Una historia de tragedia y redención

La gobernadora

¿Quién dijo que el feminismo era un asunto solo de intelectuales? La historia de Lisinia Collazos, líder indígena, militante de un movimiento pacifista y feminista, encarna los cambios profundos que ha implicado la guerra para las mujeres.

Marta Ruiz. Timbío.
14 de noviembre de 2013
Lisinia Collazos, gobernadora del cabildo indígena Kitekkiwe, en el Cauca.

Kitekkiwe quiere decir tierra floreciente en lengua Nasa. Es también el nombre del cabildo indígena en el que viven desde hace casi una década 68 familias víctimas de la masacre del Naya, una de las más espantosas que se han cometido en la guerra en Colombia. La gobernadora de Kitekkiwe es Lisinia Collazos, una mujer menuda de 46 años, de ojos penetrantes, carcajadas sonoras y desparpajo al hablar.

La conocí a mediados de este año en Bogotá durante un foro en el que contó su experiencia entrevistando a otras mujeres para el informe La verdad de las mujeres, de La Ruta Pacífica. Quise saber su historia en detalle y un fin de semana de septiembre viajé hasta su casa, en Timbío, Cauca.

Para llegar al cabildo se recorren apenas tres kilómetros desde el pueblo, casi todos a borde una exuberante finca cafetera que pertenece a una de las familias más poderosas de ese departamento. Un portal de hierro forjado marca la entrada al territorio indígena, donde asoman casas hechas con maderas nativas adornadas con jardines florecidos. Esa mañana había llovido y sobre la tierra se levantaba una bruma tibia que exultaba un aroma afrutado.

La casa de Lisinia está en una colina desde la que se divisa un sistema de montañas con todos los verdes posibles. Es una vivienda sencilla de dos cuartos y una acogedora cocina de madera rústica y fogón de leña. Un tinto colado en agua de panela humea en nuestras manos mientras Lisinia me cuenta cómo la guerra le cambió la vida.

El poder del vientre

Nació en Cerro Azul, una vereda a la entrada del Alto Naya, en la cresta de la cuenca del río que sirve de límite al Valle y al Cauca. Allí donde el cerro se aprieta contra el cielo, donde los bancos de niebla opacan la aurora y donde se despliega una selva indómita que termina en el océano Pacífico.

De padres nasas, la familia de Lisinia es una prole de catorce hermanos, diez de ellos mujeres. “Esa fuerza, ese poder de nosotras viene desde el vientre mismo. Mi papá siempre estuvo en los partos de mi mamá y yo me acuerdo, estando muy pequeña, que él cargaba a mis hermanas recién nacidas, y decía con esa tristeza: ¡ooooootrrrrrrrrraaa niñaaaaaaaaa!

Ante la escasez de varones, el padre no tuvo más remedio que enseñarles a las mujeres los oficios que en el campo les correspondían a los hombres. “Nos tocaba traer el caballo, ensillarlo, apretar la cincha e ir a hacer el mandado. Ellos fueron padres muy severos. Por eso será que aunque éramos pequeñas parecíamos grandes”.

Y, como si fuera grande, Lisinia se fue a los once años y medio de su casa para lo profundo del Naya, a raspar coca. Pero muy pronto terminó en Cali trabajando, como casi todas las niñas de su etnia, en el servicio doméstico. Cumplidos los 17 años sintió el llamado de su tierra y regresó a las montañas del municipio de Buenos Aires. Se encontró con que al lado de la finca de su padre había nuevos vecinos. “Era una familia venida de Putumayo, nasas como nosotros”. Uno de los recién llegados era Audilio Rivera, quien se convertiría en su compañero, el padre de sus tres hijos.

A mediados de los años noventa oyó hablar de algo que removió su pensamiento: los derechos humanos. “Nos llevaron a Cali a una charla que duró dos días y luego nos mandaron un libro. El profesor de la vereda, que era afro, un hombre muy instruido, lo leía en voz alta a toda la comunidad. Ese libro nos abrió los ojos a todos. Nos parecía una cosa tan bonita, tan ejemplar”.

