Luis Ospina, director artístico del Festival de Cine de Cali. Foto: Juan Cristóbal Cobo.

CINE

Curar el cine: un rol menos sencillo de lo que parece

Seleccionar una película es permitirle cumplir su destino: encontrarse con los espectadores. De ahí la importancia de los programadores. Nuestro crítico Pedro Adrián Zuluaga habló con algunos de ellos ante la actual apertura y consolidación de nuevos espacios de circulación en Colombia.

Pedro Adrián Zuluaga*
24 de julio de 2019

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El ciclo inaugural de la nueva Cinemateca de Bogotá fue un acontecimiento cultural que trastocó, durante varias semanas de junio y julio, las rutinas no solo de los cinéfilos bogotanos, sino también del público diverso que llenó sus tres salas y que, en muchos casos, se quedó por fuera por falta de cupo. Proyecciones, paneles, conversatorios y performances reunieron una nueva comunidad, distinta de la que se juntaba en la vieja Cinemateca o a la que se congrega en torno a los festivales de cine. “Produjimos la tibieza –no el calor sofocante de las multitudes–”, así describió Yenny Alexandra Chaverra, coordinadora del portal de contenidos audiovisuales Retina Latina, su experiencia de ver las catorce horas de La flor, el monumental proyecto narrativo del argentino Mariano Llinás.

Hay un detalle nada menor que vuelve aún más excepcional lo que ocurrió: el ciclo, titulado “El tiempo de la imagen”, reunía películas latinoamericanas con grandes dificultades para encontrar un espacio en la exhibición comercial de cine. La programación de la nueva Cinemateca enfrentó y superó varios prejuicios, entre ellos el de que el público ya no quiere desplazarse de su casa para ver películas o que no le gusta el cine de su propio país o región. Los escépticos objetarán el entusiasmo diciendo que se trata de un público específico. Pero a esos pesimistas habría que aclararles que hoy casi todos los públicos son de nicho. Lo revelador es que sí existen espectadores para quienes es estimulante ver cine en compañía de desconocidos, o que hay muchos dispuestos a descubrir esa experiencia. 

¿Cómo explicar este acontecimiento? ¿Es la novelería bogotana que nos empuja al sitio de moda para tomarnos la selfie de ocasión? Tal vez el deseo de conocer la Cinemateca haya influido, pero se puede aguzar la vista para ver el contenido, más que el continente.

La hipótesis de este texto es que el ciclo inaugural de la Cinemateca es un caso de éxito de algo que vamos a llamar “curar el cine”, es decir, programarlo con cuidado y criterio para ir más allá del ejercicio mecánico de juntar películas. Detrás de ese curar el cine van a aparecer los contornos de una figura de la que se habla mucho en la industria: la del programador, un oficio que yo mismo he desempeñado y que, como cualquier otro, tiene sus dichas y sus desdichas.

El trabajo de programar películas para un festival, una sala o un cineclub (también existe la curaduría para plataformas digitales o para televisión, pero este artículo se centra en la exhibición tradicional) depende de la labor de aquellos que las hacen. A pesar de esa subordinación, hay quienes nos atribuyen mucho poder. Seleccionar un filme es permitirle cumplir su destino, que no es otro que encontrarse con los espectadores. Entre las películas y quienes las programan hay, pues, una relación de mutua dependencia.

En Colombia, dos eventos reúnen cada año a la crema y nata de los programadores de cine, o eso que el crítico y programador argentino Roger Koza llamó, en una charla en la temporada inaugural de la Cinemateca, “una burguesía internacional que organiza el gusto cinematográfico planetario”. Estos eventos son el Festival Internacional de Cine de Cartagena de Indias (Ficci) y el Bogotá Audiovisual Market (BAM). En ambas ciudades los vemos recibiendo la pleitesía de hordas de realizadores que buscan llamar la atención con sus cintas y proyectos.

María Paula Lorgia, Cinemateca de Bogotá. Foto: Camilo Bonilla

Esta burguesía cinéfila fue el centro de un debate en el BAM –que tuvo lugar entre el pasado 8 y 12 de julio– con programadores de los festivales de Berlín y Tribeca, y sobre el que me insistió su moderadora, María Paula Lorgia, también directora de programación de la Cinemateca de Bogotá: “La pregunta sobre el colonialismo en la programación está cada vez más presente, no solo en la curaduría sino en los procesos de gestión. ¿Por qué solo hombre blancos son los que programan en los festivales clase A de cine? ¿Por qué los equipos de programación no son diversos?”.

