Una ciudad literaria

Lima, la real

La San Petersburgo de Dostoievski o la Buenos Aires de Borges: ¿son ciudades de verdad? Desde Callao hasta Chorrillos, Lima se extiende como el gran espacio literario de Vargas Llosa, Ribeyro y Bryce Echenique.

Lina Vargas* Lima
22 de abril de 2014
La Plaza de Armas, uno de los escenarios de Cambio de guardia, de Julio Ramón Ribeyro.

Así como los toritos de Pucará, las figuritas de cerámica que traen felicidad, están ubicados estratégicamente en los techos de las casas de los Andes peruanos, dicen que en cada casa limeña hay al menos un libro de Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro o Alfredo Bryce Echenique. Los tres escritores contemporáneos, el primero nacido en Arequipa y los otros dos limeños, son los motores de todo lo que ocurre en la literatura peruana. Autores y periodistas de generaciones recientes recuerdan con orgullo que en España adoran a Bryce y que cuando hace cuatro años anunciaron el Nobel de Literatura, lloraron de la emoción. Durante un almuerzo en Lima, el escritor Fernando Ampuero cuenta que solía pescar con Ribeyro, y Chachi Sanseviero, la fundadora de la célebre librería El Virrey, que a Bryce le encanta cantar. La ciudad también pareciera hablar sobre ellos. Al fin y al cabo es una protagonista más en sus libros. Porque mientras García Márquez inventó Macondo y Rulfo, Comala, Vargas Llosa, Ribeyro y Bryce Echenique han tenido a Lima, un lugar que se ajusta a esa realidad real de la que Vargas Llosa habla.

La Casa de Correos es uno de los edificios icónicos que aparece en varias novelas.

Lo primero que se ve es el cielo gris, encapotado, de Lima, causado por el choque de vientos del norte y del sur. Nunca llueve. El cielo tiene ese color nueve meses al año y en invierno hay tanta neblina que el océano se pierde. Por eso, y para evitar la excesiva humedad, la ciudad creció de espaldas al mar. Con frecuencia los peruanos dicen que su país es centralista y su capital ensimismada. El factor climático podría ser un motivo. Además, como dice el poeta Jerónimo Pimentel: “Es una ciudad rodeada de infinitos”. El Pacífico en un extremo, la cordillera de los Andes, en otro, y más allá un país desconocido que se divide entre la sierra y la selva.  

Incluso antes de entrar a la ciudad aparece el primer referente literario. Ubicado en la provincia del Callao, a quince kilómetros de Lima: el Colegio Militar Leoncio Prado, donde Vargas Llosa estudió tercero y cuarto de bachillerato y escenario de La ciudad y los perros. Diana Amaya, curadora de la exposición sobre la novela, que por estos días está en la Casa de la Literatura de Lima, cuenta que el actual director del Leoncio Prado fue a verla. Cuando se publicó en 1963, en cambio, los militares la llamaron “una obra infernal”.

La novela ocurre en los años cincuenta, una década en la que la ciudad comenzaba a tener su forma actual. Los cadetes del colegio tomaban el tranvía –reemplazo del tren que hasta comienzos de siglo había llevado a los limeños desde el centro hasta los balnearios de Miraflores y Barranco–  para ir a los prostíbulos del jirón Huatica, en el barrio La Victoria. Esa misma calle aparece tanto en La ciudad y los perros, la gran novela urbana de Vargas Llosa, como en Conversación en La Catedral, pero esta vez no como el lugar donde los alumnos demuestran su hombría, sino como un enclave de conspiración política.

Conversación en La Catedral genera pasiones. El encuentro a mediados de los años sesenta entre Santiago Zavala y Ambrosio Pardo, “dos hombres de razas y extracciones diferentes”, como apunta el escritor Peter Elmore, la estructura de la novela, sus juegos con los diálogos y el tiempo narrativo y su capacidad para demostrar la ubicuidad del poder, hacen que cualquier escritor peruano se emocione al hablar de ella. Jeremías Gamboa dice que entrevistó a Carlos Ney, el periodista judicial que Vargas Llosa conoció durante sus años como reportero en La Crónica, y en el que se inspiró el personaje de Carlitos, el poeta frustrado que acompaña a Zavalita por el bajo mundo limeño. “Tenía unos ojos bien interesantes –dice Gamboa–, azules y muy intensos”. En la Casa de la Literatura, otro entusiasta recuerda que el personaje de Cayo Bermúdez, el encargado del trabajo sucio durante la dictadura militar de Odría, también existió. Se llamaba Alejandro Esparza Zañartu, fue Ministro de Gobierno del general y solía quejarse de que Vargas Llosa nunca lo hubiera buscado. 

       

Vista de Lima desde el malecón de Miraflores.

