FICCI 2018
En la resistencia habita la esperanza: 'Matar a Jesús' de Laura Mora
Este drama, basado en hechos reales de la vida de la directora, tiene una premisa sencilla con una carga moral y ética: 'Matar a Jesús' cuenta la historia de Paula, una joven que presencia el asesinato de su padre y que, dos meses después, se encuentra con el asesino.
A finales de 2015, Laura Mora regresó a Medellín, su ciudad natal, para reencontrarse con su obsesión personal: rodar su primera película, aquella que le haría honor a la memoria de su padre y que la enfrentaría también a la constatación de que las dinámicas de la violencia, la pobreza y la orfandad de los jóvenes de Medellín seguían presentes, aun después de casi dos décadas de su tragedia personal.
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La búsqueda de los actores no profesionales y de las locaciones fue una odisea de cincuenta meses, así como el rodaje, pues las condiciones climáticas hicieron muy difícil rodar cronológicamente, sin saltos de escenas, uno de los tantos aciertos de la película. Finalmente, Mora viajó a Argentina con más de 53 horas de material, para convertirlas en 96 minutos. Así nació Matar a Jesús, su primera película autoral que, tras un recorrido excepcional por 20 festivales internacionales –llevándose doce premios–, se estrena en el FICCI y llega el 8 de marzo a las salas de cine del país.
Este drama con tintes de thriller tiene una premisa sencilla, pero con una carga moral y ética compleja: Paula, una joven que presencia el asesinato de su padre, se encuentra, dos meses después, con el asesino. Entonces, el dilema de la venganza cobra resonancia: decide ir tras el victimario y jugarse todo para redimir la memoria de su padre.
Escribir una película intimista, tan personal, a dos manos no es tan común. ¿Por qué buscó la dupla con Alonso Torres?
El dolor de la pérdida de mi papá no me dejaba ficcionalizar, no me dejaba entender. La película final termina siendo muy parecida a los textos que escribí en un inicio: se llamaban “Conversaciones con Jesús” y nacieron a raíz de un sueño. Dos años después de que mataron a mi papá yo no era capaz de escribir nada. Suena muy artificioso, pero era real: me mataron lo único que yo sabía hacer, que era escribir. Ya viviendo en Australia, tuve ese sueño: estaba en un mirador, como en la película, viendo a Medellín; estaba fumando y un hombre de mi misma edad en ese entonces, 23 años, se sentaba al lado. Empezábamos a conversar, y en un momento yo le preguntaba por su nombre y me decía: “Me llamo Jesús y yo maté a tu papá”. Después de dos años de no escribir nada, me levanté y escribí 60 páginas sin parar. Resultó siendo una descripción de este personaje: quería ser capaz de contar una película de esta situación y no podía. Entonces le mandé los textos a Alonso y me dijo que ahí había una película tremenda. Él me ayudó realmente a poder construir una dramaturgia. Mi idea no era explorar el lenguaje cinematográfico. Mi idea era contar esta historia con una gramática visual muy particular que también deriva en un montón de reflexiones. Quería contar una historia muy precisa sobre la humanidad del otro, la resistencia, la indolencia oficial, la corrupción.
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Cuando dice que quería contar una historia muy particular y con un lenguaje cinematográfico preciso, pienso en la belleza: en medio de todo el contexto violento, usted rescata la belleza como una manera de conciliarse con la violencia, con el duelo. La belleza como una forma de resistencia.
Es muy particular que lo diga porque la película es demasiado sucia. Mucha gente dice que es muy desprolija y a mí me encanta eso. Pero también me parece bellísima. Nosotros teníamos más referentes fotográficos que cinematográficos: Nan Goldin, Bruce Davidson, Gordon Parks, fotógrafos norteamericanos, documentalistas para quienes el individuo es muy importante pero el contexto lo afecta todo. Forzamos mucho las lentes, es una película muy granulada, muy oscura también. Pero quería ser lo menos artificiosa posible, porque encuentro mucha belleza en esos lugares, en esas esquinas despedazadas. Esa cámara que no se detiene es para mí el reflejo de una sociedad que no se toma el tiempo de contemplación, y ahí hay tragedia, porque siento que cuando una sociedad no puede contemplar, no puede reflexionar sobre sí misma. Y eso es lo que pasa en Medellín, va todo tan rápido… Pienso en el duelo cuando mataron a mi papá. No tuvimos un segundo: la sociedad misma no lo permitía, no daba el espacio para permitir procesar el dolor.
