La discusión sobre la cultura gratuita
La factura y el mosaico
Es habitual señalar a la cultura como el bastión que ha permitido sobrevivir al confinamiento. ¿Pero qué se ha hecho para que la cultura sobreviva?
En la primavera del dos mil me llegó una invitación para visitar la capilla personal del papa Juan Pablo II en Roma. Por entonces participaba en la International Study Commission on Media, Religion and Culture, un grupo de profesores e investigadores de estos temas que durante años tuvo una agenda singular: estudiar los íconos en Kiev, seguir el rastro del cine africano y particularmente del cine de terror de Ghana, meterse en el centro de la industria cinematográfica de Hollywood, dialogar con monjes sobre las relaciones entre medios y budismo en Bangkok o buscar las conexiones entre tecnologías y religiones junto al lago en Sigtuna, Suecia. Es un listado que, si no fuera por su efecto de ilustración, sería una reprobable forma de la impudicia.
A la capilla Redemptoris Mater se llega a través de un pasillo de pinturas extraordinarias de Rafael, que parecen un caleidoscopio de figuras y colores. Construida en mosaico dentro de la tradición del cristianismo oriental, tiene al frente el altar, presidido por una representación de la Jerusalén Celestial; en el techo central, la figura hierática del Pantocrátor sobre un atril, mostrando que en esa liturgia no hay separación entre la imagen y la palabra; y en el fondo, a la salida, un trono elaborado con nervaduras de bronce. “Incómodo”, le dije al artista, el esloveno Marko Ivan Rupnik. “Para el poder”, me respondió.
Uno de los momentos que recuerdo más de esa visita fue cuando un directivo de la fundación holandesa que nos invitaba se acercó al artista y le tendió una factura que firmó. Era el último pago de su trabajo.
La fila en las taquillas
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Una obra de arte se subasta, un boleto para entrar a una película de Bergman o de Mad Max se compra en la taquilla, una canción de Bob Dylan se escucha por Spotify. Pero, al mismo tiempo, unos niños se desternillan de la risa con la danza de los panes de Chaplin, un inmigrante mira emocionado el dibujo de Banksy en un muro callejero y un joven se concentra en el último videojuego de hobbits y dragones. En cada una de estas actividades de la cultura aparece el viejo problema del pago y la gratuidad
En América Latina y en Colombia, el problema de la monetización de los bienes culturales transcurre por muchos lugares, procesos y tensiones. Por la presencia de grandes corporaciones como Google o Facebook, por los circuitos de distribución informales a veces explícitos y a veces subterráneos o por las estrategias de la piratería. Por las decisiones de los usuarios que prefieren descargar películas, música o libros de plataformas ilegales o comprarlos después que llegan en grandes containers de segunda, por las sociedades de gestión que cobran los derechos patrimoniales de los autores con métodos policivos que parecen del siglo XIX o por las prácticas de circulación a través de las infinitas redes de internet.
Por todo ello, ni la comprensión, ni el análisis y mucho menos las realidades de las relaciones entre cultura y valoración económica son simples o fácilmente previsibles.
Lo gratuito en la cultura aparece por muchas partes y con muchos rostros. A veces se presenta como forma de la solidaridad, y en otras ocasiones, como una entrada a saco en los derechos de los creadores. Hay historias particulares sobre el pago y la gratuidad en la cultura que poco a poco han ido diferenciando las prácticas. Los juegos al aire libre contrastan con los juegos mecánicos en parques de atracciones; los primeros suelen ser públicos, mientras que los segundos son formas privadas del entretenimiento. Los dos tienen señas particulares. Los primeros cumplen la definición de Hannah Arendt cuando escribía que “lo público es lo que es visto y oído por todos”; en los segundos, hay preferencias marcadas por su precio, opciones diferenciales que se concretan con la compra de una boleta y que permiten arriesgar en el tiro al blanco, saborear un algodón de azúcar o deslizarse con emoción por la montaña rusa. Entre el teatro callejero y la escenificación dramatúrgica en salas de teatro, no solamente existen formas de representación diversas: una asociada a la calle, que tiene un significado colectivo y público, y la otra, a un recinto, pautado por horarios, aforo y ofertas específicas mucho más privadas. Unidos la calle y el recinto por el drama, los cuerpos y las narrativas, cada uno de ellos muestra una variación sugerente del ritual teatral.
