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Una sala de la Biblioteca Pública de Detroit, abandonada por la crisis económica. La gente se robó todo, menos los libros.

La añoranza del saber

¿Por qué se desprecia la actividad intelectual?

Después del debate sobre el recorte de Colciencias a los doctorados en Ciencias Sociales recogido por Arcadia en su última edición, este ensayo busca reivindicar las humanidades y la actividad intelectual en un mundo que parece despreciarlas cada vez más.

Roberto Palacio* Bogotá
20 de noviembre de 2015

El desprecio por la actividad intelectual en la cultura occidental no es un fenómeno nuevo. Se ha ido consolidando en las tres últimas décadas. En los noventa comenzamos no solo a pensar que era preferible la naturalidad a la pedantería, sino a despreciar todo lo que viniera concebido en más palabras que las 200 que usábamos a diario; las revistas pedían artículos sobre los temas más difíciles, escritos en claves en las que ni siquiera se podía plantear el problema. Los libros debían ser sobre todo y nada. Queríamos sencillez; terminamos teniendo simplicidad sobresaturada por el manto de la corrección política. Cuando el secretario de Estado norteamericano, John Kerry, en un discurso sobre la libertad de expresión en febrero de 2013 en Berlín, afirmó que una de las cosas más grandiosas del Primer Mundo es que les permitía a los jóvenes estar “desconectados” y “ser estúpidos”, no había duda de que el desprecio por el saber no solo era respetable, sino que era una meta del progreso. ¿Por qué se dio este peculiar retroceso rara vez mencionado que parece haber permeado cada aspecto de nuestra vida? ¿Cuáles son las tendencias ideológicas que nos llevaron a este proceso que parece haber desprestigiado nuestra meta como una especie que en su mismo nombre homo sapiens parece sugerir que el saber es uno de sus objetivos?

El desprecio por el ámbito intelectual está directamente relacionado con el desuso de la idea de cultura. Sé lo caliente e ideologizado que devino este concepto hace unas décadas. Pero el problema que nos aqueja nace en parte de no hacer uso de esta y otras nociones para los cuales hasta ahora no tenemos un reemplazo. Es posible, como mostró Rudolf Carnap, hacer uso de un término sin untarse de todos los compromisos ideológicos que conlleva. Diré entonces que no me refiero a cultura como la usaría T.S. Eliot, o Steiner, o más recientemente Vargas Llosa; algo que tiene escalones valorativos y que suele identificarse con el cénit de las artes. Cultura comprende aquello en torno a lo cual se edifica la forma de vida de muchos individuos, las ideas y prácticas sobre las que se fundamenta… el enorme arraigo de bienes materiales y espirituales que posibilitan que vivamos como de hecho lo hacemos.

Es claro que, según esta definición, no podemos vivir sin ese entramado de ideas y prácticas. Tampoco podemos vivir sin relacionarnos, o sin comer… y no por ello tenemos de estas cosas usos que nos satisfagan. De la misma manera sucede con la cultura: estamos inmersos en ella, pero es claro que la hemos dejado de entender. Lo que llamamos cultura parece haber perdido los lazos que la ataban con el conocimiento. No es solo que no se respete el trabajo intelectual, es que no hay un sentido claro de la función que el conocimiento juega en nuestra vida. No se lea acá ‘intelectual’ en el sentido libresco. Eso sería propio del concepto de cultura que hemos rechazado. No deploro de manera romántica una partición del carácter intelectual. Señalo un problema estructural, basado en una dificultad que nunca imaginamos que tendríamos: la ilegibilidad de los referentes básicos de nuestro plan de vida. Hemos, por así decirlo, dejado de ser capaces de entender para qué son los controles de la nave en la que nos aventuramos a la mar, para usar la poderosa imagen del filósofo Otto Neurath.

