidable y poderoso asentamiento palenquero que, según la tradición oral, se conocía como Monte Oscuro.
Gracias a la cíclicas y masivas inundaciones, cuando las aguas de los dos ríos anegaban extensas porciones del valle, la zona gozaba de un relativo aislamiento que la resguardó durante todo ese tiempo de los ejércitos coloniales o republicanos. Según numerosos testimonios y documentos, los pobladores de este palenque se dedicaban básicamente al cultivo de cacao y tabaco y a la producción clandestina de aguardiente, productos que se comercializaban gracias a una serie de pactos con distintos agentes subalternos y oficiales, con especial participación de mujeres negras que destilaban y vendían su propio licor y gozaban así de una gran independencia económica.
Se suponía que la producción de tabaco y aguardiente eran monopolio del Estado, una medida concebida con el fin de recaudar impuestos, pero de facto ese monopolio era ejercido por actores privados pertenecientes a las élites locales, que tenían cooptado el aparato estatal. Los pequeños productores, por tanto, quedaban a merced de las acciones policiales contra sus cultivos y alambiques.
La persecución contra la producción de tabaco y aguardiente desató la furia rebelde de los pequeños productores negros. Y es en este contexto de tensiones económicas, sociales y raciales donde crece la leyenda de los macheteros del Cauca, un temible ejército de jinetes armados que, según algunos documentos consignados en el Fondo Antiguo del Archivo Histórico del Cauca, realizaron operaciones militares y saqueos en toda la región, en especial en las poblaciones de Caloto y Santander, sucursales del poder administrativo y militar de los grandes hacendados.
Mezcla de ficción y realidad, los macheteros del Cauca fueron demonizados por los hacendados blancos y admirados en secreto por sus esclavos. De ahí que la intervención de Natanael en su alocución desde la Radiodifusora Nacional todavía sea recordada por muchos habitantes del valle. En la tradición oral del norte del Cauca circulan los relatos casi legendarios de este ejército de palenqueros, a quienes se describe bajo una ambigua luz de miedo y reverencia. Dependiendo de quién cuente el cuento, los macheteros aparecen bien como justicieros heroicos, bien como estupradores crueles de las poblaciones inermes.
Otro espacio en que, de acuerdo con la evidencia, es posible conjeturar que ese desarrollo de la esgrima de machete fueron las llamadas Sociedades Democráticas. A partir de 1848, durante los años posteriores al triunfo del liberalismo radical, en cabeza de José Hilario López, inicialmente en Bogotá y poco después en otras regiones del país, se fundaron estos clubes de simpatizantes de la ideología liberal pertenecientes tanto a las élites como a los sectores medios de la sociedad, con especial presencia de artesanos, tinterillos y otros profesionales letrados.
Las personas aquí retratadas son maestros y alumnos de las escuelas de esgrima de la región del Cauca.
En el Cauca, las Sociedades Democráticas se diferenciaron de sus homólogas en el resto de Colombia por la amplia participación de los sectores subalternos, liberales plebeyos y, sobre todo, negros que vieron en estos espacios una oportunidad inmejorable para impulsar sus demandas de ciudadanía e igualdad.
Mucho antes de la emancipación formal (1851), los negros se habían apropiado del lenguaje republicano y no dudaban en escribir derechos de petición y cartas para exigir al Estado que los tratara como ciudadanos en toda regla. Este proceso de adscripción de los afrocaucanos al republicanismo liberal viviría una auténtica explosión en el marco de las Sociedades Democráticas, donde, de acuerdo con los documentos de archivo y con las publicaciones de estos órganos, los miembros recibían información e instrucción sobre el proyecto liberal que pretendía modernizar el país.
Los liberales querían sacar adelante su proyecto de nación a como diera lugar, pero ni su poder económico ni su experiencia en el control de la política podían compararse con los de sus enemigos conservadores, apoyados por el aparato proselitista de la Iglesia. La solución que encontraron fue recurrir a los sectores subalternos en busca de un gran pacto social que les permitiera ganar elecciones y, llegado el caso, reducir militarmente a los conservadores. No es exagerado decir que las Sociedades Democráticas fueron el principal epicentro de ese pacto social entre clases y razas, lo que sin duda despertó la animadversión y el escándalo de las élites conservadoras, que veían estas prácticas políticas como una aberración demagógica.
Cabe decir que los afrocaucanos en ningún caso fueron un títere pasivo de las élites liberales, ni en el terreno político ni en el campo de batalla. Como se demuestra en los trabajos de historiadores como James Sanders, Germán Colmenares, Margarita Pacheco o Marixa Lasso, los sectores subalternos colombianos no fueron sencillamente manipulados para participar en los grandes acontecimientos o contiendas bélicas del siglo XIX. Por el contrario, esos sectores determinaron con sus acciones el desarrollo mismo de los proyectos políticos, afectaron su núcleo ideológico y hasta sus formas de entender el derecho. Esta característica es crucial para comprender las prácticas políticas de los negros caucanos en un arco temporal y geográfico mucho más amplio, que se remonta al menos hasta la Revolución haitiana de 1791-1804 y a las luchas posteriores del republicanismo liberal y plebeyo (la guerra de independencia de Cuba, la Revolución alfarista en Ecuador, etc.).
