Acuarela. Carlos Tobón / Museo de Arte Moderno de Medellín. Bien de interés cultural de carácter nacional.

1958

La república, Débora Arango

Juan Cárdenas
23 de enero de 2014

No hay manera de saber con precisión de qué año es porque doña Débora Arango la pintó durante un prolongado aislamiento voluntario en su casa de Envigado. ¿1957-1958? Sin embargo, la imposibilidad de atribuirle una fecha exacta solo contribuye a refrendar su capacidad para resumir el espíritu de una época: los años posteriores al asesinato de Gaitán, el recrudecimiento de la guerra civil no declarada, el protagonismo del siempre resbaloso Laureano Gómez, a quien Débora solía pintar como un gran sapo con banda presidencial. Las guerrillas liberales de Guadalupe Salcedo se hacían fuertes en el Llano, mientras el gobierno, en uno de sus habituales alardes de lambonería, había enviado tropas a la guerra de Corea. Laureano, siempre Laureano, llegaba a la presidencia por doble u después de que un atemorizado Darío Echandía retirara su candidatura.

Y entre tanto, Débora seguía pintando en sus acuarelas a la señora Violencia, que se paseaba por Colombia toda en cueros, toda musculatura tumefacta, en plena deformación de la materia y el color, arrojada como una perra a los cementerios de la chusma, gambeteando la pobreza en el burdel, en el manicomio, siempre con una cara distinta, la cara de la policía o la cara vampírica de Rojas Pinilla, entre los sucesos que culminarían en el gobierno de la Junta Militar. Porque la famosa Violencia, y esto Débora lo sabía bien, no es una esencia metafísica, una tara milenaria y fatal, sino una manufactura acabada pero de apariencia espontánea, que se fabrica con mucho esmero entre ciertos señores de rancios apellidos, mediante ciertos rituales de poder que nadie supo pintar mejor que ella. A simple vista, la escena representada en La república puede parecer muy obvia: dos chulos devoran un cuerpo femenino despanzurrado en el límite de la animalidad sobre una bandera nacional; alrededor, los congresistas hacen el saludo nazi y, dominando la escena, una especie de roedor con alas sostiene a un hombrecito disfrazado de paloma de la paz (¿otra vez Laureano, elevado a príncipe de la concordia?). Sin embargo, este último elemento hace pensar en una parodia del tema clásico de la Ascensión a través de un lenguaje expresionista, de modo que el vínculo entre política y religión, una constante de nuestra historia, queda revelado en toda su monstruosidad. Y el receptáculo final, cáliz del sacrificio y ofrenda, no es otro que el cuerpo femenino, el desnudo que fuera una de las obsesiones de Débora. La república sigue aquí, entre nosotros, pegando su alarido necesario. |

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