Las protestas no se quedaron en casa por decreto
Ocho minutos cuarenta y seis segundos
El asesinato de George Floyd, cometido por la policía de Minneapolis, encendió una antorcha que propagó por el mundo el fuego del movimiento Black Lives Matter. Las protestas en la era del confinamiento.
Será difícil encontrar otra noticia en 2020 que conviva en titulares con la pandemia sin que esté vinculada de alguna manera con el virus. Todo episodio parece estar infectado por este relato que ocupa cada minuto del noticiero y de la conversación. Ya los caminos no conducen a Roma, solo al covid-19. Y en medio de todo aquello sucede algo que no se contagió del tema general: un crimen que despierta una rabia antigua que no conoce calma cuando abre los ojos. Una rodilla, la derecha, de Derek Chauvin sobre el cuello de George Floyd. I can’t breathe. La voz de un hombre que se apaga bajo el peso de la fuerza de tres que lo someten mientras otro vela porque no sean interrumpidos en su barbarie. I can’t breathe. Thomas Lane, J. Alexander Kueng, Tou Thao y los ojos del mundo mirando, transmitiendo, retransmitiendo. I can’t breathe. Ocho minutos cuarenta y seis segundos de esa rodilla sobre ese cuello. La asfixia. La muerte. El asesinato. La protesta hecha fuego en combustión. No importó el virus, importó arder.
La Maestra Teresita Gómez llora frente a su piano. Le duele Floyd entre los dedos mientras toca un réquiem y piensa en los tantos negros de aquí que, entre el racismo y la brutalidad, han sido víctimas de la misma violencia policial. Anderson, Anderson Arboleda, de Puerto Tejada, asesinado a golpe de bolillo en la cabeza por salir de su casa en cuarentena. Piensa en él y en otros más y dice: “Los de aquí no les importan a muchos tal vez porque no hablan en inglés”. Su manera de protestar está presente en su interpretación del piano, con el alma en cada nota, en rebelarse contra los que le decían que Mozart no era para negros y en elevar su voz sin concesiones en cada espacio al que es invitada.
Ha dicho que siente en su cuello la asfixia que sintió aquel hombre en Minneapolis.
Alguna vez, cuando era estudiante de psicología, Goyo subió al bus público con una compañera en un día de los de ir a la universidad. Algo habitual; tomar la ruta. No bien cruzaban la registradora el conductor las hizo bajar porque cuadras atrás un hombre negro había atracado el bus. Dedujo que ellas, negras, iban a hacer lo mismo y maltratándolas las bajó. Algún pasajero intentó defenderlas, otros tantos terminaron apurándolas para que se bajaran porque los iban a hacer llegar tarde, gritaban. La humillación del instante no se olvida. Tampoco la rabia de lo que revela ese momento y tantos otros que, por muy distintos que sean, son el mismo gesto visto desde un ángulo distinto.
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Ocho minutos cuarenta y seis segundos. I can’t breathe.
“Regresemos a palo a este negro a su casa” fue el grito que escuchó Juancho Valencia luego de un concierto en Barcelona. Supo que el peligro de muerte era real cuando vio a los skinheads que lo seguían increpando. No era broma, era un ataque de seis cabezas rapadas que corrieron tras él para golpearlo y quién sabe qué más habría sucedido si Juancho no hubiera corrido esas cinco cuadras hasta encontrar refugio en algún lugar de plaza Catalunya. Escondido vio la sombra de los seis que lo seguían buscando. Sintió el miedo que viene después del miedo cuando la adrenalina baja y el temor queda. Las esquirlas del odio. Punzadas vividas, por uno de los genios de la música colombiana, en 2008.
La asfixia habita pequeños actos. Hay muchas maneras de presionar con la rodilla el cuello de otro, incluso sin levantar la pierna, pero sí el prejuicio, el odio y el racismo. Ardieron calles en ciudades distintas de Estados Unidos. Y mientras la protesta iluminó las noches, el temor apagó luces en la Casa Blanca. También en Europa se vivieron manifestaciones que desafiaron el ya impuesto distanciamiento físico —o social— por salubridad. La vieja deuda de la humanidad con generaciones de millones de seres humanos esclavizados ayer y discriminados hoy volvió a cobrarse con una bandera que ondea Black Lives Matter. Las vidas negras importan. El mismo grito fue agitación y poema, grafiti, pintura y canción, reclamo de estatuas que cayeron, argumento y discusión, recuerdo, memoria y constancia. El 2 de junio Instagram fue una gran mancha negra con la progresiva publicación de cuadros sin más que este color. El nuevo espacio público, que es la casa de todos, fue escenario para conciertos trasnacionales con idéntico reclamo y las portadas de cada medio importante nombraron a George Floyd. Adentro de ese nombre fueron señaladas las injusticias contra tantos otros. Ya no es hombre, es un símbolo.
El reverendo Al Sharpton ofició un simbólico minuto de silencio que duró ocho minutos cuarenta y tres segundos en los funerales de Floyd. Un silencio que aún se escucha. Atronador.
Hay dolores en la piel que no conocen fronteras.
I can’t breath.
En tiempos de confinamiento la calle volvió a ser protagonista con las manifestaciones que tuvieron origen en aquel 25 de mayo; las avenidas volvieron a verse colmadas y concurridas como en una escena de la reciente vida pasada. Y ante ese paisaje del descontento, que hasta hace poco era muy habitual, en distintos países, cabe preguntarse cuántos Gobiernos tendrían que haber cambiado su curso si las protestas no se hubieran aquietado forzosamente en nombre del virus cuando los reclamos estaban en ebullición.
Ocho minutos cuarenta y seis segundos. Y en ese tiempo agónico la herida abierta de muchos que, viendo ese rostro contra el piso, ven reflejadas las veces —tantas— que alguien en la vida ha intentado ponerles en idéntica posición. Escucha el piano de la Maestra Teresita Gómez, escucha algunas letras de ChocQuibTown y la voz de Goyo entre canción y canción. Escucha el amor que inunda cada creación de Juancho Valencia y Puerto Candelaria. Escucha lo que cada artista negro de tu país puede contarte sobre su biografía: en ella está contenida la de tantos más. Como en el final de George Floyd.
La escritora y académica Jenny de la Torre Córdoba publicó en el libro ¡Negras Somos! Antología de 21 mujeres poetas afrocolombianas de la región Pacífica (Apidama Ediciones) el poema que tituló “Mi abuelo negro”:
Mi abuelo nació cimarrón,
en un lugar dulce,
con nombre de flor.
Creció acunado por un río caudaloso,
arropado con un manto tejido
en selva virgen.
El sol de este pueblito tostaba distinto.
A los negros color marfil.
A los blancos color de duda.
Curaba mal de ojo,
caminaba sobre el agua.
Era cómplice de la lluvia,
detenía las tempestades.
Enderezaba cojos,
amansaba serpientes,
ayudaba a todos.
Su embrión era puro.
Creía en un mundo nuevo.
Mi abuelo nunca murió
—entre alabaos y gualis—
se fundió con el río Atrato.
Respiremos. Aún hay mucho por qué protestar.