La tierra y la sombra, de César Acevedo

El valor de resistir

La película ganadora de la Cámara de Oro en la pasada edición del Festival de Cannes, ha puesto de relieve una nueva manera de hacer cine en el país. Una película delicada, que se interna en el drama íntimo de una familia en medio de la enfermedad, la muerte y la pobreza.

Hugo Chaparro Valderrama* Bogotá
18 de julio de 2015
Alfonso (Haimer Leal) y Manuel (José Felipe Cárdenas), en una escena de la película.

¡Tuvimos que esperar cien años para que nos dieran la Cámara de Oro en Cannes!”. La ironía de un espectador, tras la proyección de La tierra y la sombra, se apropiaba con la efervescencia del orgullo en clave patriótica del premio que se le otorgó en el Festival de Cannes al primer largometraje de César Acevedo. Invertía los términos de la desconfianza por la que el país le ha dado la espalda al cine doméstico. Una costumbre centenaria desde que los hermanos Di Domenico estrenaran El drama del 15 de octubre, a finales de 1915, sobre el asesinato de Rafael Uribe Uribe, con el que se inició tanto la historia del largometraje en Colombia, como la dificultad para dialogar con el público local: los Di Domenico decidieron ocultar en el misterio la película, sepultada para siempre después de que un crítico, espontáneo y enloquecido, le disparó a la pantalla, asesinando por segunda vez al general de la Guerra de los Mil Días.

Una historia de aprendizaje mutuo y tortuoso, que revela el interés por dialogar con el público, aunque ciertos espectadores se reserven el derecho de admisión para asistir con sensatez despreocupada a las películas de un cine adjetivado con el rótulo del prejuicio: “colombiano”.

A menos que un premio, un festival, la atención que despierta una película local en las “geografías del prestigio” –Berlín, Venecia, Toronto, San Sebastián, Cannes–, anime la curiosidad y su entusiasmo, que no dejan de ser condescendientes cuando se puede escuchar: “Para ser una película colombiana…”.

La perspectiva presenta un camino difícil de cruzar, pero también lucidez y comprensión para asumir el oficio de hacer cine en Colombia, según los intereses narrativos y las circunstancias de producción que definen el trabajo de César Acevedo; de su director de fotografía, Mateo Guzmán; del equipo de rodaje que pulió con delicadeza las texturas visuales y sonoras de una película con la apariencia de una ilusión óptica, en la que luz y penumbra se contrastan como una traducción de las emociones del relato, gracias a la dirección de arte de Marcela Gómez, la búsqueda de dos cazadores de sonidos como Felipe Rayo y Roberto Espinoza, la edición sin costuras de Miguel Schverdfinger y el apoyo de los productores al frente de la compañía Burning Blue: Diana Bustamante Escobar, Paola Pérez Nieto y Jorge Forero.


Mateo Guzmán, director de fotografía, y César Acevedo, director.

La forma que descubre la película, difícil de lograr en su aparente sencillez y en su intención de subrayar dramáticamente a través de la luz el aire melancólico que respira una familia y su ansiedad por recuperar la armonía perdida, es el resultado de una búsqueda cinematográfica para la puesta en escena de una historia que narra el regreso de Alfonso (Haimer Leal) a la casa donde dejó de esperarlo, desde hace ya varios años, Alicia (Hilda Ruiz), y en la que se encuentran su hijo Gerardo (Edison Raigosa), respirando con dificultad el aliento de la muerte, su esposa Esperanza (Marleyda Soto) y el nieto de Alfonso y Alicia, Manuel (José Felipe Cárdenas), un niño que empieza a crecer con el desconcierto que le causan los adultos, más aun cuando la pobreza asedia después de que Alicia y Esperanza son despedidas del cañaduzal donde trabajan.

Una puesta en escena que permite escuchar el silencio deslizándose cautelosamente entre los diálogos, cuyas visiones no desmienten el entorno campesino en el que sucede la historia. El recurso de las metáforas, según la poesía, se desliza en la conciencia del espectador; el método emocional, diseñado por la mítica Fátima Toledo, capaz de hacer actuar a un árbol, contribuyó a enriquecer la capacidad de los actores, que interpretaron sus personajes, concentrados en el factor humano que desnuda las huellas del trabajo sobre el cuerpo, al mismo tiempo que expresa las dificultades del rencor, el peso de la muerte y el dolor cifrado por la ausencia en el espacio cerrado de una casa.

La actitud de una generación buscando la identidad y el estilo para sus películas, se revela en las decisiones formales y en el modelo de producción que matizan los aspectos visuales y narrativos de La tierra y la sombra.

Sin los delirios del triunfalismo y con la prudencia que supone la construcción de una filmografía, mientras Acevedo describe su manera de acercarse a un oficio que propone más dudas que certezas, para Jorge Forero la evolución de un director revela el desarrollo que define a largo plazo una forma de narrar en el cine.

La transición en Latinoamérica de películas con repartos tumultuosos, protagonizadas por una galería de personajes que representan los episodios de la historia, cuando se cruzó el umbral del siglo XX al XXI, descubrió que el plano general de lo masivo se empezaba a cerrar sobre la intimidad del continente.