Pero la lectura duró poco. Un día llegó un comando del ELN y lo quemó. “Nos dijeron que no era bueno leer eso, y que si el profesor volvía a leerlo, lo echaban. Nos quedamos fríos”. El miedo se apoderó de Lisinia y en una hoguera quemó el cuaderno con las notas que había tomado. “Me quedé con lo poco que se me había grabado en la cabeza”.

Cada día el ambiente del Naya se estaba cargando más. Las guerrillas estaban creciendo, se veían más fuertes y los altercados con ellos se hicieron más frecuentes y tensos. “Eran muy irrespetuosos. Llegaban a la casa de uno y se apropiaban de la olla, de la cocina. Luego llegaba el Ejército y decía: ‘Ustedes les prestaron la cocina’. Cada tanto el Ejército me volteaba la casa patas arriba”.

Sin embargo, algo habían dejado las lecturas de los textos de derechos humanos, y la idea de que los grupos armados debían tener límites rondaba por la cabeza de todos los líderes del Alto Naya. Haciendo de tripas corazón, la comunidad le planteó a las Farc, en una conversación franca, que nunca más querían que pisaran sus casas, ni la escuela, y que pasaran de largo por la vereda. “Rezongaron un poquito pero al final aceptaron –dice Lisinia–. Al ELN tocó decirle lo mismo”.

A finales del año 2000 algo muy grave ocurrió en las afueras de Cali. Un comando del ELN secuestró a más de 60 personas que almorzaban en paradores del kilómetro 18, en la vía que conduce a Buenaventura. Fue un secuestro indiscriminado que aterrorizó a la élite del Valle del Cauca. Los guerrilleros condujeron a empujones a sus víctimas por los rudos caminos del Naya.

“Ellos pasaron a los secuestrados por la vereda, pero no entraron porque estaban advertidos. Llevaban a un señor gordo en un caballo, que nos dio mucha tristeza porque pidió agua, y cuando mi prima le iba a dar agua, no la dejaron. Vimos cómo el señor tastabillaba en la silla de ese caballo y se fue perdiendo por el camino real, muriéndose de sed. Fue algo muy inhumano”.

El secuestro produjo una reacción inmediata. Familiares de algunos de los secuestrados buscaron a Carlos Castaño, jefe paramilitar que estaba expandiendo su proyecto de muerte por todo el país, para que incursionara en el Naya y sacara de allí a la guerrilla, a sabiendas de que lo haría a su estilo: matando civiles.

“Los paras llegaron primero a Jamundí. Luego entraron a Timba y de ahí se pasaron al Cauca, solo con cruzar el río”, recuerda Lisinia. Empezaron las muertes selectivas y los anuncios inminentes de una masacre. Nadie hizo nada, y quienes pusieron la cara para denunciar lo que pasaba fueron los primeros en caer asesinados. Los hombres ni siquiera podían bajar al pueblo a peluquearse. Las mujeres éramos las únicas que salíamos porque ellos, si salían, sencillamente no regresaban. Aunque yo no he sido una mujer de mercado, me tocaba salir con la lista que Audilio me hacía. Cada domingo la chiva se llenaba de niñas y mujeres. Ninguna podía traer más de 40.000 pesos en provisiones. En el trayecto todo era silencio. Esperábamos el momento en el que en una curva cualquiera del barranco, saltaran los paramilitares”.

El rumor de que habría una matanza seguía corriendo, pero nadie sabía cuándo ni por dónde empezaría. Lisinia no sospechaba que su casa, ubicada en todo el filo de la montaña, sería el punto de partida para un recorrido que en una semana destruyó su mundo.

“Diez de abril de 2001. Serían las cinco y algo de la mañana. Hacía rato que yo estaba sentada en la cama. Me había levantado a las dos a hacer el tinto y el desayuno para los arrieros que pasaban madrugados pidiendo algo para tomar. A esa hora vi a través de la esterilla de la pared una sombra. Alguien se tiró del barranco. Luego hubo ruido de botas, murmullos de hombres, chasquido de metales. ‘Llegaron los paracos’, le dije a Audilio. En esas se abrió la puerta: ‘Somos las AUC’, nos notificaron. Y se tomaron la casa.

