Repaso a algunas tesis sobre la consciencia
Cómo piensa un átomo
Si bien le ha dado nombres muy distintos, desde la antigüedad el hombre se ha preguntado por el alma. ¿Está ubicada en la glándula pineal? ¿No es acaso más que un sinónimo de la consciencia? ¿Es la misma mente? La filosofía ha hecho las preguntas; ¿tiene la neurociencia por fin las respuestas?
Uno –tal vez no el peor, ¿tal vez el más feliz?– de los destinos del género humano es hacerse preguntas imposibles de responder, como, “palabras más, palabras menos”, advirtió Kant. ¿Por qué existe el ser y no la nada? ¿Qué es la materia? ¿Qué es la mente? Los filósofos y más tarde los científicos de todas partes y de todos los tiempos han querido dar respuesta –o han querido hacernos creer que hay respuestas– a algunas de estas preguntas. Fieles a ese destino particular, o esclavos de él, filósofos y científicos han tropezado una y otra vez con una serie de dificultades –como la de no decir más de lo que sabemos– y han recurrido a la metafísica, cuya especialidad consiste, precisamente, en decir más de lo que podemos saber, y a la jerga especializada. Y a lo largo de los siglos y en las distintas latitudes, para estas preguntas imposibles de responder han surgido respuestas que dividen a los pensadores en por lo menos dos bandos.
Uno de los grandes hallazgos del último siglo, que se refiere a la composición de la materia, puede resumirse así: “El suelo que pisamos, que creíamos que era algo firme y seguro, resulta ser poroso y movedizo”. En su último o penúltimo libro, el científico popular y biólogo evolucionista Richard Dawkins aseguraba: “Ahora podemos mejorar nuestro ‘modelo’ del cristal de diamante dándole escala; es decir, representándonos cómo [en su estructura interna] los tamaños y las distancias se relacionan entre sí. Supongamos que el núcleo de cada átomo de carbón está representado por una pelota de fútbol, con electrones que orbitan a su alrededor. A esta escala, las pelotas vecinas dentro del diamante estarían a más de quince kilómetros de distancia. Los quince kilómetros que median entre pelota y pelota contendrían los electrones en órbita alrededor de los núcleos. Pero cada electrón, en nuestra ‘escala de fútbol’, sería mucho más pequeño que un mosquito, y estos mosquitos en miniatura distarían a su vez varios kilómetros de las pelotas alrededor de las que vuelan. Así, ustedes pueden ver que, asombrosamente, hasta el diamante, legendario por su dureza, ¡está compuesto casi solo de espacio vacío! Y esto puede afirmarse de ustedes y de mí también(...). Cuando hablamos de cosas en verdad pequeñas, como átomos y núcleos [y luego neutrones y quarks] la distinción entre ‘materia’ y ‘espacio vacío’ comienza a perder sentido(...). Aquí entramos en el país de las maravillas de lo misterioso”.
Lo misterioso, cabalmente, ha surgido al querer explicar (un científico) la estructura de la materia, que hoy puede dividirse en partículas subatómicas aún más allá del límite de una posible visualización conceptual. Misterioso asimismo puede resultar el lenguaje cuando intentamos explicar la mente humana y su relación con la materia.
El aforismo griego Conócete a ti mismo, que tenía por objeto incitar al hombre a reconocer los límites de su propia naturaleza “y a no aspirar a lo que es propio de los dioses”, parece haberle incitado a ir siempre más allá, a traspasar esos límites, a querer conocer su alma, o su mente o su consciencia. En el Diccionario filosófico de Voltaire –el primer historiador moderno de la palabra “alma”– leemos: “Sería bueno poderse ver el alma(...). Los primeros filósofos, caldeos o egipcios, dijeron: ‘Es un hálito, es fuego, es éter, es una quinta esencia, es un simulacro vago, es una entelequia, una armonía’. Finalmente, según el divino Platón es un compuesto de lo mismo y lo otro. ‘Son átomos que piensan en nosotros’, dijo Epicuro siguiendo a Demócrito. Pero, amigo mío, ¿cómo piensa un átomo? Confiesa que no sabes nada sobre esto”.
El correlato físico del alma fue para los antiguos la glándula pineal, donde también quisieron domiciliarla los sabios chinos, que la llamaron –a la epífisis– el Palacio de Niwan, “donde habita el Uno Superior”. Aunque la separación conceptual de cuerpo y mente puede ser rastreada hasta los griegos, “es a René Descartes (1596-1650), matemático, filósofo y fisiólogo francés, a quien debemos la primera explicación sistemática de la división entre la mente y el cuerpo: es decir, el dualismo”, leemos en un artículo de Wikipedia. Pero los doctores de la Iglesia (hasta Gassendi, correspondiente y adversario de Descartes), han creído que el alma es corporal, han sido monistas. (Por ahora, un bando es el de los dualistas; el otro, el de los monistas.)