“El proceso fue la combinación de varios aspectos”, afirma Diana Bustamante. “La explosión de una nueva generación, representada por películas como Familia rodante (2004), de Pablo Trapero, fue un modelo de producción que nos hizo preguntarnos cuáles eran las películas que podíamos hacer, en qué lugar del mundo nos encontrábamos, por qué decidimos filmar con pocos actores y con equipos de rodaje pequeños, cuáles eran nuestras posibilidades de hacer cine. Y ese estilo que define en gran parte al cine latinoamericano reciente, su interés por las historias íntimas, nos diferenció de otras formas de producción y creó un lenguaje cotidiano, que hizo de ‘lo pequeño’ una variación de la identidad para manejar nuestro universo cinematográfico”.


Jorge Forero, Paola Pérez y Diana Bustamante, productores de la cinta.

Sin convertirse en una imposición para los guiones con los que se empieza a definir el sueño de una película, la complicidad cinematográfica de César Acevedo y Mateo Guzmán, desde que estudiaron juntos en la Universidad del Valle, ha sido una manera de preguntarse qué tipo de cine les interesa realizar, reconociendo la tradición a la que pertenecen, sin limitarse a su geografía.

“En La tierra y la sombra se descubre la tradición de César, nutrida por el cine de Europa oriental, por un director como Robert Bresson, de quien quiso tomar distancia, así como también trató de hacer algo distinto a los modelos del cine latinoamericano de la última década, sin dejar de aprovechar sus influencias, pero agregando su perspectiva cinematográfica para dar un paso adelante”, dice Jorge Forero.

Acevedo aprovechó el legado de poetas como Walt Whitman, T. S. Eliot y Paul Celan, sumado a la herencia del cine clásico soviético y a su experiencia autobiográfica alrededor de la memoria de su madre, para comprender el corazón de sus personajes y registrar el paisaje del Valle, los contrastes de luz y sombra entre el interior de la casa y su exterior, la claustrofobia de los cultivos de caña y de los campesinos, presentados como imágenes épicas cuando la cámara se concentra en sus rostros, encajando con la mirada fotográfica de Guzmán y con sus referencias pictóricas. Me confirmó una intuición cuando le pregunté si había estudiado dos pinturas de Andrew Wyeth –Wind from the Sea y Christina Olson– para iluminar las cortinas de la casa y describir en términos visuales la relación de la abuela con el lugar que define sus vínculos familiares. Con su afirmación, descubrí que la única frontera creativa del cine es el rectángulo de la pantalla.

“Mi historia es sencilla, pequeña, confía en el poder de la imagen, en lo que significa un movimiento de cámara, el sentido narrativo del cine”, dice Acevedo. “Es una construcción poética de la imagen y una experiencia para compartir con el público”.

Una película con la que se ilustra lo que señala Paola Pérez cuando se refiere a la precisión de un rodaje en el que el único azar fue la repetición minuciosa de cada escena y su trabajo en compañía de Bustamante y Forero, que sirvió de apoyo para sostener las ideas del director y moldearlas creativamente.

Por ejemplo, la construcción de la casa porque no pudieron encontrar una que sirviera de escenario a la familia, donde se creara la sensación de los años vividos a través de los objetos, de los rumores, de la presencia de la muerte, del color que tiene el aire en su interior, de los sueños que sugieren la presencia de un caballo en una de sus habitaciones, aunque la brevedad del tiempo que permanece en la pantalla hubiera exigido cerca de veinte tomas durante seis horas, hasta conseguir el vigor y el significado de una imagen que hace comprender el rumbo del pasado fugitivo, que se esfuma de la memoria con la ligereza del caballo galopando.

Nos muestra de qué manera una casa se sostiene por la sabiduría femenina, a pesar de los delirios masculinos conjurados por las mujeres y su astucia. Mientras el hijo desfallece en una cama, el abuelo regresa tras una ausencia prolongada y el niño observa el espectáculo de los adultos. Alicia y Esperanza –otra metáfora que supone en su nombre la ilusión ante el futuro–, resuelven la situación con un sentido práctico para enfrentar el mundo; para asumir la muerte –reinventada con la poesía que nutre las imágenes; presenta un giro afortunado con el aroma a funeraria de una tradición narrativa y explicable en nuestro cine– hasta que no exorcicemos nuestros miedos. Es una experiencia que revela la orfandad, la viudez y el dolor por la muerte de un hijo, quizás tan abismal, que el idioma universal no tiene una palabra capaz de expresarlo, con excepción del hebreo, que intenta describirlo con la palabra shjol.

Para Guzmán, “el personaje de Alicia representa la casa como si fuera una piedra que resiste solitaria en el mar”. Según Acevedo, “la casa es la huella de la lucha y la resistencia de Alicia; el arraigo, pero también la necesidad de irse para conservar la vida; un lugar por el que se sacrificó, aunque esa tierra no valiera nada sin marcharse, porque si lo hiciera, su existencia y su lucha no tendrían sentido”.

Una decisión que sirve para comprender las tensiones entre la memoria como semblanza de la vida y la muerte, como riesgo del olvido hacia el final de La tierra y la sombra, y para suponer que la necesidad de escribir y filmar esta película sugieren una forma de permanecer a través del cine.

No en vano, como asegura Acevedo, la película nos permite entender “los signos de destrucción y muerte que hacen parte de la vida cotidiana de los personajes, pero rescata al mismo tiempo el valor de resistir”.