Los llamados festivales de clase A tienen un enorme peso en la definición de la agenda del cine mundial; los de mayor influencia son europeos –Cannes, Berlín, Venecia y San Sebastián– y, como dice Lorgia, dirigidos y curados en su mayoría por hombres blancos con un ostensible poder para hablar y decidir sobre los cines del sur. Escuchar a Charles Tesson, de la Semana Internacional de la Crítica de Cannes, quien estuvo en la última edición del BAM, o a Édouard Waintrop, hasta 2018 delegado general de la Quincena de Realizadores, es sentir el peso vivo de nuevas formas de colonización cultural y eurocentrismo. Entre tanto, ¿qué estamos pensando los programadores colombianos de nuestro cine? ¿Repetimos las fórmulas de los festivales de primera talla mundial? ¿O desde las curadurías latinoamericanas se pueden plantear conversaciones menos unilaterales?

Diana Bustamante, directora artística del Ficci entre 2014 y 2018 y colega mía en el festival durante su gestión, fue invitada este año a curar un ciclo sobre la relación entre Alexander von Humboldt y el cine, a propósito del aniversario número doscientos cincuenta del científico y viajero alemán. La novedad de esa invitación consistió en que trabajó conjuntamente con el curador alemán Stephan Ahrens, lo que dio paso a un intercambio de miradas sobre el viaje, el paisaje y las formas de representación derivadas de la colonia, que Humboldt cuestionó pero a la vez reafirmó. El resultado de ese experimento es un ciclo de once películas que se presentará en distintas salas del país hasta diciembre. 

Sobre el proceso, Bustamante me contó que lo que cada uno de los curadores leía en las piezas audiovisuales era distinto, y que esa diferencia en la mirada tenía que ver, en buena medida, con el origen cultural. Por ejemplo, dice Bustamante: “Ahrens hacía de Zama una lectura histórica. Le costaba entrar en el delirio y el absurdo. Y creo que eso explica en general lo que pasó con la recepción europea de la película de Lucrecia Martel y el hecho de que haya sido tan ‘castigada’ por los festivales clase A: el filme se leía desde la ‘historia’, que es una idea europea y no nuestra. Esa idea de verdad rota les molestaba, les parecía fuera de lugar”. Al final, Zama forma parte de la muestra y la lectura de la película se enriqueció al entrar en contacto con obras próximas como El abrazo de la serpiente, de Ciro Guerra, o Aguirre, la ira de Dios, de Werner Herzog. Para Bustamante, la posibilidad de releer el séptimo arte es lo más interesante de programarlo: “Entender el cine no como algo externo o lejano, sino como un elemento que está ligado a nuestro devenir cultural y social”.

La curaduría como conversación

Para evitar las miradas verticales, los festivales y los espacios de exhibición están encontrando nuevos esquemas de curaduría que permitan una conversación, más que una imposición. Al respecto, dice Lorgia: “Una programación de una entidad como la Cinemateca, que es pública, se debe realizar desde lo colectivo, y debe ser planteada horizontalmente. Debe haber varias miradas, no solo la de un individuo”. Fiel a esa convicción, el ciclo inaugural de la Cinemateca, que entre el 14 de junio y el 7 de julio congregó un total de nueve mil cuatrocientos veinticuatro espectadores, es el resultado de una larga conversación que empezó meses atrás con reuniones y mesas de trabajo convocadas desde la dirección de Idartes y su gerencia audiovisual, en cabeza de Juliana Restrepo y Paula Villegas, respectivamente. Finalmente, la nueva Cinemateca armó un grupo de trabajo dedicado a darles forma a esas ideas, que le imprimió al trabajo anterior un sello propio. Ese equipo, además de Lorgia, está integrado por Andrés Suárez y Ximena Gama; esta última fue encargada de generar cruces entre el cine y otras disciplinas artísticas que cristalizan en la programación de la sala E o espacio expandido de la nueva Cinemateca.