En casi todas las áreas del saber resuena el vacío. En educación, el divorcio entre cultura y conocimiento ha venido a significar el habitar un lenguaje desprovisto de referentes. Si le quitamos los puntos nodales a la grilla nos quedamos con una estructura vacía, por un lado, y, por el otro, con un absurdo manojo de datos que a lo más podemos avivar con emotividad. He tenido estudiantes que me preguntan para qué sirve la lógica si su racionalidad es suficiente para su forma de vida. Si no lo fuese, ¿acaso habrían subsistido? Bajo esta concepción, figúrese el absurdo de la historia, el despropósito de la ciencia, la ética. La ignorancia a menudo se llena de buenos propósitos que resaltan la importancia de lo incomprensible. Así, a los maestros no les queda más que inculcar el saber con un sentido de obligación moral. Los jóvenes se aprenden “la cultura” memorizando la historia patria o pasajes de novelas de García Márquez sin que signifique nada para ellos ni Macondo ni la lluvia en tierra caliente ni los trenes. La comprensión, que lleva implícita la autorreferencialidad de saber para qué se sabe lo que se sabe, es un rezago de tiempos en los que los referentes formaban parte del lenguaje.

En materia de las ciencias sociales, el divorcio entre conocimiento y cultura ha venido a significar que hemos perdido la capacidad de leer gran parte de la actividad humana. Por torpes que fueran los intentos de la sociología, la psicología, la antropología en cuanto a su capacidad predictiva, estamos en tiempos en los que habiendo prescindido de estas nos quedamos atónitos ante fenómenos como el nuevo resurgimiento del fundamentalismo –por poner solo un caso–. Cuando ocurrieron los atentados a la revista Charlie Hebdo, el libro más vendido en Francia volvió a ser El tratado sobre la tolerancia, de Voltaire, que se leyó en busca de respuestas que no podían ofrecer ni los periodistas ni los políticos. Los tiempos que corren han reemplazado estas disciplinas con la espinosa red de la corrección política que ha pasado de ser un prontuario de derechos a uno de explicaciones panglosianas. Considérese si no hemos dejado de pensar en el problema del homosexualismo, por ejemplo en su dimensión factual para cubrirlo con un manto de aceptación histérica a priori. La filósofa de la ciencia Susan Haack señalaba los problemas implícitos en descartar o aceptar teorías científicas con base en nuestros criterios de aceptabilidad política y no en las pruebas. Si creemos firmemente en algo, la naturaleza ha de correspondernos; lo que deseamos debe poder estar a nuestro alcance. Nunca como ahora había tenido tanta pertinencia salvar la distinción que hicieron los ilustrados entre lo posible como derecho y lo posible como un hecho; por no mencionar la lección radical del darwinismo, que explicó lo poco que le importan a la naturaleza nuestros propósitos más sagrados. El quid de las ciencias sociales no es que fueran salvíficas o moralmente capaces de enderezar el fuste torcido de la humanidad, para usar la expresión de Kant; es que injerían sobre un componente de la actividad humana que no es accesible desde los meros datos así sea reductible a ellos: su alto grado de elaboración conceptual –otros lo llamarán simbólico–. Si no se comprende el complejo entramado de conceptos humanos, simplemente se renuncia a la posibilidad de entender la acción humana, como bien lo estipuló el historiador de las ideas Isaiah Berlin.

Hasta hace unos años, todavía tenía sentido aminorar la distancia entre civilización y cultura; la divulgación parecía formar parte de la misma labor intelectual. Pero ahora el lazo parece haberse roto. No ha injerido solo lo políticamente correcto; el enorme progreso de la civilización trajo como consecuencia un hastío con la cultura. Si la maquina se automatiza, corre sin miramientos, ¿quien querrá leer sus instrucciones?