La pregunta ¿qué es la mente? produce un calambre mental. Hemos caído en una trampa tendida por el hábito, nos advierte Wittgenstein, el fundador de la filosofía analítica: detrás del sustantivo buscamos la sustancia. Pero ¿es correcto decir que el lugar del pensamiento es la cabeza?
Según este “pensador llamado Wittgenstein” (como lo llama Dawkins ¿con cierto desdén?) que escribió medio siglo antes de la era de la neuroimagenología tridimensional y otras técnicas de “mapeo cerebral” de alta precisión, la respuesta puede ser: No.
"Imaginemos crudamente un experimento así: consiste en observar el cerebro mientras el sujeto piensa(...). Supongamos que el sujeto y el experimentador son la misma persona, que observa su propio cerebro por medio de un espejo. Pregunto entonces: ¿el sujeto-experimentador observa una cosa, o dos cosas? Observa la correlación de dos fenómenos, y tal vez llama ‘pensamiento’ a uno de los dos”. Una serie de procesos fisiológicos corresponden a nuestro pensamiento –expone Wittgenstein en El libro azul (1958)– de manera que al conocer esta correspondencia, y al observar los procesos, podríamos creer que hallamos los pensamientos. “Cuando nos preocupamos acerca de la naturaleza del pensamiento, la perplejidad que nos parece causada por el medio es en realidad una perplejidad proveniente de un uso mistificador de nuestro lenguaje [como el de afirmar que la materia está compuesta de espacio vacío]. Nos vemos tentados de pensar que hay algo oculto, algo que podemos percibir desde el exterior pero que no podemos penetrar con la mirada (...). Podemos decir que pensar es esencialmente la actividad de operar con signos. Esta actividad es ejecutada por la mano cuando pensamos por medio de la escritura; por la laringe y la boca cuando pensamos al hablar; y si pensamos imaginando signos o imágenes, no es posible señalar un agente que piense”.
Antonio Damasio –Premio Príncipe de Asturias 2005 de Investigación Científica y Técnica–, cuyos meritorios hallazgos sobre el origen de la consciencia humana son en buena parte fruto de los avances tecnológicos de las últimas décadas, como las más modernas variedades de mapeo de la corteza cerebral, representa la corriente de los cognitivistas que niegan la división cuerpo-alma cartesiana. La imagenología médica actual permite visualizar de manera directa algunos aspectos del procesamiento de información en determinadas áreas del cerebro, que hacen que el metabolismo de dichas áreas aumente y produzca una “iluminación” en el escáner, por ejemplo, cuando una neurona se activa, “se dispara”, y transmite, por medio de la sinapsis, una señal electroquímica a otra neurona, que se activa a su vez, que a su vez se dispara... hasta integrar múltiples microcircuitos “que forman regiones con una determinada arquitectura” y que producen una mayor intensidad de flujo sanguíneo, la que puede ser detectada por un escáner. Esta técnica “no invasiva” de observación intracerebral ha convertido en innecesarias algunas prácticas cruentas y crueles, como la ironizada por El Bosco en La extracción de la piedra de la locura, pero todavía no ha desplazado por completo los experimentos in vivo en cerebros de simios y otros animales superiores. “Los monos con ablaciones bilaterales del sector anterior del lóbulo temporal (léase: los monos cuyo tejido cerebral hemos dañado en la región de las sienes) revelan algún menoscabo del comportamiento social, pero en mucho menor grado que los monos con lesión prefrontal”, explica en El error de Descartes el científico galardonado.
En sus libros más recientes (En busca de Espinoza; Y el cerebro creó al hombre) Damasio expone la tesis de que la consciencia humana tiene no solo su asiento sino también su origen en el cerebro y es, además, un subproducto de las emociones. Cita a William James, promotor del pragmatismo: “El yo material es la suma de todo lo que un hombre podría llamar suyo: no solo su cuerpo y sus poderes psíquicos, sino también sus vestimentas, su esposa y sus hijos; sus antepasados y sus amigos; sus obras y su reputación; sus tierras y sus caballos; su yate y su cuenta de banco”. Damasio continúa, y adelanta una tesis reveladora de cierta ideología: “Pero James pensaba algo más, con lo que estoy todavía más de acuerdo: lo que permite al ser darse cuenta de que estas posesiones existen y son de sus propietarios mentales –cuerpo, mente, presente y pasado y todo eso– es que la percepción de estos ítems genera emociones y sentimientos, y que, a su vez, estos sentimientos consuman la separación entre los contenidos que pertenecen a ‘uno mismo’ y los que no”. Al mismo tiempo que la mente, entonces, nace del sentido de la propiedad privada.
