LA DEFENSA DEL DRAGÓN, DE NATALIA SANTA

'La defensa del dragón': arriesgarse a perder

Un profesor de ajedrez, un relojero y un homeópata protagonizan la ópera prima de esta literata bogotana, que a partir de las fotografías de su esposo tomadas en el centro de la capital hace un homenaje a una zona y a un estilo de vida que se resisten a desaparecer. La película, que llega a salas nacionales el 27 de julio, se estrenó en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes.

Christopher Tibble* Bogotá
22 de mayo de 2017
Gonzalo de Sagarminaga, izquierda, en una escena de película.

Cada sábado, a eso de las cuatro de la tarde, una centena de hombres vestidos con trajes viejos o sudaderas motosas atraviesan el umbral sin marcar del club de ajedrez Lasker, en el centro de Bogotá. Dejan atrás los maniquíes que adornan la entrada del edificio, cruzan la tienda de ropa y suben la escalera en caracol hacia el tercer piso, donde se sientan ansiosos frente a los tableros de casillas blancas y verdes. Miguel Santamaría, el organizador del torneo semanal, de baja estatura y gruesos lentes, inicia la función. Durante las siguientes cuatro horas, mientras los jugadores se baten sin descanso, cada tanto corta a gritos la cacofonía de piezas aporreadas, relojes reiniciados e improperios de bajo aliento. Brama: “¡Pérez, a la mesa 13!”, “¡Valle, veinte puntos y medio!”, al tiempo que los jugadores y espectadores, envueltos en el calor de las ventanas cerradas, se desplazan en un atropellado pero constante reacomodamiento de posiciones, partidas y dedos.

De esa multitud, de su desgarbada bohemia y facciones austeras, germinó hace seis años la semilla de La defensa del dragón, la película colombiana que compite este mes en la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes. De apenas 75 minutos, la ópera prima de la literata bogotana Natalia Santa narra la amistad de tres hombres mayores que sobreviven a sus batallas cotidianas en un centro histórico que, como ellos, se resiste a participar en la carrera de la modernidad. Anclados en su cómoda inercia, un profesor de ajedrez y antiguo prodigio, un relojero de tendencias depresivas y un homeópata español de dudosas habilidades psíquicas comparten sus respectivas soledades en los establecimientos icónicos de la zona y, sobre todo, en las tableros del Lasker.

Resulta apropiado que esos personajes nacieran, a su vez, de un arte en vías de extinción: la fotografía análoga. Desde hace por lo menos una década, el fotógrafo Iván Herrera, esposo de Santa, ha registrado con su cámara a esa Bogotá relegada y para la mayoría inadvertida. De su serie La ventana, en la que retrató desde el interior del café La Normanda a transeúntes que no se sabían retratados, surgió Marcos (Manuel Navarro), el doctor holístico, basado en un médico italiano de barba alineada que solía reunirse allí con un grupo de compatriotas. De su serie Los sobrevivientes, dedicada a lugares en decadencia que se niegan a cerrar, como el restaurante taurino Los Gallegos o el teatro de porno Esmeralda Pussycat, provino Joaquín (Hernán Méndez), el melancólico relojero, que en el retrato de Herrera aparece en su taller, con un monóculo incrustado en el ojo izquierdo. Samuel (Gonzalo Sagarminaga), el ajedrecista, nació en cambio del cúmulo de rostros que Santa encontró en las fotos de los jugadores del Lasker, así como de la afición de su esposo a ese juego.

Herrera, sin embargo, no se limitó a tomar las fotos que inspiraron La defensa del dragón. También trabajó como su director de fotografía, junto a Nicolás Ordóñez, cinematógrafo y fundador de la productora Galaxia 311, para así mantener la estética de sus series. Como resultado, todas las tomas de la película son fijas, como si se tratara de las fotografías galvanizadas de un viejo álbum familiar. “Desde que empecé a imaginármela –dice Santa, sentada en el segundo piso del Lasker– lo hice desde la propuesta de Iván. Desde el color que él usa hasta la composición supersimétrica. La cámara fija tenía sentido porque transmitía muy bien los universos estáticos de estos personajes detenidos en el tiempo, unos señores a los que les cuesta mucho esfuerzo cambiar sus rutinas, conceder, arriesgarse”. Para lograr el particular tono visual del largometraje, Herrera y Ordóñez utilizaron una Bolex digital descontinuada con unos lentes antiguos que imitan a la original de 16 milímetros, con sus defectos y aberraciones incluidos.

Si bien la locación, los personajes y el estilo cinematográfico de la película permiten a vuelo de pájaro tildarla de nostálgica, el guion de Santa no se hunde en la añoranza. Aunque la cineasta sí reconoce la presencia de cierta melancolía –en su deseo de recrear los paisajes de su niñez en el centro, en querer registrar una ciudad que en 20 años quizá deje de existir, incluso en el título, que evoca la figura mitológica del dragón, “que se resiste a desaparecer”–, en la película predominan, por encima de todo, el humor y el optimismo frente a la decepción. “Los personajes de La defensa no son tristes. De hecho, se la pasan haciendo chistes pesados entre ellos”, ríe la cineasta, antes de agregar que por eso no le gusta tanto el cine francés, “porque es muy dramático”.