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Matar a Jesús es una película que tiene una clara herencia de Víctor Gaviria, pero a la vez da un paso más, y creo que es el paso femenino que habría que dar, la vuelta de tuerca femenina a ese lenguaje.
Creo que la influencia de Víctor está en todos los que hacemos cine, sobre todo en Medellín. Celebro mucho su cinematografía. Quiero que haga más y más películas. Pero también creo que hay una generación con una aproximación y unos imaginarios visuales distintos. Y sí, ser mujer está presente en cómo me acerco a los actores, a esos lugares. A pesar de que la película intenta ser muy suelta, soy una eterna controladora; todos los directores lo somos de alguna manera. A pesar de que la forma como rodé se sintió muy caótica y muy libre, yo tenía muy claro a dónde estaba apuntando. Me demoré 50 meses buscando locaciones y quería 32 locaciones distintas. Quería que nos diéramos cuenta de que somos el mismo barrio, fronteras invisibles. Sin embargo, no podría decir conscientemente cómo me separé de Víctor. Creo que aquí está mi firma, mi relación tan íntima con Medellín, mi romanticismo. Y a pesar de todo, intento creer en el ser humano, en una visión horizontal de la gente, que fue la gran enseñanza de mi papá. Esa es, en últimas, la razón por la que yo puedo contar una historia como Matar a Jesús.
Rodar con actores naturales para contar una historia tan íntima y personal no parece ser una elección fácil. Sin embargo, los actores (Natasha y Giovanny) se apropiaron de la historia. ¿Cómo fue ese proceso de dirección?
Al principio hicimos casting y no funcionó. Así que montamos un ejército de gente que entendía muy bien la película y los contextos en los que estos personajes podrían vivir, o los universos que podrían habitar, y nos repartimos la ciudad. El personaje de Paula, por ejemplo, es una chica a la que le gusta la calle, entonces iría al parque El Poblado, El Periodista, el MAMM de Medellín, al cine, y por ahí buscamos. Jesús sería de otros barrios. Miramos mucha gente: exploración de la calle, sociología pura. Por supuesto, el hecho de que yo conociera muy bien a estos personajes, y a Medellín, fue una ventaja. Además di con una chica increíble que terminó dirigiendo el casting. Siempre le dije al equipo que no había que encontrar una mujer parecida a mí. Lo que importaba era el carácter y la relación con la calle, su sensibilidad. Pero un día, de la nada, fui al MAMM con mi novio a ver un documental de Luis Ospina; no estábamos haciendo casting porque la película se había aplazado, y ella [Natasha] llegó en una bicicleta. Mi novio me dijo: “Esa pelada me recuerda a vos”. Nos sentamos detrás de ella en el cine y no hice sino mirarla. Era la perfecta para la película. De pronto se paró y se fue. La perdí. Dos meses después estaba en el centro de Medellín comprando vinilos y ella pasó en bicicleta. Salí corriendo detrás, le jalé el pelo y le dije: “Te estoy buscando desde hace dos meses”. Y es que cuando uno busca actores naturales, busca una similitud con el personaje, porque ellos no tienen las herramientas para construirlo de ceros. Natasha tiene la sensibilidad y el talento nato, pero ella no había vivido una tragedia semejante a la del personaje. Giovanny, en cambio, es ese personaje, es Jesús: un chico marginado. A su papá lo asesinaron cuando él no había nacido, su mamá lo abandonó y creció con su abuela. Cuando nosotros lo encontramos, acababa de salir de la cárcel por tráfico. Giovanny es la tragedia contenida en un cuerpo de 23 años.
Pero además del proceso del casting, ¿cómo logró que ellos se apropiaran de la historia?
