HOMENAJE
Murió Quino, creador de un símbolo de la libertad de expresión
Hoy murió Quino, acaso el historietista más conocido y querido por los latinoamericanos. Arcadia le rinde homenaje volviendo a publicar este artículo de Vivian Lavín, que cuenta su historia y revela sus gustos y su magia. Magia que le impregnó a todos sus personajes.
Quino, el creador de un símbolo de la libertad de expresión
En la casa de su sobrino en Santiago, y a pesar de su timidez natural, el ilustrador argentino más importante del pasado siglo nos recibió a sus 83 años para hablar, entre otras cosas, de armas, conciertos y comunistas.
Por: Vivian Lavín Almazán* Santiago de Chile
A la sombra de unos árboles, en las faldas de la Cordillera de los Andes, descansa una de las figuras más importantes de la ilustración del siglo XX. Quino lleva un mes en Santiago y regresa al día siguiente a Buenos Aires. Se suponía que iba a estar una larga temporada en Chile. Su sobrino había adaptado parte de su casa para que él y Alicia, su mujer, pudieran quedarse. Ambos están muy enfermos. Él ha perdido la vista casi por completo y su movilidad es muy escasa por problemas cardíacos. Ella no está mejor, puede ver, pero ya se pierde entre los rostros y las cosas.
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Quino no tuvo hijos pero sí engendró un tipo especial de ellos bajo los nombres de Mafalda, Felipe, Manolito, Susanita, Miguelito, Libertad y el Guille, los más queridos y entrañables personajes de historietas en estas latitudes. Y si bien ya tienen una edad cronológica de más de 50 años y de ellos no hemos sabido desde 1973, cuando dejó de dibujarlos, su vigencia es evidente en las consignas que recitamos los hispanohablantes y también los nativos de otras 30 lenguas a las que ha sido traducida esa tira. El cariño que se les profesa a estos chicos ilustrados, y que se traspasa de una generación a otra, se amplía al padre de esta pandilla: Joaquín Salvador Lavado Tejón (1932), quien debió reducir su nombre desde pequeño a Quino, para evitar las confusiones con su tío Joaquín. Para los Lavado, como para todos los fanáticos de su trabajo, Quino es una figura de excepción y, por lo mismo, cuidada y mimada.
Nació en Mendoza, Argentina, y sus padres en Andalucía, España. Cesáreo y Antonia eran republicanos, anticlericales y antimonárquicos. Por eso cuando Quino recibió el Premio Príncipe de Asturias de Comunicación y Humanidades en 2014, agradeció no tener que dar ningún discurso porque sabía que se le podía salir alguna de las frases que aprendió de memoria en la casa paterna, nada amables con la realeza española, a pesar de haber encontrado que la pareja real son “unos chicos fantásticos”. Lo cierto es que aunque hubiese podido hablar es probable que tampoco hubiera dicho mucho contra la monarquía debido a la presencia de una amiga invisible, terca y aguafiestas que lo ha vigilado desde siempre: la timidez. Un rasgo que aparece de manera clara en quien fuera su alter ego ilustrado, Felipe, el niño enamorado que, de solo divisar a la chica que le gustaba, se teñía de rojo y enmudecía. Un guiño directo con su propia vida, similar al que realizó con Guille, el hermanito de Mafalda, inspirado en su sobrino Guillermo, quien ha desarrollado una destacada carrera artística como flauta solista de la Orquesta Sinfónica de Chile. La música es uno de los gustos que comparte con este sobrino, cuyos planes de retener a su tío en su casa por un largo tiempo se esfumaron cuando la nostalgia por Buenos Aires lo tironeó desde el otro lado de la Cordillera.
La ilustración y la música han sido, junto a Alicia, compañeras fieles en la vida de Quino. Hoy solo vive con dos de ellas. Y aunque sigue siendo un asiduo espectador de conciertos, ya no la escucha. Dice que la música la tiene en su interior, que la puede oír clara y que la mayoría de las veces es Mozart, a veces Bach o The Beatles. En períodos de frenética producción la oía fuerte, pero al final encontró que lo distraía y la exilió de su estudio. Cuando no le salía un dibujo, le echaba la culpa a ella pero, también, a ciertos lápices.