La educación, que se ha ido transformando a la luz de esta nueva relación entre los individuos y el conocimiento, ahora juega un rol fundamental en el proceso; ha posibilitado justamente que los rastros de la producción intelectual se disocien de la cultura. Por ello, lo que pasa por conocimiento toma cada vez más un matiz motivacional. En 1999, el físico Sugata Mitra instaló un computador en un hueco de la pared de una escuela en una de las ciudades más pobres de la India; los niños podían acceder a él libremente pero nadie los instruía. Con base en lo que aprendieron por su cuenta, Mitra especuló que la nueva educación ya no requería de maestros. Y, más aún, no requería de enseñanza. La misma idea de saber algo era obsoleta: “Tener ideas no es ninguna gran cosa”, dice literalmente Mitra. Los individuos solo requieren que se los exponga a una serie de experiencias conmovedoras.

¿Qué reemplaza el saber? Nuestra capacidad de buscar y encontrar respuestas en la red. No mencionaría a Mitra si no es porque su proyecto educativo ha recibido un importe impresionante en Estados Unidos para montar un programa de colegios en la nube a nivel mundial. Y porque el problema con su concepción va directo al grano de lo que quiero mostrar; ignora que hay una diferencia entre saber algo y poderlo encontrar en Google. El hecho de que un conocimiento esté a la mano en segundos no significa que sea obsoleto saberlo. No se trata de un problema de memoria; claro que es una tontería si uno cree que saber algo es tener un archivo muerto en la cabeza. Pero saber algo es una disposición a actuar, es una pauta del comportamiento; es, en cierta forma, un algo que permea el entendimiento en muchas más instancias que aquellas en las que es usado. El matemático Douglas Hofstadter llamaría a esto la red semántica. La idea de Mitra ignora cómo funcionan las relaciones que llamamos cultura. Esas relaciones, ponderaciones, valuaciones de un concepto no están en Wikipedia. Es tan absurdo suponer que el conocimiento está en Google como suponer que está escondido en alguna parte en las bibliotecas; es obvio que está en nosotros. Es un extraño trompo que solo existe cuando lo ponemos a girar, como diría Sartre.

Bertrand Russell solía decir que una educación debe brindar algo más que una oportunidad de crecimiento personal. En la concepción de Mitra, comprender el panorama amplio de conexiones y conceptos se asemeja cada vez más a saber hacer fuego: una tarea tediosa, innecesaria, llena de formatos incomprensibles cuando se tienen fósforos a la mano. Nos llegan noticias de la cultura como si fueran de estas fogatas extintas; fragmentadas, transmitidas en manuales, sobrecargadas de ideología que enfatiza su importancia y, en últimas, incapaces de generar empatía. El hastío del cual he hablado no puede ya entenderse de otra forma que una añoranza; la añoranza de un orden de cosas que se ha sustraído de su fundamento de interconexiones.

Hay, sin embargo, una lección central de la filosofía que se destaca por su sensatez. Cuando Leibniz examinó la comprensión que hicieron los empiristas del conocimiento al afirmar que no hay nada en el entendimiento que no haya pasado antes por los sentidos, conjeturó que sí lo había: el entendimiento mismo. El entendimiento son las tripas, las relaciones, los pernos. Es de naturaleza más tenue, pero es tan parte del sistema como todo lo demás. Hágase la analogía con la situación actual. El conocimiento no son solo los nódulos de información que Google colecciona con el fin absurdo de recolectar todo dato jamás elucido, no son solo las experiencias confesionales de los millennials. Si no fuera por un sistema mismo que lo sustenta, que le da vividez y sentido, estas mismas ideas de tener todo el conocimiento, de que hay una forma de educación en la que no se requieren enseñanza, no se hubiera podido plantear.

Cualquiera que examine la historia de las ideas verá que no es excepcional que distintas épocas produzcan concepciones del conocimiento tan magras que de ser ciertas no pueden haber producido esa misma concepción. Pero las conexiones no se consiguen inmediatamente a voluntad, deben y pueden ser trazables para y por cada cual. El individuo no hará una parte integrada de nada si no es capaz de esbozar así sea intuitivamente el lugar de cada elemento en un estado de cosas más grande que sí mismo. Conceptos y categorías, las llamaría Isaiah Berlin, quien entrevió como ninguno hace 50 años que la crisis que nos aquejaba no era ética sino de carácter epistemológico.