La periodista bielorrusa Svetlana Alexievich
Una mujer paciente
Arcadia recuerda este artículo publicado en noviembre de 2013 cuando la Premio Nobel de Literatura 2015, Svetlana Alexievich, comenzaba a incluirse en los listados y las quinielas de Ladbrokes, la más popular casa de subastas que todos los años pronostica los probables ganadores.
Voces, cientos de voces, voces provenientes de la guerra y el sufrimiento descomunal del siglo XX, voces que hablan de su propio pasado con una mezcla de asombro, horror y alivio. Una anciana recuerda cómo una noche en que los alemanes seguían de cerca a su compañía, una mujer soldado que acababa de dar a luz en medio del fango y la sangre de la batalla ahogó con sus propias manos a su hijo recién nacido para salvar la vida de sus compañeros. Otra cuenta cómo treinta años después aún no puede ir al bosque, pues siempre debe pensar en los soldados despedazados que ayudó a enterrar bajo los árboles carbonizados, y cómo, cuando por fin regresó a casa, pensaba que ya no había hombres completos en el mundo, “tantas eran las piernas y los brazos amputados que había visto”. Son las voces de las sobrevivientes rusas de la Segunda Guerra Mundial, que sirvieron en el frente como enfermeras, francotiradoras o cargadoras de cadáveres, y quienes nunca antes habían contado su vida, pues “la historia y el lenguaje de la guerra siempre han sido propiedad de los hombres”. En otro lugar, un testigo del desastre atómico de Chernóbil, en Ucrania, relata: “Cuando regresé a casa tiré a la basura todas las cosas que tenía puestas en Chernóbil. Solo mi gorra se la regalé a mi hijo pequeño. Él la había querido y la llevaba puesta todo el tiempo. Dos años después le diagnosticaron un tumor en el cerebro… El resto lo puede añadir usted misma… No quiero hablar más”. Y una mujer cuenta muy lentamente la historia de su gran amor, a quien vio descomponerse en el lapso de una semana en el hospital en que se encontraba después de pasar algunas horas cerca del reactor que acababa de explotar.
Detrás de todas estas voces se encuentra una mujer paciente llamada Svetlana Alexievich, una reportera incansable a quien le gusta pasar desapercibida y quien ha escrito una de las obras periodísticas más intensas y sobrecogedoras de las últimas décadas. Hace algunas semanas, mientras medio mundo seguía el teatro que año tras año ofrece la Academia Sueca en torno a la pregunta de quién ganaría el Premio Nóbel de Literatura, mientras las secciones de cultura de los diarios enumeraban por enésima vez a todos los Pynchons, los Roths y los Dylans, candidatos vitalicios al premio, el nombre de la periodista bielorrusa apareció de repente, tras Haruki Murakami y la canadiense Alice Munro, en el tercer puesto de la famosa lista de posibles ganadores del Nóbel de la casa de apuestas Ladbrokes. Teniendo en cuenta las sorpresas, a veces felices, a veces irritantes, a las que la Academia nos tiene acostumbrados, no habría sido imposible que Svetlana Alexievich hubiese recibido el premio. Al final, y de forma más que merecida, la elegida fue Alice Munro. Pero si por un capricho sueco la ganadora hubiese sido Alexievich, la decisión no hubiese sido menos afortunada y la mujer que hubiese recibido el Nobel de Literatura de este año no menos extraordinaria que la cuentista canadiense.
Svetlana Alexievich, cronista del aparatoso desmoronamiento del universo soviético, nació en 1948 en Ucrania pero siempre se ha considerado bielorrusa dada la nacionalidad de su padre. En Minsk, la capital de Bielorrusia, Alexievich colaboró con periódicos locales y fue profesora de escuela. En 1976 empezó su trabajo como corresponsal para la revista literaria Neman y allí, experimentando con distintos géneros como el reportaje tradicional, el ensayo y el cuento breve, desarrolló poco a poco el método impresionante –impetuoso y desgarrador y al mismo tiempo extrañamente sereno– que pone en práctica en sus libros: la compilación de cientos y cientos de voces de “gente normal”, de testimonios cotidianos que, según la autora, le permiten acercarse del mejor modo a la vida real. O más exactamente, quisiera uno añadir: a la miseria, al dolor y también a la grandeza oculta de la vida real.
Algunos de los libros más importantes de Alexievich que han surgido de esa labor compilatoria en los últimos treinta años transportan las voces de las entonces jóvenes soviéticas que lucharon contra los alemanes en la Segunda Guerra Mundial (La guerra no tiene rostro de mujer, 1985, reeditado en el 2013), de las familias de los miles de soldados adolescentes que durante la invasión rusa a Afganistán en los años ochenta volvieron a sus casas, cual gloriosos héroes de guerra, en féretros de cinc (Los hijos de cinc. Afganistán y las consecuencias, 1989), de las víctimas del veneno bárbaro e invisible producido por la catástrofe nuclear de Chernóbil en abril de 1986, quienes aún hoy siguen intentando comprender que ellas, sus hijos y los hijos de sus hijos están condenados a pudrirse en la radioactividad que llevan dentro (Voces de Chernóbil de 1997, único libro de Alexievich traducido al castellano), y de muchos de los millones de perdedores del siglo XX tras la caída de la Unión Soviética hace veinte años (Tiempo de segunda mano. La vida en las ruinas del socialismo, 2013).
