CINE
‘La flor’, del argentino Mariano Llinás: una experiencia colectiva y desbordada
Esta es una de las películas más ambiciosas del cine latinoamericano: dura catorce horas, y esa es apenas una de sus particularidades. Que ahora la exhiban cinco salas independientes en Colombia resulta admirable.
Hace un año, en el Festival de Biarritz Amérique Latine, un jurado que presidía Laurent Cantet –ganador de la Palma de Oro en 2008 por La clase– otorgó un premio de tres mil euros para la distribución en Francia a una película que, por un extraño juego del destino, logró ser exhibida comercialmente. Se trata de La flor, de Mariano Llinás, un filme de catorce horas de duración dividido en tres partes, seis episodios, ocho actos y numerosos capítulos –tal vez no valga la pena contarlos–.
El pasado 6 de marzo, seis meses después de esta ceremonia de premiación y tras cosechar grandes reconocimientos como el premio principal de la Competencia Internacional del 20 Bafici –donde se estrenó la versión completa, que desde entonces ha circulado por escenarios como Locarno, Toronto, Londres y Zinebi–, el tercer largometraje del reconocido y controversial director argentino inició un modesto circuito francés. Y ahora, quizás de la misma manera insospechada y después de su estreno el pasado julio en la temporada inaugural de la Cinemateca de Bogotá, se proyectarán algunas funciones como parte de la programación de cinco salas alternativas en Bogotá, Medellín y Cali.
En numerosas entrevistas, Llinás se ha referido a esta obra como un “objeto” inusual, cuyas piezas ha fabricado a lo largo de diez años en comunión con un pequeño y muy cercano equipo de realización y con el colectivo teatral Piel de Lava: las actrices Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa. Ellas protagonizan estas historias variopintas, adoptando en cada episodio una nueva versión de sí mismas hasta revelar eventualmente su identidad de hechiceras –¡alquimia!– sin dejar de evidenciar, en sus gestos y semblantes, el paso (real) del tiempo y la experiencia adquirida durante los años invertidos en una producción de dimensiones y ambiciones colosales como pocas.
La flor, hablada en español, inglés, francés, ruso, catalán e italiano, fue rodada en distintos lugares de las provincias de Buenos Aires, Mendoza, Entre Ríos y San Juan, así como en doce países, entre los cuales se encuentran Rusia, Mongolia, Líbano, Corea del Sur, Alemania, Francia, Chile y Colombia. En diciembre de 2018, en un titular el diario español El País calificó a esta película como un “divertido monstruo fílmico” de mil cabezas que deja descubrir algunas de sus caras solo para ofrecer una base narrativa sobre la que se establece un pacto inicial entre los espectadores y el autor, y cuyos propios términos ponen a prueba la resistencia de los primeros.
“Tal vez la mayoría ya lo sepa, pero por las dudas lo explico de nuevo. Son seis historias: hay cuatro que empiezan y no terminan, es decir, que empiezan y se quedan en la mitad, no tienen final; después viene el episodio cinco, que empieza y termina, como un cuento; y finalmente viene el sexto episodio, que empieza en la mitad y termina todo el film”. Esta introducción, que pronunció Llinás ante la cámara mientras dibujaba en una libreta la figura que da título a la película, abre paso a una historia del cine cuyo señalamiento a la fragilidad de las estructuras aristotélicas contrasta elocuentemente con un repertorio de formatos clásicos: las cintas serie B, un musical revestido de misterio, una película de espías, el film-ensayo, una pieza muda, una referencia a la clásica tradición francesa que antecedió e influyó a los directores de la nouvelle vague y una puesta en abismo de los códigos del western.
Estas son las piezas de un mosaico de aparente vocación narrativa que recoge tradiciones para reapropiárselas, actualizarlas y ponerlas a prueba mediante una factura en cierto modo precaria –si se la compara con la calidad técnica y el imaginario cultivado por las grandes producciones que han fabricado los códigos estéticos de estos mismos géneros– y una verosimilitud potencialmente frágil para quien se sienta en la sala. Sin embargo, de una forma brillante y lúdica, la película consigue mantener el pacto establecido, la atención, la fe y la tensión de un espectador con la suficiente osadía para enfrentarse a una hazaña cinéfila como esta.
Aún así, a medida que avanzan los relatos prometidos, la ficción va dejando en evidencia su tejido, su artificio, y reivindica un aspecto de la experiencia cinematográfica, cuya desaparición han profetizado los más pesimistas ante los cambios más vertiginosos y radicales en las dinámicas del “consumo audiovisual”: la colectividad en la sala oscura, la sala de cine, la caverna. En el filme, esta se presenta como un contundente acto de resistencia.
A ese lugar pertenece, hoy más que nunca, un fenómeno como La flor: una fogata alrededor de la que un grupo de desconocidos se ha reunido, por voluntad propia, para escuchar las historias caprichosas de Llinás –para algunos de ellos, otro desconocido–; para rehuir el alba; para detener la muerte de una experiencia que, según distribuidores y agentes internacionales, sufre una aguda crisis a nivel global.
