1958

Los obispos muertos, Fernando Botero

Christian Padilla
23 de enero de 2014
Óleo sobre tela. Colección Museo Nacional de Colombia

1958 es un año crucial para Fernando Botero. La búsqueda de un estilo propio se había concretado en su primera obra maestra, La cámara degli sposi (Homenaje a Mantegna), con la cual había incursionado en pintar dimensiones monumentales y había puesto en una sola composición varios de los personajes que estaba pintando solitarios en pequeños cuadros como prototipos de su incipiente y particular anatomía. A pesar de ser una obra polémica por la deformación de los cuerpos, la violencia de las pinceladas y la estridencia del color, se convirtió en el primer premio de pintura en el Salón de Artistas de ese año, consagrando a Botero como el máximo pintor colombiano con tan solo 26 años de edad. Las puertas quedaron abiertas para que Botero siguiera trabajando en estos formatos y siguiera experimentando con las composiciones de grupo de sus personajes.

Los curas empezaron a aparecer en sus pinturas por varios motivos: la influencia de la pintura religiosa del Renacimiento estudiada en Italia y la excusa de los vestidos coloridos para derrochar todos los rangos cromáticos de su paleta. Pero muy especialmente es una reminiscencia a la sociedad antioqueña en la que Botero creció, católica y conservadora, en la cual el poder ejercido por la Iglesia iba desde la política de Estado hasta los hábitos cotidianos. Esa mirada anecdótica hace de las obras que Botero dedica a la curía un retrato de su memoria en torno a la Colombia de los años cincuenta, una visión crítica del miedo al pecado pregonado en las misas y de la represión al pensamiento liberal. En 1949, Botero había sido expulsado del Liceo por haber publicado un artículo sobre la pintura de Picasso en el periódico El Colombiano, el cual fue tachado de comunista por el monseñor rector de la institución. Esa contención a la libertad de expresión sería uno de los agravantes de la escisión entre partidos políticos que conllevaría a la violencia en Colombia durante ese periodo. De allí surge otra obra maestra pintada el mismo año de 1958: Los obispos muertos.

Botero venía pintando curas dormidos, en formatos horizontales, recordando los sarcófagos de cardenales de la Edad Media. Pero la idea de una montaña completa de curas muertos uno sobre otro, sin ningún rasgo aparente de violencia, simplemente acostados en un plácido sueño colectivo donde algunos aún persignan con su mano, otros aún sostienen su báculo y ninguno ha tirado su mitra, pareció no solo una imagen absurda sino además poética y con algo de humor.

Botero cuenta que en Medellín el párroco era visto como el papa y el alcalde como el presidente, así que tratar con ironía estas figuras era una crítica a los entes de poder y a su apreciación por parte del pueblo. La obra no desató mayores críticas contra el artista, pero seguro que muchos debieron persignarse frente a ella y miraron con ojos chinos esa sospechosa pila de curas. |

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