A modo de ejemplo, en una de las escenas en el Lasker, cuando Samuel le asegura a Marcos que, a diferencia del póker, en el ajedrez el azar no juega papel alguno, el español le responde: “En ese caso te doy la razón. Si de suerte se tratara, te iría tan mal como en todo lo demás”. Samuel, Joaquín y Marcos se enfrentan, cada uno a su modo, a la posibilidad del fracaso, que pende sobre ellos como una constante. Sea por el fantasma de derrotas pasadas, el cierre de su negocio o la adicción a las apuestas, la vida de los tres protagonistas se asoma por momentos al desbarrancadero. Pero Santa, justamente, recurre al humor en la cinta para refutar la autocompasión y para, a su vez, burlarse de la obsesión que tiene el hombre moderno por conseguir el éxito: “Vivimos en una sociedad, en un mundo, que siempre apunta al éxito, a ser mejor, a brillar más, y creo que el fracaso no está tan mal. Se puede pasar bien sin llegar a ser el primero en nada”. En un momento dado, el eslogan de la película iba a ser: “Nunca es tarde para arriesgarse a perder”.

Natalia Santa nació en Bogotá y estudió Literatura en la Universidad Nacional de Colombia. En esta foto aparece en el restaurante Los Gallegos, una de las locaciones de la película. Crédito: Iván Herrera. 

En ese orden de ideas, resulta pertinente el comienzo del ensayo Apología de ocio, escrito por Robert Louis Stevenson en 1887: “En estos tiempos en que todos estamos obligados bajo pena de lesa respetabilidad a entrar en alguna profesión lucrativa y a trabajar en ella con entusiasmo, un grito del partido opuesto, el de los que se contentan con tener lo suficiente, con mirar a su alrededor y gozar mientras tanto, puede sonar un poco a bravata o fanfarronería. Sin embargo no debería ser así. Lo que suele llamarse ociosidad, que no consiste en no hacer nada, sino en hacer mucho de lo que no está reconocido en los formularios dogmáticos de la clase dominante, tiene derecho a mantener su posición al igual que la industriosidad”.

El ocio de los personajes de La defensa del dragón, o por lo menos su indiferencia ante lo que algunos podrían considerar sus “vidas fracasadas”, se debe a que ellos no son víctimas de sus circunstancias. “Sus soledades son escogidas –dice Santa–. Ellos han elegido este camino. ¿Por qué una persona elige la soledad? ¿Por qué la busca? ¿Por qué la prefiere? Samuel, por ejemplo, se siente más cómodo a solas que acompañado. Cuando una mujer se le acerca en la película, él la ve como una interrupción de su mundo mental, donde todo funciona de acuerdo a la lógica”. De hecho, las vidas recluidas de los personajes, ajenas a la violencia y los problemas sociales de Colombia, ayudó a que el jurado de Cannes la eligiera para la Quincena. “Edward Waintrop, el curador de la muestra, nos dijo que le había parecido rarísima, que no se la hubiera esperado jamás. En nuestro cine estamos acostumbrados sobre todo a ver historias de extremos. Y en esta película no los hay. Los personajes no lidian con el hambre. Tampoco con la vida o la muerte. Y eso los sorprendió”, dice Santa.

El particular encanto de La defensa del dragón proviene, en parte, de la tensión que existe entre la decisión consciente de representar a esa medianía, a esa deliberada mediocridad, y la ubicación del rodaje. Según el crítico de cine Pedro Adrián Zuluaga, dos corrientes han marcado la participación del centro de Bogotá en el cine nacional: “A pesar de que la ascendencia cinéfila de Caliwood o de la Medellín de Víctor Gaviria indicarían lo contrario, Bogotá es la ciudad más filmada por el cine colombiano y su centro ha concentrado la mayor de las atenciones, quizá porque es un emblema del poder político y cultural. Una primera tendencia del cine sobre la capital (y su centro) es, por llamarla de alguna manera, de corte realista-poético, y está obsesionada con los márgenes sociales, con todas esas fronteras que la ciudad “normalizada” no alcanza a integrar: la huella de José María Arzuaga –así sea inconsciente– es perceptible en filmes como Confesión a Laura, de Jaime Osorio, y La sombra del caminante, de Ciro Guerra. La otra tendencia es el cine negro o policiaco que tiene al crimen como su eje. Bogotá y el centro de la ciudad han sido representadas en esa clave en filmes que se desprenden del temprano Semáforo en rojo y llegan hasta películas como La gente de la Universal, de Felipe Aljure”.

La defensa del dragón se encuentra por fuera de esas dos corrientes, y en ese sentido se asemeja más a una cinta como La estrategia del caracol, también rodada en el centro de la capital. Pues, al igual que la película de Sergio Cabrera, la de Santa no está obsesionada con las narrativas de desastre o la noción de país fallido y, en cambio, rescata la capacidad de resistencia colectiva de los personajes, si bien de manera distinta. Pues en últimas Samuel, Joaquín y Marcos se resisten, frente al tablero de ajedrez, sumidos en sus interminables variaciones, a participar en el gran concierto de la modernidad, acaso intuyendo su irrelevancia. Ya lo había advertido Stevenson: “Las metas por las que ellos entregaron su inapreciable juventud, en lo que les toca, pueden ser quiméricas o perjudiciales; las glorias y las riquezas que esperan pueden no llegar jamás, o llegar cuando les son indiferentes; y ellos mismos y el mundo que habitan son tan insignificantes que la mente se hiela con solo pensarlo”.