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La ruta del tranvía de La ciudad y los perros pasaba, desde luego, por el centro de Lima, que hoy es una mezcla de arquitecturas e identidades. Casas coloniales, estilo art nouveau y art déco, ermitas de hace siglos, pasajes comerciales y la primera edificación de los años veinte construida para arrendar apartamentos, que resultó un fracaso porque la gente la consideró un inquilinato para blancos. No muy lejos, la calle Capón, puerta del barrio chino, donde hasta la década de los veinte hubo salones para fumar opio, y el río Rímac, cuyo cauce permanece seco casi siempre.

En la Plaza de Armas hay una mujer indígena con falda y mandil, una novia a punto de casarse y decenas de fonavistas –los aportantes del Fondo Nacional de Vivienda– que desde 1979 esperan que el Estado les pague. Quizás la escena se repita todos los días. El centro es la zona que recorre Zavalita, el protagonista de Conversación en La Catedral, cuando abandona la casa de sus papás en Miraflores y donde estaba el bar La Catedral.

Aunque no ese, todavía existen los bares Queirolo y Cordano. El primero, famoso por ser el lugar de reunión de Hora Zero, el movimiento poético de la década de los sesenta, y el segundo, porque allí hablaron el poeta peruano Martín Adán y el beat Allen Ginsberg. En ambos hay cerveza y comida, pero ya nadie fuma cigarrillos Inca. A la vuelta del Queirolo está Quilca, la calle de libros y revistas usados donde Zavalita consigue sus primeras lecturas marxistas mientras estudia Derecho en la San Marcos que, por cierto, también quedaba en el centro.

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Y luego llega Miraflores, el mítico distrito literario. El erróneamente considerado barrio de los millonarios de Lima –en realidad es de clase media– cuya entrada es la avenida Pardo, con sus árboles de Ficus, por la que caminaban Vargas Llosa, Luis Loayza y Abelardo Oquendo, los escritores a quienes está dedicada Conversación en La Catedral. Siguiendo por la calle Bellavista está la Universidad de Piura, en el lugar que ocupaba el colegio Champagnat de Ribeyro. Más abajo, el parque Kennedy, que Vargas Llosa mencionó en su cuento “Día domingo” y desde el cual se ve la tradicional heladería D’Onofrio en una esquina, frente al bar La Paz, al que asistía el poeta Antonio Cisneros. Después, la apacible calle Porta, a la que Vargas Llosa se mudó con la tía Julia. El lugar exacto es el número 183. El club de tenis Las Terrazas, de la novela Los cachorros, y a unos pasos Diego Ferré, la angosta callecita donde creció Vargas Llosa. Al final, el Parque Salazar, de cara al océano, sobre la bahía.

Miraflores también aparece en los cuentos de Ribeyro, quizás en honor a su brevedad calificado por los escritores actuales con palabras contundentes como “conciso” y “sobrio”. Aunque Ribeyro se crió en el barrio Santa Cruz, aledaño a Miraflores y más popular, cuando estaba en Lima –vivió mucho tiempo en Francia– solía pasear por el malecón y describir los acantilados sobre los que hoy se alza un parque en cuyas baldosas están los versos de Blanca Varela y Luis Hernández. Pocos saben –dice el escritor Iván Thays– que muy cerca, en la avenida 28 de julio, una quinta miraflorina tiene un pequeño museo con los manuscritos de Ribeyro.

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El mismo Thays dice que en el Country Club, antiguo símbolo de la aristocracia limeña de mediados de siglo, convertido en hotel, hay una suite llamada Bryce Echenique. Es San Isidro, el distrito donde, sobre la avenida Salaverry, nació Julius, el protagonista de Un mundo para Julius de Bryce Echenique. El palacio con “cocheras, jardines, piscina y pequeño huerto” existió como la piscina del Country Club y el bar inglés, todo en madera, que todavía se puede visitar. La mayoría de las mansiones desapareció, y con ellas las viejas costumbres de etiqueta limeña que recomendaban dejar siempre un bocado de comida en el plato. El inicio de un periodo de emprendimiento económico en los años ochenta ha conseguido que la brecha entre blancos adinerados y cholos pobres sea vista con antipatía, sin que eso implique que haya sido superada.

Después de San Isidro y Miraflores, pasando el puente Villena, aparece Barranco con sus antiguas casas de verano convertidas en galerías de arte contemporáneo. Barranco, ha sido el hogar de decenas de escritores, músicos y artistas peruanos que se reúnen en los bares Juanito y La noche. En este último, un cuadro del poeta César Vallejo corona la barra a la entrada.

La ciudad continúa más allá de Barranco. A lo lejos están Chorrillos, el distrito pesquero, la playa de La Herradura, que Vargas Llosa menciona en Los cachorros, y el Morro Solar, sobre el que se construyó una cruz para homenajear al papa Juan Pablo II durante su visita a Lima en 1985. Pero eso ya no tiene que ver con literatura.

 

* Periodista de Arcadia

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