El bolero

Contigo aprendí

El bolero ha sido un instrumento fundamental en el terreno del romance, y sobre todo en el de la intimidad de la pareja enamorada, un espacio que ningún otro género musical ha explorado con tanta precisión.

César Pagano. Bogotá.
11 de septiembre de 2013
Tito Rodriguez

Pocos lo han definido mejor que el compositor cubano César Portullo de la Luz: “El bolero es la crónica sentimental y artística de la pareja humana y latinoamericana”. Es también el género musical más extendido de Latinoamérica y el Caribe. Si bien otros ritmos han sacudido el continente por épocas y han gozado de algún predicamento descollante, ninguno de ellos ha podido igualar su imperio perdurable, que extiende sus dominios desde La Patagonia hasta los Estados Unidos, pasando por España y todo nuestro continente, incluso saltando las barreras idiomáticas, como ha sucedido en Brasil, Paraguay y Haití.

Según el historiador musical Helio Orovio, el bolero, como lo conocemos hoy, nació cuando irrumpió en escena en 1885 un músico genial, José “Pepe” Sánchez, con su primer bolero escrito, “Tristezas”, una pieza sencilla que marcaría un modelo histórico. Esta música novedosa, de encendido y elegante romanticismo y con un ingrediente original que le confirió vibraciones rítmicas bailables, hacía posible que, en tiempos de severo control sobre las manifestaciones públicas de deseo, las ardientes parejas pudieran bailar y conversar de cerca, y se abrazaran y estrecharan caras, pechos y pubis en público. Además de la música sentida y elaborada, y los bellos mensajes de romanticismo encumbrado y bucólico, la pasión por su danza contagió a los amantes bailadores con extraordinaria celeridad.

El bolero pronto prendió en las islas de Dominicana, Haití, Puerto Rico y llegó al continente a través de la península de Yucatán para adentrarse y conquistar la capital de México. El bolero mexicano aportó sus propias variantes, con estilos de composición y de canto propios y originales y con sus escuelas de voces eximias encabezadas por José Mojica, Ortiz Tirado, Pedro Vargas y generó dos estilos femeninos, representados por Toña la Negra y María Luisa Landín, al lado de otras artistas inmensas e inclasificables como Elvira Ríos o María Victoria. Fue allí donde surgieron los tríos armónicos de guitarras y voces, con el pionero Trío Los Panchos y, más virtuosos aún, Los Ases y Los Tres Caballeros. También allí se estrenó el bolero ranchero, donde reinaron Pedro Infante, La Tariácuri y Javier Solís.

Fortalecido y forjado igual por hombres que por mujeres, el bolero se extendió incitante y amoroso por el resto del continente, por las giras de los artistas, la producción y venta de discos, la proliferación de las emisoras de radio, las pujantes, representativas y cautivadoras imágenes que forjaba el cine y luego la televisión y la publicidad que emanaba de la industria editorial. En Argentina se creó un bolero austral con su propio tono que le confirieron Leo Marini, Hugo Romani, Daniel Riolobos, Libertad Lamarque, Roberto Yanés y Chico Novarro, entre otros, y que logró entusiasta recibimiento y arraigo, principalmente en Panamá, Brasil, Venezuela y Colombia, donde despega el primer bolero reconocido, “Te amo”, de la autoría de Jorge Añez, en 1930.

El bolero conquistó nuevos territorios debido a la oportunidad y autenticidad de su mensaje, un vehículo idóneo y elocuente de los sentimientos y pasiones extremas de los hombres latinoamericanos: expansivos, galantes, alegres y prestos para el baile, inquietos, charladores, socarrones, generosos e infieles, simpáticos y recursivos, tercos hasta la obsesión, apasionados, celosos, resentidos que pueden llegar a ser iracundos y vengativos hasta la ofensa verbal, pero que suplican el perdón para lograr la desesperada reconciliación con su amada.

Le corresponde en el tiempo que corre un tipo de mujer urbana, acuciosa, a la que también le gusta el jolgorio y el romance. Cariñosa, sensual y sexual, atrevida, recursiva ante las situaciones difíciles, bailadora, calculadora, celosa, coqueta, cálida y emocional, tanto que puede ser vengativa y hasta cruel cuando es traicionada, pero que, como todos, busca el reencuentro cuando la ofensa no ha lesionado de manera demasiado grave sus principios.

Claro que los arquetipos de hombres y mujeres que retrata el bolero han cambiado según los momentos históricos. Cuando comienza en firme, sus letras le cantan a la mujer que trabaja y sufre, ama y lucha en la ciudad, como “Longina” de Manuel Corona, “Empleadita” de Urquiza y “Cabaretera” de Bobby Capó, y hasta la cantante profesional en “La Bruma”, del cubano Efraín Ríos, grabado por la insólita Elena Burque. Pero también retratan a la persona enamorada que se somete o duda o se rebela con decisión contra la barreras de clase (“Esa maldita pared”, de Roberto Angleró y su paisano boricua Daniel Santos, “Me dices que soy pobre, que no tengo derecho” o “Bájate de esa nube” de Ernesto Duarte). La mujer sometida –que más que querer, desea el hombre–, está esbozada con estas pinceladas en “Una mujer” de Paul Misraki y Ben Molar, aplicable a los decenios de los años cuarenta y cincuenta del siglo XX: “Una mujer debe ser soñadora coqueta y ardiente, / debe darse al amor con frenético ardor / para ser una mujer...”.

Menos divulgada porque el bolero ha decaído, es la figura de la mujer de nuestros días: protagonista consciente y autónoma que le enrostra en las letras su igualdad al hombre. Vienen a la cabeza tres ejemplos elocuentes: “Te quedé grande” de María Isabel Saavedra, “Farol en la calle y oscuridad en la casa” de Sonia Martínez, o “Se me olvidó que te olvidé” de Lolita de la Colina. La sumisión cede el protagonismo a la insolencia.

Por supuesto que el bolero no ha sido el único culpable de la configuración emocional de los latinoamericanos, pues su papel también habrán cumplido la familia, la educación, el barrio, la ciudad y el entorno. Pero sí creo que ha sido un instrumento fundamental en el terreno del romance, y sobre todo en el de la intimidad de la pareja enamorada, un espacio que ningún otro género musical ha explorado con tanta precisión. Porque bien sabemos que la sociedad y las instituciones no nos han educado cabalmente en los asuntos del amor. No hay cátedras sobre el sentimiento en la escuela. Y ese vacío no lo suplen ni siquiera los escasos libros que existen sobre él. Es por eso que tantas generaciones de latinoamericanos se educaron amorosamente oyendo boleros. Y quizás de él aprendimos todos un vocabulario dramático para expresar los sentimientos a los que la educación no quiso poner nombre. El gran cronista mexicano Carlos Monsiváis fue otro de los pocos que han sabido entender el lugar del bolero en la vida de América Latina: “El bolero es una serenata al pie de la utopía del romanticismo, el bolero es una renuncia pactada a lo que ya se sabe de la inmediatez de la vida sexual, el bolero es el recuerdo de lo que no se ha vivido, el bolero es una conspiración de la memoria que nos convierte, de modo simultáneo, en ancestros y descendientes de nosotros mismos”.

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