La necesidad de armar grupos de curaduría se desprende no solo de una convicción filosófica; es también una respuesta a la realidad de una producción audiovisual cada vez más descentrada y que requiere de muchos ojos atentos.

Maximiliano Cruz, Museo de Arte Moderno de Medellín. Foto: Cortesía

En el cine colombiano, la figura del programador empezó a perfilarse desde finales de la década de los setenta, cuando Víctor Nieto Jr., hijo del fundador del Ficci, se encargó de la programación del festival y la dotó de un carácter atrevido y vanguardista. Nieto Jr. murió muy prematuramente y el evento entró entonces en una languidez que arrastró por varios años, hasta que en el siglo XXI Mónika Wagenberg asumió su dirección, con la asesoría del crítico de cine Orlando Mora. Allí se sentaron las bases del cambio que ha vivido el Ficci en los últimos años. Con la llegada de Diana Bustamante a la dirección artística, se reforzó el grupo de programación y se integró el aporte de varias miradas (los directores Jorge Forero y Jorge Navas, la periodista mexicana Blanca Granados, los jóvenes realizadores Juan Sebastián Mora y Andrés Suárez, la francesa Geraldine Durand –que venía de trabajar en la distribuidora Babilla y quien escribe como jefe de programación–). Con su riesgo y liderazgo, el objetivo de Bustamante fue reescribir el legado de los cineclubes y festivales del pasado, una herencia recibida en las universidades o de cineastas y activistas como Luis Ospina, quien tiene una larga trayectoria como cineclubista y ahora es director artístico del Festival de Cine de Cali. Además, le dio al Ficci algo que es esencial: una personalidad, no exenta, claro está, de ser debatible.

Una de las marcas que Felipe Aljure, nuevo director artístico del Ficci, le estampó al festival fue ampliar la visibilidad del equipo de programación, conducido por Juan Carvajal, socio fundador de IndieBo –cuya más reciente edición acaba de pasar, sin él como curador– y director artístico de The Classics y The Colombian Film Festival de Nueva York. En respuesta a las demandas de los nuevos tiempos, Aljure conformó un equipo que incluía, entre otros, a una curadura indígena (la realizadora wayuu Leiqui Uriana), a varias mujeres con distintos roles en la industria (Daniela Abad, Josephine Landertinger Forero, Laura Morales), a dos curadores del Caribe (Alessandro Basile y la misma Morales) y a críticos que, como Oswaldo Osorio, cuentan con una largo recorrido en programación de salas y festivales. Para Carvajal, “la independencia debe ser la base fundamental de todo programador. Aunque es necesario respaldar y volver sobre las voces establecidas, es fundamental abrirles espacios a las primeras películas, y sobre todo a aquellas obras de directores emergentes que llegan con propuestas que se han visto invisibilizadas por diferentes motivos”.

La pluralidad fue, pues, el mantra que inspiró la programación del Ficci en su edición de este año. No obstante, hay que preguntarse si una multiplicación de miradas se refleja en curadurías más interesantes y, sobre todo, mejor comunicadas. Al respecto, el realizador Andrés Isaza, quien ha trabajado en la Muestra Internacional Documental de Bogotá (MidBo) y que en 2018 fuera ganador, junto con Sara Fernández y Andrés Ardila, de la beca de curaduría audiovisual con la muestra “Un mundo sin adultos”, me contó sus inquietudes: “Creo que los comités de programación muy grandes–como el de Bogoshorts o el del nuevo Ficci– tienden a uniformar la selección de películas”.

Esta práctica de ofrecer una especie de “de todito” afecta a muchos festivales y está relacionada con la presunción de que más es mejor. Algunos de estos eventos en Colombia sufren de gigantismo, y eso tiene como efecto colateral el que se cuide menos la singularidad de cada pieza exhibida. 

