Tres maneras de hacer ficción a la mexicana

¡Arde México!

Yuri Herrera, Élmer Mendoza, Juan Pablo Villalobos o Antonio Ortuño –uno de los invitados a la FILBo– son solo algunos de los nombres de una poderosa renovación en las letras mexicanas, en la cual la violencia exacerbada tiene altísimas cumbres de alta literatura.

Martín Solares* México
22 de abril de 2014
Yuri Herrera

No están hechas con la misma sustancia que las mentiras, aunque utilicen algunos de sus temas, personajes, recursos. Tampoco emplean la misma materia que la verdad, aunque pretendan ser tan incandescentes y verosímiles. Las ficciones que se producen en México son de distinta naturaleza y compiten en sus alcances y formas. En el mejor de los casos surgen del impulso de criticar la realidad; en el peor de ellos, de suplantarla con algo peor.

Quienes vivimos en México durante los últimos siete años hemos visto surgir distintos tipos de ficciones en la vida diaria, muchas de ellas destinadas a perecer –o a matar–. Mientras el país descubría que durante el sexenio del presidente Calderón los políticos usaban la palabra “justicia” cada vez con menor frecuencia, y era muy raro escuchar que algún funcionario público prometiera aplicar la ley hasta las últimas consecuencias, también se advertía con horror que el Estado contaba con un cuerpo de policía que rara vez entraba en conflicto con los delincuentes gracias a que colaboraba, protegía o estaba a las órdenes de alguno de los grupos criminales predominantes en su zona; que si uno vivía cerca de la frontera norte, lejos de los derechos humanos y cerca de los Estados Unidos, no era extraño saber de grupos armados que recorrían la ciudad secuestrando o levantando personas, provocando balaceras y, en los momentos de calma, incursionando con inmenso éxito en singulares opciones empresariales, como son la venta de música y películas piratas, la extorsión de restaurantes, hoteles y comercios; la venta forzada de bebidas adulteradas a los dueños de los bares, por no mencionar el apoyo a las campañas de algunos políticos o la cobarde explotación de mujeres.

Lo más paradójico es que mientras más inverosímiles sean estas ficciones con mayor empeño se busca protegerlas a toda costa. En primer lugar, está la ficción según la cual en este país se vive un oasis de calma. Celosos de su deber, los gobernadores de estados como Puebla, Tamaulipas o Veracruz han preferido perseguir a los periodistas antes que brindarles las condiciones mínimas de seguridad para realizar su trabajo, y ya no hablemos de investigar las agresiones que sufren: más bien se secuestra a quienes denuncian la trata de mujeres, como le ocurrió a Lidia Cacho. Se busca evitar que los diarios den cuenta del clima de violencia que se vive, como sucede un día sí y otro también en Tamaulipas, donde tres de sus últimos gobernadores son investigados o tienen órdenes de aprehensión de la DEA. A la vanguardia de esta tendencia, el gobernador de Veracruz incluso promulgó una ley que persigue a quienes se atrevan a difundir por Twitter hechos no comprobados o rumores que perturben la ficción de la calma, no sea que dejen de venir los turistas, esos seres tan caprichosos. No es de extrañar que la mayoría de los ciudadanos haya terminado por aceptar, a través del cinismo, de la resignación o de la depresión franca y extensa, que si piensan vivir en las ciudades más desafortunadas de este país deben acostumbrarse a tolerar balaceras, desapariciones, secuestros exprés y otras formas del desprecio por la vida humana.

Entre las peores tradiciones de la política mexicana destaca aquella que permite al presidente en turno esbozar, durante su mandato, la ficción en la que quiere vivir. Esta ilusión es apuntalada por periodistas y locutores, refrendada por sus allegados y por los ciudadanos bien pensantes, pero no es una ficción que logre sobrevivir. En cuanto un presidente se va, el siguiente se dedica a refutar los engaños en los que el país vivió durante tanto tiempo –con la pequeña ayuda de la realidad–. Gracias a estas ficciones bobas pero apuntaladas por el presupuesto oficial, no es raro escuchar a mandatarios que eluden su responsabilidad en los desastres de la historia reciente, y aún insisten en que las ejecuciones de personas indefensas que tuvieron lugar en tranquilas iglesias, fiestas familiares, hospitales o sepelios fueron solo ajustes de cuentas comprensibles entre narcotraficantes impíos, esa especie despreciable, que no merece que se investigue su muerte o que se castigue a sus asesinos...