Ideología aparte, es difícil no estar de acuerdo con Damasio cuando expone su visión de cómo el cerebro humano crea “mapas” de la realidad que se dibujan y se desdibujan, se superponen, se yuxtaponen y convergen o se disgregan en ciertas zonas de la corteza cerebral (la ínsula, el hipotálamo) a la velocidad de la luz, y así producen en el interior de nuestro cerebro una especie de aleph personal, nuestro propio modelo del universo. (Según Damasio, “Steve Kosslyn, un ingenioso neurocientífico, ha logrado calcular el tamaño relativo de un objeto ‘recordado’ en una mente bajo inspección”). La tesis del “ser autobiográfico” –concepto acuñado por Damasio– puede bosquejarse, a muy grandes rasgos, así: la historia de la regulación de la vida, conocida como homeostasis (conjunto de fenómenos de autorregulación para el mantenimiento de una relativa estabilidad en el medio interno de un ser vivo), comienza con los seres unicelulares, que no tienen cerebro pero que son capaces de adaptarse a su medio, como los virus, las algas, las amebas... Progresa en individuos cuya conducta está regulada por cerebros primitivos, como las lombrices, y continúa su marcha hacia adelante en individuos cuyos cerebros generan, además de una conducta, una mente, como los insectos y los peces. Casi todas las especies cuyos cerebros generan un ser lo hacen a nivel nuclear. En los primates, la mente se hace cada vez más compleja. El “ser nuclear” o “proto yo” permanece, pero poco a poco es envuelto por el ser autobiográfico. “Dando un extraordinario salto hacia adelante –gracias a una capacidad de memoria en aumento, la facultad de razonamiento y el lenguaje– la mente humana engendró nuevos instrumentos y elevó el proceso de la homeostasis al nivel de la sociedad y la cultura(...). Los sistemas de justicia, las organizaciones económicas y políticas, las artes, la medicina, son ejemplos de los nuevos dispositivos de regulación”. A esta consciencia de gran alcance que gira alrededor del ser nuclear, Damasio la llama autobiográfica, y la considera “uno de los grandes logros del cerebro humano y uno de los rasgos definitorios de la humanidad”.
El principal crítico de Damasio, el filósofo y analista cultural más sexy de la actualidad –pese al aspecto físico y su gusto confeso por la pena de muerte (¿o por eso mismo?)–, el formidable Slavoj Žižek, pone en duda que el ser autobiográfico haya sido esencial para la supervivencia de la especie; las “pulsiones de muerte” lo convierten también en un factor negativo, en un riesgo. (“El Ser singular es el momento de la negatividad autoreferencial, explosiva y destructora. Un Ser libre no solo encaja las alteraciones, también las causa; hace estallar cualquier forma de stasis(...). La máxima Cosa traumática con que el Ser puede encontrarse es el Ser mismo”). En un (sub)capítulo de su grueso libro, Visión de paralaje, dedicado al científico angelino y portugués (“Las emociones mienten, o, donde Damasio se equivoca”) este esloveno heredero del materialismo histórico se pone del lado de los dualistas o espiritualistas: “Nuestra experiencia inmediata de la consciencia interior es, por definición, un proceso que ocurre en una superficie, al nivel de las apariencias, y cuando tratamos de explicar esta experiencia en términos neurobiológicos, lo hacemos construyendo –desde un punto de vista exterior– un proceso neuronal que pueda generar una experiencia tal; piensen en el proverbial vistazo al cráneo abierto: al ver la carne cruda del cerebro humano, es imposible no experimentar un sobresalto. ‘¿Eso es todo? ¿Es este pedazo de carne lo que genera nuestro pensamiento?’. La conclusión que debemos sacar de todo esto fue sacada hace ya tiempo –sigue Žižek: la consciencia no es una cuestión de “interior”, sino de “interfaz”, de contacto entre superficies, de relación interior-exterior. Es esta intrincada relación entre Dentro y Fuera lo que, en efecto, mina la noción estándar del sujeto cartesiano como sustancia pensante: nos hace entender con claridad el hecho de que, precisamente, el sujeto no es una sustancia(...). Lo sorprendente es que la crítica de Damasio [a Descartes] va en la dirección opuesta; si acaso, pone aún más énfasis en la naturaleza del sujeto engastada en la realidad biológica del cuerpo”.
Es posible que cuando intenten definir alma, mente o consciencia, los diferentes bandos nunca lleguen a ponerse de acuerdo. Tal vez no sea tan misterioso el hecho de que no podamos explicarnos la consciencia, que puede ser un milagro, un error biológico o un límite evolutivo. Quizá el que nos decantemos por esta o aquella tesis o ideología sea una cuestión de gusto –o de genética. En cualquier caso, hoy por hoy no parece necesario rechazar, digamos, el cognitivismo evolutivo para abrazar el trascendentalismo espiritualista... Podemos enfrentar el reto de llegar a conocer los límites que entraña cada uno ?–mientras seguimos haciéndonos preguntas que no podemos responder. Preguntas como, precisamente, esta: ¿por qué nuestra consciencia –a través de las latitudes y de las épocas– está destinada a hacerse preguntas imposibles de responder?