Rosalind Franklin, la biofísica

La foto robada

Discretamente le robaron la fotografía. Y esa imagen fue el comienzo de una carrera que acabaría en el podio del Nobel, entre aplausos, pompa y ceremonia. Esta es la verdadera historia.

María Mercedes Correa. Bogotá.
14 de noviembre de 2013
Por Vittorio Luzzati

En la ceremonia de entrega del Premio Nobel de Medicina y Fisiología en 1962, disimulando bajo la pulcritud de sus fracs y sus corbatines blancos un secreto que vería la luz años después, los tres científicos galardonados, James Watson, Francis Crick y Maurice Wilkins, le participaron al mundo su descubrimiento de la estructura molecular del ácido desoxirribonucleico. Ninguno mencionó en su discurso la contribución crucial de Rosalind Franklin.

Años atrás, mientras las ansias expansionistas de Hitler abonaban el camino para la debacle de la Segunda Guerra Mundial, Rosalind presentaba con éxito los exámenes que le permitirían ingresar a Newnham College, en Cambridge, después de terminar su secundaria en Londres en 1937. La cuarta hija del matrimonio era, en palabras de su tía, “de una inteligencia alarmante”. ¿Sentiría “Mamie” Bentwich que un rasgo así en una mujer de la familia era como unos pechos colosales que había que cubrir a toda costa para no faltar al decoro? El adjetivo, en todo caso, da cuenta de unas capacidades intelectuales que harían de Rosalind una investigadora eminente. Su padre, Ellis Franklin, un banquero acomodado de Londres, y su madre, Muriel Waley, judía igual que él, nunca dudaron de la importancia de la formación académica de sus hijos, incluidas las mujeres, y no se opusieron –como se ha creído erróneamente– a que Rosalind asistiera a la universidad. La biografía de Brenda Maddox, Rosalind Franklin: The Dark Lady of DNA, corrige este y otros entuertos.

El último año de Franklin en Cambridge transcurrió en medio de los bombardeos alemanes a Inglaterra. Había llegado el momento de escoger un camino: prestar sus servicios a la industria de la guerra o dedicarse a la investigación pura y obtener un doctorado. Franklin optó por lo segundo y desde entonces hasta su temprana muerte trabajaría en laboratorios de fisicoquímica y biofísica.

Su primer tema de estudio fue el carbón, primero en Londres y luego en el París de la posguerra. Dos años después de terminada la Segunda Guerra Mundial aceptó un trabajo en el Laboratoire Central des Services Chimiques de l’État, que dirigía Jacques Mering. Allí adquirió experiencia en el análisis de la difracción de los rayos X para comprender la organización de las moléculas de ciertos cristales. Durante los años finales de la década de 1940 y comienzos de la siguiente, publicó varios artículos relativos a sus descubrimientos sobre el carbón y los grafitos, que todavía hoy son referente en la materia.

Sus años en París, desde 1947 hasta 1950, irían a ser, como relata Maddox, los más felices de su vida. Franklin adoraba caminar en las montañas y no se intimidaba ante las rutas más escarpadas. El trabajo con un científico de los quilates de Mering, sus caminatas y la profundidad de las charlas con sus amigos de izquierda, lejos de la rigidez británica, fueron un oasis. Rosalind vivió con pesar su regreso a Londres en 1951.

El físico John Randall contrató a Franklin en el King’s College de Londres por su excelencia como cristalógrafa. Sin embargo, la ambigüedad de Randall en la explicación de las funciones en relación con otros miembros del equipo generó conflictos entre ella y Wilkins. Trabajando aparte de este, Franklin descubrió que había dos formas de ADN que producían imágenes diferentes. Para intentar resolver las tensiones entre los dos, Randall le asignó a Franklin el estudio de la forma A y a Wilkins el de la forma B. Estancado en su avance, Wilkins estrechó amistad con Crick y Watson, en el laboratorio de Cavendish, en Cambridge. Watson y Crick estaban decididos a construir un modelo del ADN basándose en hipótesis y no en datos experimentales (pues no los tenían). Así, en 1951, propusieron un modelo errado. Franklin los corrigió: la principal cadena de fosfatos se ubicaba en una espiral externa, no en una interna. Tras este fracaso, Watson y Crick pasaron mucho tiempo sin avanzar en su modelo. En 1952, Wilkins le mostró a Watson, sin la autorización de Franklin, una fotografía obtenida por ella de la difracción de los rayos X de la forma B del ADN, que sugería la forma helicoidal de la molécula. Luego, el director de tesis de Crick le dio a conocer a su alumno una información todavía no publicada por Franklin. Los datos experimentales a los que Watson y Crick accedieron de manera abusiva les permitieron adelantarse en su publicación de un artículo en la revista Nature, en 1953. Cuando Franklin publicó los resultados de sus investigaciones, poco después, parecía que el suyo era una mera confirmación del trabajo de los investigadores de Cambridge. En 1953, cuando las tensiones se hicieron insostenibles, Franklin cambió su área de estudio y se dedicó al análisis de los virus en Birkbeck College. Randall bloqueó sus posibilidades de seguir investigando el ADN.

Transcurrieron cinco años en Birkbeck College. En este tiempo, Franklin cayó enferma. La certeza de que la muerte le llegaría pronto no hizo vacilar a Rosalind en su devoción por la ciencia, y siguió trabajando hasta pocas semanas antes de morir, en 1958. A sus treinta y siete años de edad, la lucha contra un cáncer de ovario llegaba al final.

Cuando Rosalind Franklin ya no estaba presente para hacer oír su voz, James Watson –en un libro que suscitó la indignación de muchos de sus colegas– se refirió a Franklin con un menosprecio que parece ser la prueba reina de su misoginia. Sin embargo, Watson debió reconocer (tal vez obligado por la mancha que su omisión empezaba a dejar en su reputación como científico) que las investigaciones de Franklin habían sido fundamentales para el desciframiento de la estructura del ADN.

Desde muy joven, en discusiones con su padre, Rosalind manifestó un agnosticismo sin fisuras. Con seguridad, ella siguió creyendo hasta el final que no se necesita tener fe en otro mundo para creer que este es posible. Su mente sigue brillando hoy como una invitación a creer que nuestro deber es, como ella misma decía, trabajar por el mejoramiento de la humanidad, aunque no haya otra vida después.

Noticias Destacadas

La foto robada

María Mercedes Correa. Bogotá.

Corazón abstracto

Halim Badawi. Bogotá.