”A la media mañana me pusieron una pistola en la cabeza y me dijeron que como yo le cocinaba a la guerrilla, tenía cinco minutos para que pelara cinco pollos que traían vivos en un costal. Yo estaba tan angustiada que me desmayé. Cuando desperté nos encerraron en un cuarto. Callados, escuchábamos lo que ocurría afuera. Iban deteniendo a toda la gente que venía subiendo por el camino. Allí mismo mataron a cinco personas. Nosotros no veíamos nada, pero se oían los gritos, el llanto, los pedidos de clemencia, los disparos.

”Ese día tan largo parecía que nunca se iba a acabar. Hasta que con el último resquicio de luz le ordenaron a Audilio que les cargara los fusiles en una mula. Se iban. Pero se lo llevaban a él, seguramente para que les arreara la bestia toda la noche. Por eso corrí por unas botas, un saco y una linterna, porque Audilio estaba en chanclas. Cuando le entregué las cosas, él me miró de arriba abajo, callado y triste. Un paraco que iba detrás me gritó: ‘Ustedes se van antes de que amanezca, ¡o les vuelo la casa!’.

”La noche fue más larga todavía que el día. Estaba lloviendo muy fuerte y las goteras se sentían chirriar en el techo. ¿Quién duerme? Yo solo pensaba en Audilio. En que viniera a sacarnos de allá. Que nos quitara el frío y el miedo con el que estábamos amaneciendo. Pero fíjese que el gallo cantó y él no había llegado. Nos tocó empacar en medio de las tinieblas. A las cuatro ya teníamos todo listo. Los niños cargaban su propio motete con el poquito de ropa que podían llevar. Y así, todavía entre las sombras, empezó la huida. Por esos desfiladeros todo era fango. Yo caminaba con la esperanza de encontrármelo a él. Audilio, pensaba yo, ¿dónde estás?

”Salió el sol y nos paramos en otra vereda a esperarlo. Como a eso de las tres de la tarde vino un señor y me dijo que fuera por mi esposo que estaba en una curva del camino. Lo habían visto desde la capota de la chiva. Al principio yo no le entendí muy bien. ‘Dígale que yo lo espero acá… que me alcance’. ‘No, Lisinia, él no va a venir. Él está muerto’.

”En ese momento yo pensé que el cielo se había caído encima de mí. Pero me tocaba ser fuerte. No había de otra. No tuve tiempo ni de sentarme a llorar. Yo me había metido algo de plata entre el pecho y con eso contraté un carrito y me fui a sacarlo del rastrojo en el que lo habían dejado. Lo enterré. Ese día mi vida cambió de forma drástica”.

La guerra nos cambió

“Nos fuimos para donde mi mamá y esa noche llega a la casa la guerrilla del ELN y dice: ‘Señora, venimos a darle el pésame. Lo sentimos mucho, pero ahora sus sobrinos se vienen con nosotros. ¡Vamos a vengar a su marido!’.

”Ahí sí estallé de la rabia. No pude quedarme callada. Les dije: ‘¡Si por culpa de ustedes lo mataron a él! Era a ustedes a quienes buscaban. Así que de aquí nadie se va para ningún lado’. Y el guerrillero se fue exaltando y me responde: ‘Pues entonces todos ustedes se mueren’. ‘Pues todos nos morimos’, le riposté yo.

”Imagínese usted a diecisiete personas, de las cuales ocho eran niños, en un cuartico pequeño, en silencio total mientras él decidía qué hacía conmigo. Entonces al fin me dijo: ‘Se va de aquí’. En medio de mi angustia, de mi dolor y de mi miedo volví a contestarle: ‘¡Pero vuelvo cuando quiera porque esto es mío!’.

”Nos tocó desplazarnos ahí mismo, pero yo sentía que ya no me iba a dejar doblegar más. Caminamos toda una jornada y luego cogimos un carrito hasta Santander de Quilichao, donde vivía mi suegra. Llegamos los diecisiete a una casa diminuta en la que dormíamos hasta debajo de las camas. La abuela nos dio de comer unos días pero la economía no aguantaba. Entonces nos fuimos para la feria de ganado donde estaban llegando los desplazados del Naya”.

En esa semana santa, la masacre fue un recorrido cuyos muertos son difíciles de calcular. Se habla de 24 cadáveres, 50 desaparecidos y 3.000 desplazados. A la plaza de ferias iban llegando en masa los campesinos. Sin agua, sin ropa, sin comida.