El particular método de composición literaria de Svetlana Alexievich ha recibido nombres distintos: “collage de voces de la vida diaria”, “coro épico”, “novela colectiva”. Acerca de su intención, la autora comenta: “Sobre los acontecimientos mismos se han escrito miles de páginas, se han rodado cientos de miles de metros de película. Pero a mí me interesa aquello que podríamos llamar la historia ignorada, los rostros sin rastro de nuestra estadía en la tierra. Yo describo y reúno los pensamientos, sentimientos y las palabras cotidianas. Intento comprender la esencia del alma”. Lo que Alexievich cuenta acontece dentro de la “gran historia”, pero a final de cuentas no es nada más (o nada menos) que el inventario conmovedor y minucioso de la caída de individuos normales a los abismos de acontecimientos grandiosos y terribles. Así, no ha de extrañar que de las horas y horas de entrevistas que la escritora realiza –se dice que solo para La guerra no tiene rostro de mujer reunió al menos quinientas grabaciones con igual número de mujeres– resulten obras increíblemente humanas, aunque también increíblemente estremecedoras, sobre el desaparecido mundo soviético en torno al cual giró durante décadas enteras gran parte de nuestro planeta.
No es muy fácil definir qué tipo de autora es exactamente Svetlana Alexievich. ¿Una gran escritora, si bien no es su propia voz la que habla a través de sus libros? ¿Una periodista distanciada y muy diligente, si bien sus textos son obras de arte altamente elaboradas? ¿Una reportera atrevida, terca, ambiciosa y fisgona, que sin embargo rara vez abandona su posición de oyente entre las sombras, de “gran oído”, como ella misma se describe? Y es que esto es acaso lo más interesante del admirable trabajo periodístico y literario de Alexievich: su silencio. Entre las trescientas páginas de testimonios turbadores que componen sus libros rara vez hay más de diez o veinte donde la autora misma “habla”. Y cuando lo hace siempre es para referirse a sus mujeres soldados, sus madres con el corazón roto o a las esposas solitarias de los limpiadores (muertos) de porquería radioactiva.
Considerando lo polémico de sus temas, es probable que si Svetlana Alexievich fuera una periodista como aquellos tristes especímenes a los que los noticieros nos han acostumbrado, atacaría a sus entrevistados a cada instante con “preguntas chocantes”. Si fuera un investigador célebre al estilo de los grandes reporteros hombres del siglo XX –Capote, Mailer, Talese–, todo giraría en torno a sus propias aventuras y su personalidad excéntrica. En los libros de Alexievich son siempre otros quienes cuentan sus vidas, hacen confesiones, dudan, respiran hondo. La reportera calla, anota todo y hace como si no estuviera allí. Pero en realidad esta allí todo el tiempo, dando de alguna forma sentido a la vida de gente ignorada y adolorida, de abuelas que la llaman “hija mía” y se sorprenden de que alguien quiera escuchar sus historias de una guerra mugrienta y desoladora, tan distinta al relato heroico de los hombres. “Sí, lloran bastante –escribe Alexievich–. Gritan. Cuando me he ido, toman pastillas para el corazón, llaman al médico. Y sin embargo me ruegan: ‘Ven de nuevo. Ven sin falta. Hemos guardado silencio durante cuarenta años’”.
Svetlana Alexievich, quien ha dicho que gracias a la guerra –a las distintas formas de la guerra de que hablan sus libros– aprendió a amar cada centímetro de la naturaleza, “a cada pájaro y cada hormiga que va por la calle”, es una mujer valiente. Todos sus libros pasan por un proceso estricto de censura del gobierno bielorruso y, según cuenta la escritora, muchos de ellos solo llegan a Bielorrusia gracias a que ella misma los compra en Rusia o Ucrania y los introduce ilegalmente a su país. A causa de la persecución bajo el régimen del presidente Aleksandr Lukashenko, Alexievich abandonó el país en el año 2000. Durante años recorrió Europa en condición de refugiada política: París, Estocolmo y Berlín fueron algunas de las estaciones de su vida en el exilio. En el 2011, sin embargo, regresó a Bielorrusia. A la pregunta de por qué decidió volver a su país a pesar de los controles y las prohibiciones de hablar en público que le esperaban bajo el sistema dictatorial de Lukashenko, Alexievich responde con el mismo pudor con el que ha escrito sus libros: “Durante el tiempo que permanecí en Italia, Francia y Alemania, jamás aprendí el idioma local. Mis padres han muerto, mis nietos van a empezar pronto a ir a la escuela. Tenía que regresar. Simplemente tengo que estar en el lugar sobre el cual escribo”.