Cuando se amontonan filmes con el criterio de la cantidad es mucho más difícil hacer bien algo que es fundamental para el éxito de una curaduría: transmitir efectivamente un sentido. Las muestras o curadurías pequeñas tienen la ventaja de lo delimitado. “Una curaduría organiza un relato sobre las películas”, dice Ardila, curador de “Un mundo sin adultos”. Y ese relato no existe en cada cinta en sí, sino en la manera de reunir varios títulos y propiciar diálogos entre ellos. Ese sentido es difícil de encontrar si el criterio es numérico o si se basa en el prestigio previo de los filmes. Sobre la selección del Festival de Cine Independiente de Bogotá (IndieBo), por ejemplo, su nuevo curador, Luis Parada, dice: “Todas las películas del festival tienen por lo menos un laurel. Todas han participado en festivales internacionales como Sundance, Tribeca, Karlovy Vary, Cannes y La Habana”. El criterio expuesto por Parada, quien llegó a la curaduría de IndieBo luego de trabajar en las áreas de ventas, producción y dirección de proyectos cinematográficos como Carrusel y Perro come perro, se subordina a lo ya dicho: el paso de los filmes por lugares con alta capacidad de legitimación cultural.

Un problema que surge en paralelo con el gigantismo es comunicar a partir de las frases hechas. Un ejemplo lo leí en la página de IndieBo: “Traer películas de más de veinte países es generar la oportunidad de abrir los ojos a otros contextos que nos pueden sorprender y con los cuales nos podemos sentir identificados. Ser testigos de este arte nos une a todos al hacernos reconocer que, a pesar de las diferencias, somos, en esencia, iguales”.

En contraste con esa escritura perezosa, que parecería derivar de una lectura igualmente rutinaria de las películas, se destaca el trabajo cuidado de muestras como “Mayo del 68: el intenso ahora a 50 años de la revuelta”, que en 2018 fue curada por Maximiliano Cruz para el Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM): “Viva está la brasa del Mayo francés y la revuelta internacional sucedida en el convulso 1968. Lo acontecido entonces rebasó lo social, cimbró la naturaleza y las formas de representación de los movimientos sociales, afectando el rol que la imagen cinematográfica tendría en adelante”, escribió el curador. Este y otros ciclos del MAMM perfilan al museo como uno de los más relevantes espacios de exhibición. Se ve un esfuerzo por programar y generar nuevos vínculos entre el cine contemporáneo y el del pasado. “El ciclo sobre Mayo del 68 tenía la característica de ofrecer títulos que no se podían encontrar en ninguna otra plataforma o sala de cine –asegura Cruz–. Esta combinación de un tema de interés con una oferta exclusiva trato de mantenerla en los ciclos porque veo que funciona”.

Juan Carvajal, Ficci y The Classics y The Colombian Film Festival en Nueva York. Foto: Carlos Sanfer

Pero tener el ojo entrenado para hacer relecturas del cine que crucen tiempos y tradiciones requiere formación, aunque la mayoría de curadores hemos llegado al oficio por intuición y hemos descubierto la curaduría como un lugar de intersección de otros saberes desarrollados en la crítica, la circulación o la realización.

En 2018, bajo la dirección de Armando Russi, se llevó a cabo un primer taller para curadores y programadores de cine en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. La cifra de setenta y seis asistentes demuestra una curiosidad y un deseo de profesionalización en esta área, a lo que se suma el creciente número de proyectos de circulación como Mutokino o Doc:Co, que facilitan el trabajo de los curadores al poner a disposición nuevos contenidos. 

La Gerencia Audiovisual de Idartes también fue pionera y reaccionó al nuevo contexto al abrir y aumentar cada año los recursos de sus becas de curaduría. La tercera beca la obtuvieron en 2019 el antropólogo Luis Felipe Raguá y el realizador Esteban Reina Ortiz con una iniciativa sobre la imagen del obrero en el cine iberoamericano, que se llevará a cabo a finales de octubre. “El proyecto curatorial involucra, asimismo, una exposición fotográfica para ser exhibida en los espacios de la nueva Cinemateca, un taller de filminutos para población obrera (específicamente, los obreros que construyeron la nueva Cinemateca entre 2016 y 2019) y un conversatorio acerca de la figura de ‘la obrera’ en el cine”.

Las nuevas curadurías, además de abrirse a conversaciones más plurales, están entendiendo que lo que agrega valor a la exhibición de películas son los espacios de encuentro y discusión: que ese otro de la representación, por un momento mágico, se vuelva el igual de la presencia compartida.

*Zuluaga es crítico, periodista y columnista de ARCADIA. Ha sido curador de cine en Señal Colombia y en el Ficci.