2012
La sirga, William Vega
Después de que La sirga pasara por el Festival de Cannes de 2012, un par de críticos internacionales no dudaron en nombrar a Andrei Tarkovski en sus reseñas. Que este nombre apareciera a propósito de la primera película del caleño William Vega es el mejor de los bautizos posibles para un director que en varias entrevistas ha sostenido que su intención es entregar un cine radicalmente diferente al que se ha hecho en Colombia hasta hoy.
El espejo (1975), la película más íntima del cineasta ruso, es un referente cinematográfico insoslayable al hablar del componente pictórico, tan definitivo en La sirga. La fuerza contenida de esta historia, en la que una joven campesina llega a vivir en el hostal medio derruido de su tío a las orillas de la laguna de La Cocha después de haber tenido que huir de su pueblo por un hecho violento, reside en el tiempo rebajado y la luz menguante, en los objetos cotidianos abollados, en el ungüento medicinal nocturno del dueño de casa, en las comidas en silencio entre tío y sobrina, y en los ciclos de la naturaleza, todos tan presentes en El espejo. La lluvia, la resolana y sobre todo la neblina, que todo lo hace difuso e irreconocible, ambiguo, como lo señala oportunamente Sofía Oggioni (directora de fotografía de la película) hacen las veces del viento y el fuego en la obra de Tarkovski, esa añoranza del pasado en la que el ruso buscó plegarse. Pero en La sirga de William Vega hay amenaza, un temblor constante, anuncio de mal tiempo. En este sentido se emparenta con las películas del turco Nuri Bilge Ceylan y las de la argentina Lucrecia Martel, donde la violencia termina por ganar la partida después de un tenso pulso entre personajes, eventos climáticos y sospechas homicidas.
Nombres redondos apadrinan esta primera película de un director colombiano que, como Ceylan, parece amar profundamente a su país, a sus hombres y mujeres, a su paisaje, tanto como para querer acompañarlos en su soledad. De otra forma La sirga no sería lo que es, un testimonio artístico de las muchas cicatrices que surcan el campo de Colombia, pero también un silencio que se impone, una luz que se agota y renace, un sartal de truchas vivas sobre una mesa de madera, unas montañas verdes, azules, moradas, un desayuno con huevos revueltos en una mañana fría a la orilla de una laguna sagrada repleta de juncos.