El siguiente signo de alarma, la siguiente prueba de que el ejercicio de la ficción ha decaído en México lo representan las narcomantas. A través de esos extraños relatos efímeros, por lo general letreros con faltas de ortografía abandonados sobre el cadáver de un rival, grupos que habían trabajado de manera clandestina durante decenios deciden influir en la opinión pública: los narcos han decidido salir de las sombras (relativamente, no sea que los detenga la DEA) y difundir sus ideas, principios y convicciones. Han pretendido convencernos de que en algunos estados, en Michoacán por ejemplo, hay ladrones buenos (aquellos que se llaman a sí mismos “La Familia”, o, agárrese usted, “Los Caballeros Templarios”), que si portan armas de grueso calibre es para robar a los ladrones malos (sean los Zetas, el Cártel de Jalisco Nueva Generación o el enemigo de turno) a fin de proteger a la pobrecita sociedad –ya ven cuánto la ignora el gobierno, ese gran haragán–. Lo que no dicen las narcomantas es lo que sus autores son capaces de hacer a quienes se resisten a creer en la pureza de sus intenciones.

Además de sugerir la complicidad entre el gobierno y los grupos rivales cuando así conviene, y de deslindarse de algún ataque cobarde, como lanzar varias granadas contra una multitud que celebraba las fiestas del 15 de septiembre en Morelia en 2008, las narcomantas también han buscado tranquilizar a la población. Cuando proliferan los rumores de que se desatará una nueva balacera en ciudades como Tampico, Nuevo Laredo, Matamoros o Reynosa, los primeros en reaccionar a fin de evitar la psicosis colectiva y la atención de la prensa internacional correspondiente no siempre han sido los políticos, locales quienes pretenden deshacer los infundios, sino algunos grupos criminales, entre ellos el Cártel del Golfo: ¿a quién le gusta que luego de un ajuste de cuentas anden por ahí los rumores, o peor aún, las noticias, proliferando? Pero las ficciones, y esto deberían saberlo políticos y criminales, no se construyen por decreto. En el caso de las narcomantas pacifistas, las mismas faltas de ortografía son preocupantes. Y es que si los autores de dichos mensajes cometen graves descuidos al redactarlas, ¿quién nos asegura que no provocarán daños colaterales mientras realizan un ajuste de cuentas, de esos que proliferan por mala fe?

La afición de los narcos por escribir ficciones también se manifiesta de otras maneras. Se dice (pero solamente Alá es grande y lo sabe todo) que cuando un capo cualquiera está interesado en transmitir la convicción de que la ciudad en la que realiza sus operaciones comerciales es un sitio pacífico, y que no pide a gritos la intervención del ejército y la Cruz Roja, conmina a los periodistas de la zona a que eviten informar de la enésima racha de ejecuciones masivas, o los saldos de las batallas entre bandos opuestos, mediante estrategias que van del soborno a la intimidación, o el simple y directo ataque armado a la redacción de un periódico.

Así, mientras los políticos sugieren a los periodistas qué palabras escribir, los criminales les indican qué callar. Entre las palabras insinuadas por los políticos y el silencio exigido por los narcos, ¿qué tan grande es la libertad de los reporteros mexicanos actualmente? ¿Y qué ha hecho la ficción mexicana al respecto? ¿Ha sido cómplice del gobierno y los criminales, empeñada en difundir la versión oficial? O peor aún, ¿ha sido una timorata, que no examina a la sociedad en que surge? ¿Es ella también parte del complot, la muy canalla?

Basta echar un vistazo a la literatura para comprobar que a lo largo del siglo XX la narrativa  nacional se encargó de reflejar de manera obsesiva la revolución mexicana; que entre Pedro Páramo, de Juan Rulfo, y Porque parece mentira la verdad nunca se sabe, de Daniel Sada, hay media docena de novelas que denuncian a la clase política mexicana; que la represión de la guerrilla y del movimiento estudiantil del 68 generó algunos testimonios magistrales y aparece en innumerables novelas recientes. Pero eran pocas, muy pocas, casi excepcionales, las ficciones que se atrevían a asociar política y narcotráfico. Mientras que narcos y judiciales comienzan a aparecer en los cuentos de Francisco Hinojosa, Enrique Serna y Eduardo Antonio Parra, o en las novelas de Héctor Manjarrez, Paco Ignacio Taibo II, Leonardo da Jandra, Leónidas Alfaro, Luis Humberto Crosthwaite y Juan José Rodríguez, la primera obra maestra que aborda el último gran delito del siglo XX es Contrabando, de Víctor Hugo Rascón Banda. Contrabando es una de las novelas más conmovedoras que han abordado este tema. Escrita a partir de las desgracias e ilusiones de los habitantes de un pueblo perdido en la sierra de Chihuahua, ya insinuaba en 1991 qué porcentaje de la sociedad mexicana depende o sueña con depender del dinero que viene del narcotráfico.

