2002

‘Noviembre 6 y 7’, Doris Salcedo

Salcedo dice que ella quiere “despertar el momento de contemplación silenciosa”, pero también dice que el “buen arte es político”.

Camilo Jiménez Santofimio
24 de enero de 2014

En el 2002, a plena luz del día, Doris Salcedo presentó Noviembre 6 y 7, una instalación en el centro de Bogotá. Se trataba de una intervención del espacio público, en la que descolgó 280 sillas de madera del techo del Palacio de Justicia y las dejó así, suspendidas a pocos centímetros del mármol de la fachada, para conmemorar los 17 años de su violenta toma y retoma.

Quienes transitaban por la avenida séptima vivieron algo extraordinario pues el muro se transformó ante sus ojos. Las sillas iban apareciendo mientras corrían las 27 horas que duraron los episodios entre el 6 y el 7 de noviembre de 1985. A las 11:35 de la mañana, la hora del primer asesinato, apareció la primera silla. Luego vino otra. Y otra más. Cada una en el momento en que, según la investigación de Salcedo, había muerto una persona. Las sillas se desprendían hasta detenerse y parecían hacerlo solas, pues no era posible ver quién las sostenía. No hubo ruido: nunca cayeron para destrozarse y terminar en un reguero de palos rotos, astillas y puntillas. Al cabo del performance, las sillas, sin sufrir un rasguño, se habían tomado la fachada. Parecían flotar e insinuar una tragedia.

De la obra quedan algunas fotografías. Una mirada desprevenida permite la libre asociación. A mí me gustan las dos imágenes, incompatibles, en que pensé cuando vi las sillas por primera vez. Vistas desde la distancia y en su conjunto, uno alcanza a pensar que se trata de una escena cotidiana, por ejemplo, de un andamio desde donde unos obreros trabajan para conservar el Palacio. Pero luego viene una visión de horror. Sobre todo en las imágenes nocturnas, donde bajo la luz del alumbrado público la obra conmemora las horas más sangrientas de la masacre, las sillas vacías echan en cara al espectador el momento en que la política cedió los poderes a la brutal acción militar que en nombre de la democracia optó por sacrificar las vidas de tanta gente inocente.

La instalación, por supuesto, desborda la fantasía del espectador. Salcedo dice que ella quiere “despertar el momento de contemplación silenciosa”, pero también dice que el “buen arte es político”. Esta obra hace ambas cosas. Ella la dedicó a las víctimas del denominado holocausto, que vivió cuando esa noche de hace casi 19 años salió de la Biblioteca Luis Ángel Arango para encontrar el Palacio en llamas y sentir el “olor a cuerpo quemado”, del que hasta hoy habla con quienes la rodean. La labor fue enorme, y la planificación, detallada. Las sillas venían de una escuela, lo cual implicó un enorme esfuerzo logístico, el cual, sumado a trabas burocráticas e intereses particulares camuflados de ley, casi impide su montaje.

Noviembre 6 y 7 es un hito del arte colombiano: por su valor estético y porque la obra está atada a (y afectada por) la realidad del país. Salcedo transforma lo familiar en algo espantoso y así llena los vacíos que abundan en nuestra frágil memoria. Bien sabe ella que una silla no es un objeto cualquiera: allí trabajamos, comemos, descansamos y vivimos en confort buena parte de la vida. Al hacerla interactuar con el espacio público (que los colombianos no suelen querer, sino maltratar) y con nuestra historia (que solemos olvidar) abre necesariamente una herida. Pues estas 280 sillas nunca han caído, llevan casi 20 años en el aire, en una eterna caída libre.

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