CICLO DE CONFERENCIAS CONTEXTO DIGITAL EN LA BLAA

Los rebeldes tecnológicos

Para Antonio Lafuente, director del Laboratorio del Procomún, la cultura hacker no ha sido comprendida por el grueso del público. Desde 2007, el académico español se ha puesto en la tarea de resaltar, en conferencias y libros, los beneficios de un nuevo modelo de internet, en el que prima el interés de los muchos y no el de los pocos.

Laura Martínez Duque* Bogotá
20 de noviembre de 2015

La imagen es la del feliz comprador de un auto nuevo. Un día, la máquina se avería y solo hasta ese momento el propietario descubre que el capó está completamente soldado. No hay forma de abrirlo y encontrar la falla. Así fue diseñado. Ese auto hermético simboliza, para un hacker, todo lo que no funciona en el mundo. El hacker sabe muy bien cómo abrir ese capó para arreglarlo. También podría rediseñar el sistema y hacer que, por ejemplo, los mismos propietarios arreglen sus autos. Pero él también sabe –o por lo menos sospecha– que ese auto está sellado por muchas razones que convienen a unos pocos.

“Para el hacker, hay un gesto imprescindible de desobediencia tecnológica que no puede evitar explorar cada vez que encuentra un dispositivo, una máquina o un protocolo que solo puede ser usado de una manera o para una finalidad exclusiva –dice Antonio Lafuente, director del Laboratorio del Procomún, y uno de los invitados del ciclo de conferencias Contexto Digital, de la Biblioteca Luis Ángel Arango–. Es ahí cuando el tipo se pregunta si otro orden de las cosas es posible. Y muchas veces descubre que no solo es posible sino que es más pertinente. Porque es más innovador, más libre y sobre todo más justo”. El español, nacido en Granada, experto en temas cibernéticos, se presentó en el país el 12 de noviembre con una pregunta: ¿es internet un bien común?

El busca del Procomún 


Lafuente es doctor en Ciencias Físicas y trabaja en el Instituto de Historia del Centro de Ciencias Humanas y Sociales del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (csic) en Madrid. Actualmente coordina el Laboratorio del Procomún, una iniciativa auspiciada por Medialab-Prado, también en la capital española.

Desde 2007 lidera una batalla para visibilizar la importancia de los bienes de provecho común o procomún. El término reúne los recursos que son de todos y de nadie al mismo tiempo. Los mismos que heredamos o creamos colectivamente con la esperanza de legar a las generaciones que vienen. El aire, el agua y los bosques son algunos ejemplos de recursos naturales que pertenecen al procomún. Como también lo son, entre otros, el genoma humano, internet y las obras de creación y conocimiento que la humanidad ha acumulado desde hace siglos. 

Una característica de los recursos del procomún es que se hacen visibles cuando son amenazados o destruidos. El aire, que es de todos, comienza a ser privatizado y explotado por la industria aeronáutica o por las empresas que usufructúan la energía eólica. El genoma humano, entendido como la mayor base de datos de la humanidad y el recurso genético más abundante del planeta, ha sido adquirido y privatizado en dos quintas partes por empresas de investigación científica y farmacéutica. 

Por su lado, internet es quizá el recurso del procomún que mejor ilustra la pugna entre la defensa del provecho comunitario y los intereses económicos del sector privado. Así, el entorno digital es el escenario ideal para la batalla de Lafuente, quien ha escrito libros como Los hackers son los científicos de la nueva Ilustración y Hackear museos o cómo abrir la relación entre procomún y patrimonio.

Capitalistas contra procomunistas 

Las acepciones más radicales que definen al hacker van por la línea de lo que el escritor McKenzie Wark expone en su Manifiesto Hacker: “Hackear es desbloquear el nudo gordiano del sistema capitalista en el que vivimos, representado en la propiedad privada y exclusiva. En esa capacidad de crear monopolios a través de leyes que autorizan a alguien para usar de forma exclusiva un conocimiento, un recurso, o cualquier cosa. La tarea principal de un hacker es redimir las cosas a su origen procomunal. Es sacar las cosas de lo privado devolviéndolas al provecho común”. 

