Ganadora de 6 Óscar
Mad Max: inventar el futuro
"Mad Max: Furia en el camino", la visceral y recargada recreación de una trilogía ochentera que literalmente comenzó como una película de garaje y que luego se convirtió en un fenómeno de culto mundial. Un repaso por el equivalente australiano de "La guerra de las galaxias".
La anarquía se siente desde la primera escena. La cámara desciende sobre un desierto, donde el desequilibrado Nightrider, miembro de una pandilla, atraviesa desenfrenado una autopista en un Holden HQ Monaro 72. Su grito es escueto –y pertinente–: “¡Soy una máquina suicida inyectada de combustible!”. Reina un frenesí de alto octanaje en Australia. La sociedad, roída por la escasez de petróleo y plagada por bandas criminales, se aferra a los últimos despojos de la civilización. Con el mundo cercano al desplome tanto los policías como los criminales, así como sus vehículos, parecen acelerar con vehemencia hacia el desgobierno.
La policía persigue a Nightrider.
Al volante de su Interceptor, un Ford Falcon XB modelo 74, Max Rockatansky es el último bastión contra la barbarie. Policía lacónico, hogareño, enigmático, tarda en responder el llamado de sus colegas, incapaces de contener a Nightrider. Despreocupado, mira su retrovisor, embadurna sus manos en grasa, enfunda sus guantes de cuero negro, enciende su carro. Está acostumbrado a batirse a diario con maniáticos en las carreteras de una Australia distópica que evoca el oeste salvaje de los spaghetti westerns y a los solitarios samurái ronin de la Japón feudal. Con aplomo, da caza al pandillero, quien al poco tiempo pierde confianza, se quiebra en llanto y explota su carro de forma espectacular contra otro vehículo.
“Mire –le dice Max a su jefe–: si paso más tiempo en la autopista me convertiré en uno de ellos, un psicópata terminal, con la excepción de que cargo una insignia de bronce que dice que soy uno de los buenos”. Max quiere renunciar para pasar los días con su esposa y su hijo. Pero la adrenalina lo mantiene en el juego. Su deseo, sin embargo, cobra fuerza cuando, a modo de venganza, la pandilla de Nightrider incinera a su mejor amigo. Max decide abandonar su cargo. Pero la tropa, despiadada y caótica, bajo una especie de psicosis colectiva, ataca de nuevo y asesina a su familia. Es entonces cuando el héroe de la historia deja de ser héroe: ejecuta su represalia y se transforma en un ser impasible, en un nómada del desierto, en el “hombre sin nombre”.
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Mad Max (1979) pasó desapercibida en las salas de cine de Australia y Estados Unidos. Se trataba de una cinta sin ambiciones comerciales, realizada por un grupo de novatos, con un presupuesto de 400.000 dólares. Era el debut de su director, George Miller (Babe, Happy Feet), así como el primer papel importante de su protagonista, un Mel Gibson de 21 años. Ante la ausencia de una industria de cine consolidada en Australia, una casa de un suburbio en Melbourne hizo de centro de producción, mientras que su garaje funcionó como el taller de los carros. Después del rodaje, que duró seis semanas, el productor Byron Kennedy editó la cinta en el sofá de un amigo con una máquina casera que le había construido su padre.
Fotograma de Mad Max: The Road Warrior.
Solo con el estreno en 1981 de Mad Max: The Road Warrior, que contó con un presupuesto mayor y una importante campaña de publicidad en Estados Unidos, el público entró en contacto con la original. El éxito de ambas cintas fue tan repentino como rotundo. La dupla no solo consolidó a Mel Gibson como una estrella internacional, sino que se convirtió en un fenómeno de culto y en un éxito comercial sin precedentes: con unos ingresos de unos 100 millones de dólares, Mad Max fue la película que más dinero recaudó en relación a su presupuesto hasta que llegó a la gran pantalla The Blair Witch Project (1999). De hecho, ambas fueron incluidas en la guía de las 1.000 mejores películas de todos los tiempos publicada por el diario The New York Times en 2004. Incluso, hoy su aporte a la cultura popular es comparado con el de La guerra de las galaxias.
La popularidad de la franquicia se asentó aún más con su tercera entrega: Mad Max: Beyond Thunderdome (1985), considerada la mejor de las tres por el crítico de cine Roger Ebert. La cinta, financiada en parte por Hollywood, y con un elenco liderado por Gibson y la cantante Tina Turner, terminó ese ciclo de Mad Max con una de las propuestas cinematográficas más deslumbrantes y oníricas jamás creadas. Y este año, tras décadas de negociaciones y disputas sobre locaciones y actores, el director George Miller volvió a recrear el universo que lo hizo famoso con Mad Max: Road Fury, la primera parte de una nueva trilogía.