Según la más reciente edición del informe “Cine en cifras” de Proimágenes Colombia, la asistencia a las salas en el país ha crecido en la última década de manera sostenida aunque moderada, pero las películas estadounidenses siguen atrayendo a más del 90 por ciento de los espectadores: casi treintaiún millones en el primer semestre de 2019. El cine colombiano, que representó el 15 por ciento de la oferta de las salas en ese periodo, llamó la atención de apenas el 2 por ciento del público (704.229 asistentes); mientras que el cine latinoamericano –una débil muestra semestral de dos títulos: la comedia argentina El cuento de las comadrejas, del ganador del Óscar Juan José Campanella, y la rom-com dominicana Qué león, protagonizada por el cantante de reguetón Ozuna– vendió 34.404 boletas. Esto representa apenas el 0,1 por ciento del total.
Sobre estas últimas cifras, Dayra Galvis, programadora de Cine Tonalá, afirma que “los distribuidores tienen algo de culpa, pues si el público ha demostrado esa resistencia al cine de la región, en parte se debe a que los distribuidores no lo traen. No hay realmente, desde la distribución, una oferta de cine latinoamericano para incentivar en el público su consumo, y por eso termina convirtiéndose en una experiencia de los festivales”.
Aun cuando salas como esta pretendan ampliar su programación, las limitaciones económicas no les permiten actuar con gran libertad. Gerylee Polanco, una de las programadoras de la Cinemateca del Museo La Tertulia, el único exhibidor alternativo de Cali, dice que su libertad depende principalmente de los ingresos por taquilla, por lo cual debe trabajar con festivales, distribuidores nacionales y otros internacionales con sede en Colombia. “Solo dos o tres veces al año podemos traer películas exclusivas para nutrir nuestra programación”, dice. En 2018, por ejemplo, exhibió algunas cintas de Lucrecia Martel en alianza con el Goethe-Institut, y este año, varios filmes del Ciclo Rosa que el mismo instituto alemán organiza junto con la Cinemateca de Bogotá y el Colombo Americano de Medellín.
En ese contexto, las nuevas funciones de La flor, fuera del circuito “natural” de la temporada inaugural de la Cinemateca de Bogotá, son un fenómeno insólito y a la vez admirable en Colombia.
UN CONSUMO DISTINTO
“Por su planteamiento, duración y acogida internacional, La flor es un desafío para el espectador, el distribuidor y las salas que deciden proyectarla; en resumen, esta película cuestiona toda la cadena de actores involucrados en la exhibición cinematográfica independiente, lo que a la larga puede ser una bella oportunidad para repensar nuestros procesos y la manera en que asumimos el consumo de cine de nuestros públicos”, dice Alejandro Gómez, programador del Colombo Americano de Medellín. Junto con Cine Tonalá, Gómez programará estas proyecciones a partir del 4 de octubre, después de que la cinta forme parte de la programación de septiembre del Museo de Arte Moderno de Medellín (Mamm).
A estas tres salas se sumarán nuevamente la Cinemateca de Bogotá en la segunda quincena de octubre y la Cinemateca del Museo La Tertulia en noviembre. En conjunto, los cinco espacios nos proponemos reunir alrededor de esta película-hoguera a 4.824 espectadores. O quizás, conscientes de las posibilidades y el contexto local descrito más arriba, nuestras ambiciones sean menores; tal vez solo esperemos replicar parte de los resultados de las primeras proyecciones de La flor en Colombia, en que solamente noventaiún de las cuatrocientas cincuenta sillas disponibles durante las seis funciones quedaron vacías: un aforo de casi el 80 por ciento.
“No es, por supuesto, un proyecto rentable, pero definitivamente es una inversión redituable para las salas que pueden permitírselo y para sus públicos a un nivel más profundo”, dice Maximiliano Cruz, programador del Mamm y codirector del sello de distribución colombo-mexicano Interior XIII –responsable del estreno comercial de películas como Roma, de Alfonso Cuarón; Burning, de Lee Chang-dong; Paterson, de Jim Jarmusch, y ahora La flor–. Al preguntarle por qué Interior XIII se atrevió a una empresa como esta en Colombia, Sandra Gómez, socia de Cruz, afirma que “en pleno auge de lo inmediato, pensar en compartir esta experiencia desbordada en una sala de cine parece un contraste interesante por explorar. Ofrecer esta posibilidad es importante. La flor viene precedida por cierta controversia por ser una película de una duración inaudita, y eso puede ser un gancho para muchos. Sin embargo, lo que sucede en todas esas horas en colectivo es que esa pequeña comunidad atraviesa por un suceso transformador”.
En una entrevista con el crítico argentino Roger Koza, con quien compartió un espacio de encuentro en la temporada inaugural de la Cinemateca de Bogotá, Llinás dijo que “La flor produce ficción de un modo insensato e imprevisible, y en tal sentido se resiste a cierta cosmovisión que piensa la ficción como algo utilitario, como una suerte de mercancía del sentido que exige que cada relato diga algo y que ese algo sea esclarecedor y aprehensible”.
El fin de una obra como esta parece superar la obra misma y despertar inquietudes de otro orden: siempre valdrá la pena regresar a aquella caverna para encontrarse con otros y tejer en conjunto un sentimiento de comunidad y pertenencia. Sentirnos parte del mundo, y él, parte de nosotros.