Mientras hablamos, Lafuente ofrece su definición de hacker: “Originariamente describía a unos cuantos programadores que se negaron a permitir que una empresa pudiera patentar el código cerrado de las computadoras (software)”. Lafuente advierte que, si bien pueden encontrarse otras definiciones según los discursos y el contexto, hay un “tufo” común a todas, que el nombre arrastra desde sus orígenes, cuando los medios de comunicación comenzaron a aplicar el término para los criminales informáticos. Para distanciarse de estas connotaciones, los hackers usan el término crackers para referirse a aquellos que crean virus y se cuelan en los sistemas de información.

Alrededor de los años setenta, los primeros hackers comenzaron a dimensionar el enorme valor de esos sistemas crípticos que hacían funcionar las primeras computadoras: el software. En la escena del auto hermético, el software sería el secreto escondido bajo el capó sellado. Los únicos capaces de descifrarlo serían, por supuesto, los hackers y los programadores. En ese entonces, algunos pensaron que era más rentable continuar soldando los autos, de manera que solo ellos sabrían cómo arreglarlo y podrían cobrar por hacerlo. Incluso comenzaron a pensar en la posibilidad de inventar otros autos con nuevos secretos que solo ellos conocerían. Para esto, debían guardar el secreto, privatizando, patentando y explotándolo. De este grupo salieron empresas como Microsoft. El millonario Bill Gates, su fundador, redactó en 1976 la célebre Open Letter to Hobbyists, en la que argumentaba que la libre circulación de software desincentivaba la creación de productos de calidad.

Otros consideraron que era injusto tener un sistema tan excluyente. Optaron por idear la mejor forma de sacarle provecho a una producción de autos abiertos que todos pudieran manejar sin problemas. De este grupo surgieron los primeros sistemas de software libre y código abierto, como Linux, creado por Linus Torvalds, un ingeniero de software finlandés que es hoy día una celebridad informática. Con los primeros computadores, aparecieron iniciativas como Copyleft, una licencia que permite la libre distribución de copias y versiones modificadas de cualquier tipo de obra regida por el derecho de autor. 

El término ‘Copyleft’, que apareció el mismo año de la carta de Gates, y que luego fue elaborado a mediados de la década de los ochenta por el gurú del movimiento de software libre, Richard Stallman, es un juego de palabras que se burla del copyright (los derechos de autor). Con el mismo tono desafiante, sus impulsores buscaban oponerse a las restricciones de las industrias editoriales y del entretenimiento, que ostentaban los derechos patrimoniales y eran los únicos beneficiarios de la reproducción de la propiedad intelectual. Lo mismo propuso, más recientemente, Creative Commons, cuya traducción al español es literalmente bienes comunes creativos.

Ambas fueron iniciativas basadas en la ética hacker, en defensa del libre acceso al conocimiento.

Mártires 2.0 

A pesar de contar con intenciones nobles, los hackers siguen cargando, en algunos sectores, con una mala reputación. Todavía emanan ese “tufo” que menciona Lafuente. Y tienen en su haber historias tan trágicas como la del “hacktivista” Aaron Swartz, un niño genio que entre muchas cosas ayudó a diseñar el sistema de licencias de Creative Commons. Antes de eso, y siendo todavía un adolescente, puso en funcionamiento un portal para compartir y acceder a contenidos en internet. Algo muy parecido a lo que después fue Wikipedia. 

Swartz estaba obsesionado con liberar el conocimiento y esa pulsión lo llevó a hackear miles de publicaciones académicas alojadas en jstor, la base de datos de un poderoso conglomerado editorial. Cuando el estadounidense fue descubierto hackeando el sistema, las autoridades quisieron hacer del suyo un caso ejemplarizante. En 2013, el joven sucumbió frente a la posibilidad de ir preso o de tener que pagar una millonaria multa. A los 26 años se quitó la vida. 

La historia de Swartz hace eco a lo que hoy viven personajes como el fundador de Wikileaks, Julian Assange, y el excontratista de la National Security Agency (nsa), Edward Snowden, quien destapó el escándalo de vigilancia ciudadana digital del gobierno estadounidense. El primero se encuentra desde 2012 refugiado en la embajada de Ecuador en Londres. El segundo, exiliado en Rusia. Ambos son buscados por Estados Unidos.