El concepto detrás de Mad Max –un hombre obligado a subsistir en una distopía lejana, enfrentado a criaturas salvajes– ya contaba con referentes cinematográficos. Películas de ciencia ficción como The Omega Man (1971), basada en la novela de Richard Matheson y protagonizada por Charles Heston, y El planeta de los simios (1968), inspirada en la obra del escritor francés Pierre Boulle, habían explorado temáticas similares. El ángulo de los carros también tenía precedentes: en 1975 se había estrenado en Estados Unidos Death Race 2000, película de acción en la que, muy al estilo de Mad Max, el mundo colapsaba por la carencia de petróleo y los vehículos asumían un papel protagónico en la lucha por la supervivencia. El valor agregado de Mad Max provino, ante todo, de su crudeza.
“Éramos un equipo de gente muy joven, sin mucha experiencia. Apenas contábamos con tres electricistas y tres personas para las cámaras. Pero había un entusiasmo muy grande –recuerda el cinematógrafo de Mad Max David Eggby, quien estaba trabajando en televisión cuando recibió la llamada de Kennedy–: No tardé en aceptar. Hay que recordar que en 1977 no había reglas. Hicimos la cinta antes de que hubiera estándares de seguridad. Tampoco había pantallas verdes, ni efectos especiales. Tuvimos muchos sustos, muchas lesiones y varios huesos rotos. Pero más que difícil de grabar, fue arriesgada. Sentíamos que no se había hecho nada así de emocionante en cuanto a los riesgos que asumimos con el equipo y los conductores”.
Mad Max recogió varias coyunturas australianas: la crisis del petróleo de 1973, cuando la OPEP sacudió el mercado internacional disminuyendo la producción de barriles de crudo y provocó en el país insular varios ataques de camioneros a las gasolineras más recónditas del outback; la cultura de los muscle cars –automóviles con motores potentes y rasgos deportivos–, que seguía en boga en parte por el ‘Supercar Scare’ de 1972, una controversia mediática que surgió cuando aparecieron en los periódicos locales artículos sobre unos nuevos vehículos que podían superar los 257 kilómetros por hora; y el surgimiento de la música punk con bandas como The Saints y músicos como Nick Cave. El resultado, entonces, no podía ser otro: pandillas de punkeros en motos y carros aterrorizando las carreteras y los pueblos del desierto australiano en busca de petróleo.
La primera entrega de la trilogía es la más clásica. Se trata de una historia que se ha visto incontables veces: un héroe tradicional, de buen corazón, pierde a su familia a causa de una serie de infortunios y decide impartir justicia con sus propias manos. Pero, a diferencia de muchas películas similares, Max no hace catarsis. La línea que en un comienzo separa a los buenos y los malos se desdibuja hacia el final. Si bien Max venga a su esposa e hijo, en vez de restaurar el orden y retomar su trabajo como policía, atraviesa el umbral hacia la zona prohibida y se convierte en otro nómada en busca de gasolina para subsistir. La cámara lo abandona como lo encuentra: a solas en el desierto, un espacio inhóspito, desamparado, carente de futuro.
Mad Max: The Road Warrior, la secuela, transcurre una década después. A modo de introducción un noticiero actualiza al espectador: tras debatir durante años el uso y consumo del petróleo, la humanidad sucumbe a una estrepitosa guerra que arrasa con la civilización. Pasado el apocalipsis, los remanentes de la humanidad se reorganizan en pequeñas comunidades y libran una precaria contienda por los últimos pozos de combustible. Max se ve inmiscuido en un conflicto entre una tribu “civilizada”, que resguarda un yacimiento de petróleo en un improvisado fortín, y una horda de bárbaros liderados por el excéntrico Lord Humungus, un gigante semidesnudo que amarra a sus víctimas al capó de sus vehículos.
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Lord Humungus, el villano de Mad Max: The Road Warrior.
Max continúa recalcitrante en cuanto a su relación con los hombres. Huraño, apenas cuenta con un perro de compañía y en un comienzo solo contacta a la tribu para abastecer la gasolina de su Interceptor. La situación del fortín, sin embargo, empeora y Max se ve obligado a desempeñar contra su voluntad el papel de héroe. La película, más visceral y agresiva que la primera, significó un salto importante en el imaginario de la trilogía. Con personajes memorables, y un mayor énfasis en las escenas de acción, estableció el ritmo frenético que se convertiría en la insignia de la franquicia. Ese ímpetu, presente de inicio a fin, culmina con una elaborada escena de persecución en la que un tanquero acorazado se transforma durante media hora en un campo de batalla.
