Fotograma del documental

1982

Nuestra voz de tierra, memoria y futuro. Marta Rodríguez y Jorge Silva

Mauricio Reina
24 de enero de 2014

 

A muchas personas se les bloquea la cabeza cuando les hablan de cine político. Y es que la mayoría de las películas de este género son tan panfletarias en sus planteamientos y tan pobres en sus recursos artísticos que terminan alejando hasta al más interesado de los espectadores.

Ahí radica el mayor logro de Nuestra voz de tierra, memoria y futuro: aunque es cine del más comprometido, no parece cine político. Su argumentación es elaborada y respeta la inteligencia del espectador; sus imágenes explotan toda la belleza expresiva del blanco y negro, y su montaje es una lección del uso de los contrastes para narrar visualmente.

Pero lo más importante de todo es que la cinta aborda un tema de gran relevancia para el país, no solo en la época en que se rodó, a comienzos de los años ochenta, sino sobre todo en la actualidad: la usurpación de la tierra y la movilización social que genera. Si a alguien le parece que ese tema es anacrónico, conviene recordar dos hechos que demuestran su plena vigencia: el papel de las marchas indígenas en los paros agrarios del año pasado, y la preponderancia de la cuestión agrícola en las negociaciones entre el gobierno y las Farc, donde encabezó la agenda de los diálogos.

Aunque muchos colombianos creen que conocen el origen de la tenencia de la tierra en el país, basta con raspar un poquito la superficie para darse cuenta de que las certezas son deleznables. Nuestra voz de tierra, memoria y futuro rasga esa superficie y vuelve a develar lo que todos hemos sabido, pero siempre se nos ha olvidado. La llegada de los españoles representó la pérdida de muchas cosas para las culturas indígenas, entre ellas un elemento central de su cosmología y su supervivencia: la tierra. A partir de ese momento se han confabulado todos los poderes –la Iglesia, el Estado, las Fuerzas Militares– para legitimar esa usurpación.

Quien sienta que estas palabras están tan gastadas que les entran por un oído y les salen por el otro, debería darse la oportunidad de ver esta singular combinación de documental con puesta en escena. La gran virtud de Marta Rodríguez y Jorge Silva, dos de las mayores figuras del documental en Colombia, consiste justamente en eso: nos cuentan algo que ya sabíamos pero que teníamos refundido en la memoria, y lo hacen con tal poder de persuasión que nunca volverá a caer en el olvido.

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