“Eso hervía de gente. Y era como una cárcel, con candado. Al principio las mujeres se ganaban unos pesos lavando ropa, mientras los hombres cuidaban a los niños. Pero el tiempo pasó y ellos empezaron a irse otra vez al campo a trabajar. Muchos se fueron quedando en las fincas y abandonaron a las mujeres. Ellas terminaron solas, con los hijos, esperando el retorno”.

Lisinia, que no aguantaba el encierro, se fue para Toez, en Caloto, donde estaba el cabildo al que pertenecía. “Allí nos quedamos, gracias a la solidaridad de los compañeros, hasta marzo del 2004, cuando recibimos esta tierrita”.

Las otras mujeres

Mientras todo eso pasaba, Lisinia se estaba convirtiendo en una líder. “Estábamos rechazando la violencia del país con todo tipo de iniciativas, y así me encontré con La Ruta Pacífica y con las Mujeres de Negro. Ellas nos dieron unos cupos para unos seminarios de género, y allí tuve un nuevo descubrimiento. Aquello del género. Yo nunca me había parado a mirarme en un espejo. A ver cómo era yo. A valorarme. A aprender que el cuerpo es mío y se respeta”.

En el 2010 La Ruta Pacífica, un movimiento feminista que promueve el pacifismo, se propuso documentar lo que les ha pasado a las mujeres en la guerra. Lisinia tenía el reto de entrevistar a las indígenas, documentar las vidas de otras que, como ella, habían sobrevivido y se habían transformado en medio del sufrimiento. Cómo era ese dolor, pero también qué habían aprendido de él. Las indígenas son reservadas y por eso esperaba que solo dos o tres de ellas estuvieran dispuestas a hablar de su experiencia. “Para mi sorpresa, el día que las convoqué en Timbío había una fila que le daba la vuelta a la cuadra. Todas querían ser escuchadas. Es que cuando se guarda tanto adentro el alma se muere. Lo digo por experiencia, porque yo me pude liberar y ya no me para es nadie”.

En parte, lo que revela este informe es que las violencias que han vivido las mujeres en el conflicto, que son desmesuradas, se sumaron a las que ya experimentaban en su vida doméstica. “Cuando les hablamos del tema del género a las mayoras [ancianas] del Norte [del Cauca], una de ellas me dijo: ‘¿Ustedes por qué no habían venido antes a hablar de eso? Mire que tanto tiempo el marido pegándonos y uno callado. Si ustedes hubieran venido antes, no nos hubieran pasado tantas cosas’.

”El trabajo con el informe me hizo reflexionar mucho como mujer. Preguntarme ¿cuál es la diferencia entre la violencia de un guerrillero y la de un líder de la comunidad contra las mujeres? ¡Ninguna! También me alivió mucho escucharlas. La masacre del Naya fue tan cruel, tan despiadada, pero cuando yo escuchaba a las otras, pensaba: ¡Dios mío, a mí no me ha pasado es nada!”.

En junio pasado Lisinia fue elegida como gobernadora del cabildo, acompañada de otras diez mujeres en la directiva, en una experiencia inédita de gobernabilidad femenina. Claro que no sin dificultades. La mitad de la comunidad se abstuvo de votar por ellas. En medio de cierta tensión política que existe en Kitekkiwe, Lisinia relató en público un episodio de abuso sexual al que fue sometida por parte de uno de los líderes de su comunidad. Eso causó gran revuelo pero ella sigue firme con su denuncia, que no es la única entre las comunidades indígenas del Cauca. “Se les va a poner complicado porque las mujeres no nos vamos a quedar calladas. Esto es un verdadero despertar”, dice con una convicción que estremece.

Lisinia se viste con sus mejores ropas para ir al culto al que asiste cada domingo con “Don Carlos”, un indígena nasa de Toribío que es ahora su compañero de vida. En la tarde, mientras conversábamos, llovió varias veces. El fogón se fue apagando y el café se agotó por completo. Para despedirnos le pregunto si ella se define a sí misma como feminista. Entonces suelta una de sus carcajadas. Luego, seria, lo piensa bien. Suspira y responde: “Feminista sí… pero con hogar”. Y suelta otra carcajada.

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