Contrabando permaneció inédita hasta el 2008, pese a haber ganado el Premio Juan Rulfo de Novela. Por ello fue Élmer Mendoza, en 1999, el primer narrador en publicar una novela que aborda con recursos literarios el tema del narcotráfico. Con Un asesino solitario Mendoza comenzó  una afortunada carrera que se ha distinguido por crear una serie de personajes fascinantes que tienen en común su deseo de sobrevivir a la violencia a la mexicana –no en balde el mismo Arturo Pérez Reverte le pidió asesoría cuando investigaba para escribir La reina del sur–. En una literatura que ha dado muchas novelas pero pocos personajes memorables, Élmer Mendoza sobresale por su talento para crear seres de ficción de tres dimensiones, como el sicario Yorch Macías y los judiciales que lo acompañan. Y por supuesto, por su habilidad para contar historias impecables desde el flujo de conciencia de estos seres imaginarios. Convencido de que en una ficción literaria no todo debe ser claridad, en las novelas de Mendoza hay párrafos diurnos y otros nocturnos, capítulos donde los detalles se nos muestran con nitidez y otros que se hallan sumidos en una oscuridad deliberada, a fin de mejor contar ciertas emociones. Conscientes de que para expresar la historia de un individuo que arriesga su vida la narración puede ser exaltada, difusa, repetitiva o sinuosa, y que no todo será ordenado y lineal, novelas como El amante de Janis Joplin o Cóbraselo caro crean un ritmo que hace pensar en los corridos contemporáneos, en la línea de Los Tigres del Norte.

De 1999 a la fecha la violencia, antes esporádica, se volvió cotidiana. No es de extrañar que una nueva oleada de escritores eligiera a criminales como protagonistas de sus relatos, en un intento por entender el rumbo que tomaba una de las sociedades más complejas (y corruptas) de América Latina. Sea que elijan como protagonista a la amante de un narco, como hizo Orfa Alarcón en Perra brava; sea que tomen el idioma que se habla en México y lo hagan avanzar como uno de esos moluscos que van eligiendo y asimilando piezas extrañas para crear una forma majestuosa, como hace Yuri Herrera en Los trabajos del reino o en La transmigración de los cuerpos; sea que aborden, con una capacidad crítica poco vista, la hipocresía de la sociedad mexicana ante las desgracias ajenas, como Antonio Ortuño en La fila india, una de las cimas de la prosa corrosiva en nuestro país; sea que narren historias subyugantes y transgresoras, a la manera de Augusto Cruz (Londres después de medianoche), Carlos Velázquez (El karma de vivir en el norte) o Juan Pablo Villalobos (Fiesta en la madriguera), la ficción literaria a la mexicana se niega a darle la espalda a la realidad más violenta.

En el fondo, las ficciones literarias que se escriben en México no parecen ser muy distintas de aquellas que se han escrito en otros países en periodos oscuros. Plantean el mismo reto para cada autor: tomar un pedazo de la realidad y tratar de hacer algo perdurable con ella. No importa que la realidad te queme las manos, hay que buscar que en cien años tu voz siga hablando al lector. De un lado tenemos la noche de mentiras y rumores, cuyo tremendo oleaje estalla cada vez con mayor fuerza; allá, a lo lejos, la verdad científica y la verdad del historiador o del periodista, que apenas alcanzan a iluminar la negra noche con sus briznas de verdad. Y a un costado aquellos sujetos, los que escriben ficción literaria.

En la vida diaria el común de los mortales solamente tiene una opción: avanzar paso a paso con los ojos abiertos, percibiendo el mundo con diversos grados de claridad o desesperación, que es como se vive el presente. Pero quienes escriben o leen novelas tienen algo más: la posibilidad de abrir tantas vías para la percepción como tiempos verbales existen, de multiplicarse a través de esos vehículos que son los personajes, y gracias a ello vivir otras vidas, saltar a otros mundos y enriquecer la idea que se tiene del presente y del pasado. Con ello las novelas nos susurran que vivimos en distintos planetas a la vez: lo que fue, lo que será, lo que es, lo que puede ser, lo que desearíamos que fuese. Multiplicar al lector,  sugerirle cuántas dimensiones tiene su vida, es una de las grandes aportaciones de la novela, que en alguna medida permite recobrar nuestra fe en lo extraordinario, y sin duda es uno de los grandes poderes de estos practicantes de la ficción  mexicana.

 

* Editor y escritor


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