En una época, no tan lejana, los periódicos chinos se leían en murales donde se agolpaban los lectores. El periódico estaba unido al camino, al tránsito. Leer el periódico era un acto colectivo que se hacía en silencio, pero que en cualquier momento rebotaba hacia el diálogo colectivo. Los periódicos que han acompañado la vida colombiana desde la Colonia son, por el contrario, un discurso público para leer en privado. Y se requiere comprarlo para su disfrute. Al periódico tradicional le ha aparecido el periódico gratuito; a los periódicos más ortodoxos, la heterodoxia de lo popular; al diario de la mañana, los vespertinos o las ediciones especiales. Como sucede prácticamente con todos los bienes culturales, su evolución no está solamente en la competencia, sino también en ellos mismos. Estas transformaciones van mucho más allá del artefacto cultural. Comprometen los comportamientos de sus audiencias, los tiempos y lugares de las lecturas, la ubicación de la cultura en la vida cotidiana de la gente y la valoración económica de los bienes culturales.
Los libros y la lectura han sido impactados por la crisis de la cultura letrada, la irrupción de las tecnologías, el liderazgo de la imagen y los cambios en los hábitos de vida. Es posible que sea necesaria una reconstrucción más actualizada de los procesos de lectura en la sociedad para entender las dificultades que atraviesa la industria editorial, que mezcla contradictoriamente el descenso de las ventas y la disminución de las librerías con la fuerza de las editoriales independientes y las adhesiones de los jóvenes a las sagas, los mitos y las reseñas de los booktubers.
Lo que enseñan las escenografías culturales, estas puestas en escena nuevas y tradicionales, es que la reflexión de la economía cultural, del pago o gratuidad de las creaciones culturales debe sacarse del rincón ortodoxo pero limitado de la simple oferta y demanda económicas.
Pandemias y otros tiempos: el laboratorio cultural
El laboratorio cultural que apareció en el planeta de la mano del coronavirus es uno de los hechos simbólicos más importantes en muchos años. Mientras los teatros cerraban y los espectáculos musicales se marchitaban, las librerías trancaban sus puertas, los circos quebraban y los museos eran ocupados por el silencio y las mascarillas. El paisaje de la pandemia se fue poblando de libros de acceso libre, bibliotecas virtuales, multipantallas con orquestas sinfónicas, cine y conciertos desde los balcones, exposiciones digitales, presentaciones de cantantes populares por Zoom, festivales de cortos hechos en casa con tecnologías accesibles como cámaras web o teléfono móvil, filminutos, registros fotográficos en Instagram, hackactividades, avistamiento de aves desde las ventanas, zoombastas, poesía erótica por WhatsApp, youtubers campesinos, lectura por megáfonos, estatuas intervenidas y una infinidad de seminarios, foros y conferencias por webinar.
Este “hormigueo” cultural tiene varias características: se apoya en diferentes instrumentos digitales, incentiva la creatividad a través de la participación, son prácticas del confinamiento que no reemplazan a las prácticas culturales institucionales, pero que posiblemente entrarán a formar parte de su funcionamiento normal, combina lo efímero y lo sostenible, suelen recurrir a la ironía y el humor, y son gratuitas.
Habitualmente se ha querido poner la responsabilidad de la gratuidad en las audiencias, aduciendo que descargan ilegalmente, compran cine en las ventas callejeras, escuchan música en cd truchos y mp3 recargados, leen libros en plataformas piratas, se pasan entre sí videojuegos copiados y ven televisión internacional a través de “perubólicas” evolucionadas.
La discusión sobre lo gratuito y lo pago en la cultura debe ubicarse en todos los momentos que forman parte de la vida de los bienes y servicios culturales. La gratuidad no está concentrada únicamente en los consumidores, sino que también depende de los modelos de negocio, las condiciones generadas por los diversos soportes, los cambios en los bienes culturales, sus estrategias de circulación, la informalidad de la población y la precariedad de las formas de vida de una sociedad.
La evolución social de lo gratuito
Las percepciones sociales sobre los bienes culturales y específicamente sobre su pago o su gratuidad han evolucionado. Los libros y los periódicos estuvieron unidos desde sus pasados coloniales a la conformación de bibliotecas, el papel de la Iglesia en la educación, la lenta liberalización de la instrucción y la exclusión de los analfabetos. La industria editorial se consolidó, los lugares de venta se diversificaron, los modos de leer cambiaron y las tecnologías ampliaron la competencia cultural que tenían los libros e inclusive permitieron su conservación y acceso electrónico.
Desde los primeros años del siglo XX, el cine, por ejemplo el del Circo Teatro España de Medellín, se unió a las temporadas de magia, toreo y boxeo con una particularidad: todos los espectáculos eran pagos. La televisión primero y la influencia de lo digital después han tenido una presencia relevante en la transformación del cine. La primera, capturando el tiempo y la atención de las audiencias, y lo digital, facilitando formas de acceso que han explosionado los gustos, los horarios, el acceso y los precios.