“Quizás los hackers no han sabido explicar su proyecto –concluye Lafuente–. No han logrado exponer un modelo de cultura del conocimiento libre, explicando por qué ese modelo produciría una sociedad más virtuosa. Cuando se piensa en la creatividad, por ejemplo, las grandes empresas que dominan y son propietarias del conocimiento evocan la figura del artista que necesita ser protegido. Cuando en realidad, ese artista es alguien que merece vivir bien de su trabajo, y el porcentaje de los que pueden vivir de su creación es minúsculo y ridículo”. 

La batalla es cuesta arriba. Cuando le pregunto en qué han fallado los hackers, la respuesta de Antonio Lafuente es dubitativa, pero apunta a un hecho tan común, tan repetido, que si bien es una realidad, ya son pocos a los que les importa: “No sé, quizá tiene que ver con que desde sus inicios, han tenido que enfrentar a grandísimas corporaciones dispuestas a invertir todos los recursos necesarios para contrarrestar e intoxicar a la opinión”.

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Reprogramando la biblioteca

Durante la III Semana del Libro Digital de la Biblioteca Nacional se presentó Nate Hill, actual director ejecutivo del Consejo Metropolitano de Bibliotecas de Nueva York y antiguo líder del proyecto de renovación tecnológica y de servicios en la biblioteca pública de Chattanooga, Tennessee. Arcadia lo entrevistó a propósito de la necesidad de hackear la definición tradicional de la biblioteca pública.

¿Cuál debería ser el rol de la biblioteca de hoy? ¿No debería enfocarse en el fortalecimiento de colecciones y el fomento de la lectura?
Nos guste o no, todo el contenido está migrando al ámbito digital. En las bibliotecas tenemos que empezar a aceptar que no somos los depositarios de todo el conocimiento. La biblioteca clásica es el resultado de una larga cadena de producción de conocimiento basada en la palabra impresa. Estamos en una sociedad interconectada, donde el conocimiento se construye y fluye de formas distintas. Así, la biblioteca también se convierte en un lugar donde se facilita el encuentro de personas para que estas generen nuevo conocimiento. Ahora, no se trata de que las bibliotecas simplemente permitan el acceso al contenido, o sea, acceso a internet. Se trata de enseñarle a la gente cómo funciona el contenido digital, cómo se crea y qué implicaciones tiene su circulación. Se trata de darle a la gente una plataforma para crear, de ayudarlos a ser proactivos y participar en la sociedad. De eso se trataba el “Cuarto Piso” de Chattanooga, la biblioteca donde trabajaba antes de irme al Consejo.

¿Qué era el Cuarto Piso?
El Cuarto Piso fue una intervención intencional en un espacio de la biblioteca de Chattanooga. Los espacios bibliotecarios están diseñados para administrar contenidos impresos. Pero necesitábamos un espacio orientado a la gestión y dinamización de contenidos, y por extensión, de la cultura digital. Entonces convocamos a los ciudadanos de Chattanooga para que nos dijeran qué querían hacer en este espacio público. Y fue así como surgió este lugar donde la gente se podía reunir, hacer proyectos colectivos, desde armar robots y aprender a programar hasta hacer afiches o películas. Era un espacio cívico que reconocía el hecho de que el conocimiento no está alojado únicamente en los libros, sino también en la gente.

¿Por qué este cambio?
Las bibliotecas son lugares para el intercambio de información. ¿Por qué dejar de hacer esto simplemente porque han cambiado los modos y los formatos de transmisión de la información? Al menos en Estados Unidos, las bibliotecas tienen una infraestructura e institucionalidad establecida, lo cual les permite continuar su trabajo en la creación de conocimiento. A veces las bibliotecas, sobre todo si son muy grandes, se tardan mucho en cambiar. Por eso, es importante tener espacios y proyectos alternativos como laboratorios, que les permitan crear servicios y proyectos experimentales que luego alimenten y transformen el corazón mismo de la biblioteca. Es un movimiento de la margen al centro que permite revitalizar una institución ágilmente. ¿Cómo no ver todo lo que está ocurriendo en el mundo digital como una oportunidad? Mi mayor miedo es que no cambiemos y que las bibliotecas se vuelvan irrelevantes.