Mad Max: Beyond Thunderdome, con un presupuesto de thriller hollywoodense, retoma ese frenesí y lo lleva al extremo. Muchos años han pasado, como lo constata el pelo canoso de Max, y los sobrevivientes del apocalipsis han empezado a restablecer la civilización en un tugurio de mala muerte llamada Bartertown. El pueblo tiene dos niveles: una especie de chatarrería mercado en la superficie, liderada por la ávida Aunty Entity (Tina Turner), quien vive en una casa englobada sobre el paisaje; y una oscura y húmeda pocilga de marranos soterrada en sus entrañas, donde el bicéfalo Master Blaster, sin duda el personaje más creativo de Miller, se encarga de generar la electricidad de la aldea con el excremento de los cerdos.
Aunty Entity (Tina Turner), la villana de Mad Max: Beyond Thunderdome.
Max viaja a Bartertown en busca de partes para su vehículo pero se enmaraña en la pugna de poder entre Aunty y Master Blaster, a quien termina enfrentando en el Thunderdome: un herrumbroso coliseo en forma de cono invertido en el que los concursantes son atados a cuerdas elásticas para así alcanzar las lanzas y moto sierras que cuelgan del techo. Max, aún más solitario y desentendido de los demás hombres que antes, se las arregla para salir con vida solo para ser exiliado al desierto. Ahí, en medio de la nada, y a punto de morir, es rescatado por una colonia de niños que traen a la memoria los de El país de nunca jamás. Comienza, entonces, el esperado proceso de humanización de Max, quien baja la guardia por primera vez desde que perdió a su familia. Deja entonces los bólidos blindados, los asesinos gigantes, las maltrechas carreteras y el desenfreno general. La carrera ahora es por repoblar la humanidad.
Sobre la cresta
El desmesurado universo creado por George Miller y Byron Kennedy no fue un fenómeno aislado. Hizo parte de un periodo histórico en el cine del continente insular: ‘La nueva ola australiana’, un movimiento que se empezó a gestar en 1970 y que cambió para siempre las reglas de juego de la producción de largometrajes en el país. A diferencia de otras ‘nuevas olas’, como la francesa de los cincuenta que surgió como respuesta a la estética conservadora de la época, o la china de los ochenta, una contestación estética a la revolución cultural de Mao Zedong, la australiana no provino de una ideología, sino de la intervención del gobierno. Hasta 1989 el estado financió lo que hoy se denomina ‘Ozploitation’: un tipo de cine que se concentró en explotar las costumbres coloquiales de los australianos.
“Las cintas de esa época contaban con una energía que carecen las películas de hoy en día. Eran arriesgadas, obstinadas, sin temor a usar todo tipo de géneros para retratar nuestra identidad nacional. Ese periodo existió gracias al primer ministro Gough Whitlam, quien revolucionó la forma de vivir de los australianos creando acceso gratuito a universidades, eliminando el servicio militar obligatorio, abogando por los derechos de las mujeres y financiando las artes, incluido el cine. Durante esos años fuimos parte de la vanguardia. Lamentablemente, ahora ya nadie toma riesgos innecesarios”, asegura la cineasta Donna McRae.
Entre las medidas que tomaron los mandatarios a comienzos de los setenta cabe destacar la creación en 1973 de la Australian Film, Television and Radio School, de donde surgió una nueva generación cinéfila que hasta el momento había trabajado en televisión y que gracias a los nuevos subsidios finalmente pudo desembocar toda su energía creativa en el cine. Se calcula que la producción de cintas en el continente pasó de una al año en 1969 a veinte a finales de los setenta.
El director George Miller hizo parte de la Nueva ola australiana.
Los cientos de películas filmadas durante esas dos décadas trataron temas disímiles, aunque siempre tuvieron ciertos elementos en común: un estilo narrativo lineal, más bien clásico, que solo se alejó de las convenciones establecidas por Hollywood en excepciones como la surrealista Picnic at Hanging Rock (1975); una tendencia a filmar los espacios del outback, propensión que correspondía tanto a la ausencia de estudios como al deseo de retratar conflictos a menudo violentos y sexuales en el campo; el uso de vehículos, un símbolo masculino y un elemento indispensable en un país donde las distancias entre ciudades son inmensas; y una renuncia casi general a tratar temas filosóficos o espirituales.
Mad Max fue la cinta que más visibilizó el proceso de la nueva ola. Con un guion tradicional, escenarios desérticos, muscle cars y un énfasis en la masculinidad mediante la violencia implícita, ayudó a formar en los ojos del mundo una noción sobre la identidad de Australia. Creó un mapa visceral, por momentos aterrador, distópico y crítico del excesivo consumo de recursos naturales. Y lo hizo con muy poco. Como dice McRae: “el verdadero mérito de esas películas es que inventaron un futuro en medio de la nada”.