Por esos mismos años, la radio permitió el ingreso de los analfabetos y el reconocimiento de las regiones junto con la circulación de información, el surgimiento de narrativas como las de las radionovelas y la expansión maravillosa de las músicas. Y no se pagaba. Y no se hacía porque los productores encontraron un modelo que fue el mismo que implementó la televisión. Ambos unieron su rentabilidad a la publicidad, los anunciantes y el consumo. Lo que confirma que la gratuidad está relacionada con los modelos de sostenibilidad y desarrollo de las diferentes expresiones de la cultura.
El pago entró a la televisión en la segunda mitad del siglo XX con la invención de la televisión por suscripción, la televisión satelital y las diferentes opciones tot, como Netflix o HBO. Es a comienzos del siglo XXI cuando la televisión abierta, que reinó medio siglo, empezó a declinar como lo comprueban no solo las estadísticas, sino el fervor de los televidentes.
En su libro Nuevo teatro en Colombia, Gonzalo Arcila explica que entre octubre y noviembre de 1957 hubo “una sorpresiva y exótica actividad teatral”. Y enseguida cita a un periodista de El Espectador que afirmaba resignado que Bogotá pasará casi un trimestre con el cine como único entretenimiento y que subraya “la necesidad de la fundación de siquiera un teatro permanente para el que habría público suficiente”. La taquilla ha sido clave para el teatro, pero alivia solo una parte de los costos; la gratuidad, por el contrario, ha formado parte de los sentidos sociales y políticos del teatro, que desea ampliar el acceso de sectores sociales. Lo que de paso demuestra la complementariedad entre la iniciativa comercial privada y el sentido público de la cultura en términos de fomento, pero nunca de contenidos.
Las músicas tienen dentro de este problema una doble figura. Por una parte, son pagas cuando se registran en un determinado soporte físico (disco, cd, plataforma), cuando participan de giras y conciertos y cuando se articulan con otras manifestaciones culturales como el cine, la televisión o las artes escénicas. Pero la música se asocia también a la gratuidad de su escucha (por ejemplo, en la radio) o a su presencia en el baile y en las fiestas. Lo que indica que existe una diferenciación social de las manifestaciones culturales y una asignación diversa del pago y la gratuidad a ellas.
Los modelos a los que se ha aludido siguen generando problemas en la percepción social de la gratuidad. Las grandes empresas y corporaciones como Google, Facebook o Apple acuden a la gratuidad cuando les conviene aumentar el número de usuarios, fortalecer la imagen, ofrecer productos o balancear sus ingresos. Nick Srnicek muestra que las plataformas “suelen utilizar subvenciones cruzadas: una rama de la compañía reduce el precio de un servicio o de un producto (incluso los proporciona gratis), pero otra rama sube los precios para cubrir estas pérdidas”.
No todo es monetizable, así necesite recursos. Hay numerosas producciones culturales gratuitas, ya sea porque no están en los circuitos culturales comerciales (las nanas cantadas a los niños por sus madres), porque son prácticas que acompañan la vida corriente de grupos y comunidades (las danzas rituales de grupos indígenas o los grafitis callejeros) o porque tienen un carácter público que los Estados, fundaciones, empresas, organizaciones sociales o las iniciativas de crowdfunding financian, como la publicación de libros de circulación masiva o la presentación de una orquesta sinfónica.
Existen percepciones o inclusive imaginarios sociales que han nacido de la consideración de la cultura como un lujo, de su trabajo como improductivo y de su dedicación como aleatoria o episódica. La piratería merece una reflexión aparte, sacándola de la simple clasificación delictiva y llevándola a ocupar su lugar en un sistema de comportamientos de mayor complejidad que debe ser profundizado.
El creciente interés en el papel transformador de la cultura es solo uno de los horizontes que despuntan en el debate y en los cambios de las actitudes. A él se agrega la crítica a la información basura y los movimientos por experiencias que afirmen la calidad de la información pagada, las discusiones renovadas sobre el sentido público de la cultura y las artes, el surgimiento de alternativas como el crowdfunding, las tasas digitales que le ponen coto a la extraterritorialidad de las grandes corporaciones, el inicio del pago de los contenidos que circulan por plataformas, su aporte a experiencias culturales a través de proyectos de fomento económico y tecnológico, las tendencias positivas que abrió hace años el software libre y las luchas de quienes tratan de conciliar el reconocimiento económico de la creación con el libre acceso a las manifestaciones de la cultura.
Todos estos nuevos paisajes resuenan en el acto renacentista de un artista contemporáneo del mosaico, que firma una cuenta de cobro en el recinto sagrado de una capilla papal.