Una guía imaginaria

En el tren de la poesía peruana

Los versos peruanos han recorrido, desde la Colonia hasta nuestros días, muchos caminos: de la vanguardia al anarquismo y del simbolismo a lo contemporáneo. El poeta colombiano Juan Manuel Roca conjetura un probable recorrido por la poesía del país invitado de honor.

Juan Manuel Roca* Bogotá
22 de abril de 2014
El gran César Vallejo es la piedra fundacional de la poesía moderna del Perú.

Conocí a un niño que al cruzar por una estación de trenes pensaba que esa era una casa donde ocurrían, como en un cine de barrio, una secuencia de paisajes. Que bastaba con entrar a ella para que se desbandaran parajes con vacas, pastizales y postes de telégrafo. Ahora se me ocurre  que pensar en una casa donde ocurren paisajes puede resultar una buena metáfora para la poesía. Y la asumo a riesgo del descarrilamiento.

Así imagino el tren de la poesía peruana: el maquinista fantasmal puede ser un hombre viejo llamado Guamán Poma, en quechua, águila y puma, porque en sus crónicas puede rastrearse una raigambre que, de pronto y sin asuntos programáticos, se entronca con buena parte de las letras contemporáneas peruanas, José María Arguedas de por medio. Guamán Poma fue un cronista indígena que hacia 1600 describió los vejámenes coloniales de la corona española en el Perú.

En un vagón de primera, y quizá sea la primera vez que viaja en esa clase, veo un viajero de rostro del color de la puna, y si no se moviera a cada tanto de su asiento los otros viajeros del tren lo podrían confundir con una estatua de piedra. Pero de pronto levanta su mirada de socavón, negra como el rostro de un minero, se acomoda los húmeros y llega a una remota ciudad donde se suelta un aguacero. Va en silencio, quizá fraguando el título de uno de sus textos: “Prohibido hablar al piloto”. Se llama César Vallejo y nadie lo espera en los andenes.

A lo mejor escriba su libro más vanguardista, Trilce, pero no lo sabemos bien, pues Vallejo es un poeta de tanta complejidad y variados registros, que al intentar ubicarlo en un mismo sitio se evade y puede resultar modernista o surreal, expresionista o simbolista, si por simbolista se entiende a Mallarmé.

El tren  cambia de rieles y de explanadas, y entonces escucho la briosa locomotora que levanta su bandera de nieblas mientras jalona una caravana de furgones. En ellos va un puñado de poetas trajeados a la usanza de los años veinte y treinta. Son los impacientes vanguardistas que quieren “asaltar el cielo”: Juan Luis Velásquez, desliza un verso conminatorio: “No busques para tu siembra / arena, / es deleznable”. Y Oquendo de Amat va agazapado en sí mismo: el balanceo del vagón no lo deja trazar con firmeza un caligrama, pero ese año de 1927 pone el punto final a sus 5 metros de poemas, no sin antes decirle a su amada: “Ante ti callan las rosas y la canción”.

Quizá hayamos olvidado a Alberto Hidalgo, pero él no nos olvida a nosotros desde su móvil litera. Es 1928 y el poeta traza en una servilleta su autorretrato: “Mi biografía es una esquina / Soy el punto de choque de los vientos”.

Cómo no espiar, al cruzar el pasillo, la hoja surreal de los Poemas vanguardistas de Martín Adán y su guiño libertario de 1928: “Una chimenea anarquista arenga a los campos campesinos”.

El tren de la poesía peruana sigue su marcha. Un guardagujas también olvidado, Xavier Abril, escribe en la mesita del vagón-comedor unos bellos poemas en prosa, asomado a un cuadro de “200 monóculos”. Su extraño libro Hollywood, de 1931, rescatado ahora por una Universidad Católica del Perú, sigue asombrando por su despliegue de imágenes.

Un buen momento para encontrar a uno de los más notables viajeros del ferrocarril ocurrió cuando fui por primera vez a Lima, en junio de 1994, y conocí a Emilio Adolfo Westphalen. Lo llevaba amorosamente hacia la rampa de un teatro, en una silla de ruedas, Antonio Cisneros. Es bueno recordarlo al abrir uno de sus más notables libros: Abolición de la muerte y ver que regresan unos versos suyos que me llegaron por azar en una vieja antología peruana: “He dejado descansar tristemente mi cabeza / En esta sombra que cae del ruido de tus pasos”.

Con César Moro la cosa es distinta. Quizá, como en uno de sus poemas de La tortuga ecuestre, piense que “cuando el amor acerca sus pasos, la nieve crece”. He perdido un poco de vista su poesía, quizá se bajó del tren sin que me diera cuenta. Pero aún recuerdo la primera conmoción de su lectura.

Más allá de los cambios de vías, de las ménsulas de señalización y los vagos itinerarios, he vuelto a tener un contacto intermitente con las vanguardias peruanas. Otra cosa son los poetas del ahora,  autores un tanto distantes del legado vanguardista, como si la lírica fuera un correo de chasquis que renueva a cada tanto su mensaje. Es un tiempo en que se desconfía de manifiestos y vanguardismos; pero no debería olvidarse ese rico equipaje en el viaje de la poesía, que es el viaje de los viajes.

Al cuerpo de la poesía peruana me gusta subirme como polizón, como uno de esos intrusos que se trepan a  los trenes en marcha.

Lo hago para encontrar a muchos poetas que me han ayudado a visitar la lejanía: José María Eguren, Jorge Eduardo Eielson, Blanca Varela, Antonio Cisneros, hermano de vieja data a quien no conocí en un tren sino en el vientre de una ballena, Jorge Pimentel o José Watanabe, entre otros miembros de una familia electiva.

 

* Poeta

 

 

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