Yo les leí la historia como un cuento. Les encantó y todo el tiempo me preguntaban “qué sigue”. Nunca les conté el final de la historia, entonces les construí el mismo dilema ético de la venganza de los personajes de la película, y todos los días se los acrecentaba. Dos meses antes de la filmación, estuvimos tanto tiempo juntos que nos volvimos muy amigos, porque la confianza es brutalmente importante, y hacíamos ejercicios con un amigo coach de actores para que se relajaran frente a la cámara, buscaran las emociones en el cuerpo y no se desgastaran todos los días buscando emociones y yendo a lugares oscuros. Jugábamos y nos ejercitábamos físicamente. Nos fuimos volviendo una familia. Antes de rodar íbamos juntos a todas las locaciones a ensayar, pero nunca tuvieron que leer un guion. Ellos iban construyendo su propio parlamento. Lo más impresionante es que al final los diálogos eran casi iguales a los de la película escrita. Cuando sentía que no decían algo como yo quería –porque a veces decían cosas mejores de lo que teníamos escrito–, los ponía en situación y se apropiaban de lo que les proponía, pero nunca leyeron nada. Rodábamos máximo dos, tres escenas al día. Fue un proceso duro, muy exigente.
El montaje y la historia ruedan en un tiempo lineal, sin artilugios narrativos, elipsis, saltos de tiempos. Supongo que allí hubo una intención.
Para mí lo más importante era hacer la historia lo menos artificiosa posible. No quise desestructurar la película: quise contar la vida como es y la vida es que un día uno va a la casa y le matan al papá y todo se distorsiona. La vida no tiene flashbacks ni flashforwards. El duelo tiene que sentirse pesado, como es. Uno pierde un poco la noción del tiempo. En esa casa todo es quietud, silencio y oscuridad, y afuera la vida sigue a mil y ella, Paula, sigue ahí. También había en mí un subtexto importante, y es que cuando ella empieza a tomar estas decisiones tan difíciles no solo está buscando matarlo, está buscando matarse: ella está desconectada de la vida también. Esa pulsión tanática en Medellín se manifiesta en todo, no solo en que la muerte está ahí; también en que andamos en motos sin cascos, picando con la novia atrás; en que nos tiramos sin frenos con las bicicletas; en que todos estos pelados están armados. Pulsión de muerte, y ella la tiene disparada.
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La película arroja muchas tesis de cómo procesar la violencia y el dolor. Y parecería que para hacerlo es necesaria la marginalidad, la soledad. Paula se aleja rápidamente de su familia, de su centro y de la institucionalidad.
Ahí había dos historias y era parte de la dificultad del montaje. Tenía mucho más construida la familia, pero había entonces dos películas. Elegí la de ella. No creo que para procesar la violencia haya que marginarse, pero sí creo en esa desconexión de ella con la vida, en ese no procesar el dolor, en esa casa detenida y en la posibilidad de la idea de venganza a raíz de un Estado inoperante, indolente. Paula tuvo que meterse en el otro universo para, por un lado, entender cómo iba a homenajear la memoria de ese padre y, por el otro, ser capaz de elegir la vida y por ende la resistencia a ser violenta; que en últimas es lo que el aparato criminal busca: que el crimen y la violencia se sigan perpetuando. Hay una frase de Sabato que es la que emplearía para definir la película: “La resistencia es el único lugar donde habita la esperanza”. Como decía Foucault, la meta es vivir sin dios y sin ley, y no matarnos. Sí creo que hay un descreimiento de la justicia y que estamos muy solos.
¿Debe el público saber que parte de lo que se ve es su vida?
Para mí es muy importante que la película hable por sí misma y me he negado mucho a contar detalles de mi vida personal. Sin embargo, en la segunda proyección de Toronto me di cuenta de lo que puedo decir: esto está inspirado en las reflexiones que yo he hecho a partir del evento más doloroso de mi vida, que es el asesinato de mi papá. Punto. Y también me he dado cuenta, porque además me lo dijo mi hermano en San Sebastián, que es la carta de amor más grande que le he hecho a mi papá. Ya no me da miedo decirlo.