Lo cierto es que, durante las décadas en que se mantuvo aquel pacto social entre las élites liberales y los afrocaucanos, floreció en el territorio una auténtica cultura de la negociación política que expandió los límites otrora restringidos de la ciudadanía y la participación activa de los negros en la vida civil y militar de la región. ¿Y no es acaso la esgrima de machete en sí misma una forma de negociación?
Imaginemos por un momento lo que debía significar para los afrocaucanos, en un contexto político en que por fin estaban ganando terreno y en que sus demandas eran escuchadas y constituían la base misma de muchas de las reformas emprendidas por los liberales; imaginemos, digo, la importancia potencial de dominar un arte como la esgrima de machete en esa coyuntura concreta. ¿No les daría a los afrocaucanos una ventaja más en la negociación, tanto más si ese arte se presentaba como un código sofisticado que podía servir tanto en tiempos de paz como de guerra, bien como un arte marcial jugado en espacios de ocio, bien como técnica de combate?
Uno de los temores más arraigados entre los negros, incluso muchos años después de la emancipación, provenía de la amenaza de ser sometidos a la esclavitud nuevamente. Para ellos, ninguno de sus derechos estaba garantizado de antemano. Y aunque no dudaban en reivindicar su libertad y su igualdad, lo cierto es que se hallaban en una situación de extrema vulnerabilidad, expuestos aún a toda clase de vejámenes y atropellos de parte de sus antiguos amos. No es difícil imaginar que los sujetos afrocaucanos vivían en medio de una gran incertidumbre respecto a su identidad y su presencia en el mundo. Eso explicaría la importancia simbólica de la esgrima de machete y bordón como técnica de cultivo de la subjetividad, de afirmación de la presencia.
*
En este punto me gustaría dar un salto de regreso al presente para constatar que las cosas no han cambiado mucho para los afrocolombianos desde el siglo XIX. A día de hoy sigue siendo una de las poblaciones más vulnerables, según los indicadores de acceso a la salud, la educación y a los servicios básicos. Mi interés por la esgrima de machete comenzó hace cinco años cuando, asombrado por el resurgimiento de fuertes liderazgos negros en el Cauca, me pregunté cuánto de la vieja historia del republicanismo afroatlántico seguiría viva en esta zona del país. En definitiva, quería saber de qué manera líderes como Francia Márquez representaban una continuidad o un quiebre con esas tradiciones políticas del siglo XIX y, en ese proceso de investigación y de viajes por aquella región de la que soy oriundo, me topé con los macheteros. Mi primer contacto y el más duradero ha sido con los maestros Héctor Elías Sandoval y Miguel Lourido, creadores de la Academia de Esgrima de Machete de Puerto Tejada. Posteriormente, pude entrevistar a otros grandes cultores de este arte como Luis Vidal, también porteño; Ananías Caniquí, de la vereda Mazamorrero, o Porfirio Ocoró, en Bajo San Francisco. Poco a poco, en mis conversaciones con los maestros, fui comprendiendo que la esgrima de machete constituye un espacio de encuentro de dos grandes fenómenos sociales: la ya mencionada historia de las luchas negras, tanto en su fase palenquera como republicana, y un universo narrativo de historias de carácter mágico o fantástico, en el que los practicantes de este arte exponen un pensamiento, una forma de captar el mundo. Son habituales las historias sobre macheteros que hacen pactos con el diablo o el duende para ganar destreza, o las historias sobre desapariciones fulminantes de un machetero con solo encender un tabaco. O cuentos de macheteros que, huyendo del diablo, se arrojan a un río, son tragados por un remolino y aparecen en una vereda lejana, donde caen presa del hechizo de unas brujas. En suma, se trata de historias de proezas inimaginables y en las que los macheteros exhiben toda clase de trucos mágicos o astucias para librarse de sus enemigos; historias que, por otro lado, parecen compartir una ansiedad ontológica reflejada en el deseo permanente de fuga, en la dialéctica entre aparición y desaparición (justamente, uno de los rasgos formales de la técnica corporal de la esgrima de machete, en que el jugador debe amagar con retirarse para luego atacar y viceversa, gracias a un movimiento de pies conocido como “falso diagonal” y que vendría a ser una especie de falsa entrada en falso, literalmente una gambeta que engaña al rival).
En los cuentos de la esgrima de machete los aspectos mágicos revelan un síntoma –la ansiedad ontológica o, para decirlo con Ernesto de Martino, la crisis de la presencia– que, a su vez, apunta al larguísimo y complejo drama histórico de los negros en América, a sus luchas políticas y a su legado revolucionario.
Y aunque todo indica que la práctica podría estar a punto de desaparecer, una nueva generación de esgrimistas se prepara en las montañas de Suárez, en Santander de Quilichao y Puerto Tejada bajo la tutoría de los veteranos maestros.
A pesar de todo, la leyenda de los macheteros del Cauca continúa.