Lo más duro para Quino ha sido perder la vista, una condena cruel para quien la observación del mundo era su alimento y oficio, como cuando en los restoranes se dedicaba a seguir con la mirada la coreografía de los mozos atendiendo las mesas, equilibrando bandejas y memorizando cada plato según el comensal. Una ceguera casi completa que no contenta con impedirle dibujar, tampoco lo deja disfrutar del cine, otra de sus pasiones. Ya no puede asistir junto a Alicia, como solían hacerlo, a dos funciones cada día, una afición que adquirieron de manera paralela a los 8 años, cuando ni se conocían y que les permitió compartir tardes enteras de imágenes y conversaciones.
El cine fue también para Quino su segunda escuela. Allí aprendió historia, geografía y, sobre todo, de la intrincada alma humana. También le permitió completar esa imagen del mundo que ya se había hecho en su casa paterna profundamente cruzada por la política mundial y la coyuntura histórica. En la pantalla grande escuchó a Hitler y a Churchill en plena Segunda Guerra Mundial, en los breves noticiarios que antecedían la exhibición de los filmes.
En los diarios aprendió de geografía “con los mapitas que señalaban sobre la ocupación alemana o aliada de algún país europeo”, una guerra que parecía a veces librarse dentro del hogar de los Lavado Tejón. Más cuando su abuela lo espetaba cada vez que los norteamericanos arrasaban alguna ciudad alemana con sus aviones vomitando bombas desde el cielo. Ella era una férrea comunista que no perdonaba los gustos musicales de su nieto, quien en esa época se fascinaba con Frank Sinatra o Bing Crosby. “Llegaba a casa con el recorte del diario donde señalaba la noticia del ataque estadounidense y me decía ‘Mira lo que han hecho los tuyos’, y me creaba una culpa tremenda”. Esa discusión luego incluía a sus padres, cuando se trenzaban en ácidas disputas con la anciana contra su partido que tan mal se había portado con la República española. Quino reflejó esa infancia politizada por la conflagración mundial en Mafalda, convirtiéndola en un símbolo de la libertad de expresión y los derechos humanos.
Mafalda era una activista sesentera de corazón pacifista e influida por esos líderes cuyas voces aún resuenan como ecos de un pasado fallido. Uno de ellos era el malhadado presidente chileno Salvador Allende y su Revolución con sabor a empanadas y a vino tinto. “Admiraba la libertad política de Chile porque en Argentina teníamos a Juan Carlos Onganía y a esos militares que no se animaban a ser tan malos todavía. Luego, se animaron y se les fue la mano…”. La política lo inunda hasta la emoción, más aún cuando evoca la Revolución cubana. “Se me pegó. Fui un enamorado de esa Revolución y lo sigo siendo. Lamento que el amor se fue al demonio pero aún hoy veo un póster del Che Guevara o de Fidel y me emociono mucho”, dice con la voz casi quebrada. Pareciera que la tristeza estrangulara su aquejado corazón al recordar la destrucción de los sueños de toda una generación cuyas venas se desangraron con la retahíla de golpes militares. Y, sin embargo, se recupera recordando al expresidente Raúl Alfonsín. “Bueno, sigo muy enamorado de Alfonsín. Hizo lo que nadie se animó a hacer. Fue de un valor muy raro en América Latina. Un tipo extraordinario”.
Y así, con cierto cariño y una media sonrisa, confiesa que hizo el servicio militar en sus tiempos mozos. “Salí con un diploma de buena conducta. Allí aprendí una cosa que me gustó mucho: aprendí a disparar armas. Sin duda, es una contradicción en mí…”. La vida y el cine se le cruzan al recordar una escena muy particular de la película Lawrence de Arabia (1962), en la que un hombre, después de haber matado por primera vez, mira a sus compañeros y confiesa perplejo que le gustó hacerlo. “Eso me impresionó”, dice turbado.
Entonces se asoma otra contradicción: un ateo que desde su adolescencia colecciona biblias. ¿Cómo ingresó ese libro a una casa donde Dios era negado en todos los rincones? Cuenta que un día, cuando tenía 12 años, llegó hasta su puerta un señor vestido de manera algo desusada, casco de corcho y botas con polainas, y le preguntó: “¿Tienen en esta casa la Palabra de Dios?” “Sin saber qué responder, dije que no y me regaló una Biblia”. Un libro que después se le hizo fundamental: “Leyendo la historia de la humanidad y la Biblia te das cuenta de que todo siempre ha sido así y que hay que seguir para adelante… Y luego me quedé pegado a ella porque descubrí que para ir a una exposición de cuadros clásicos, si no habías leído la Biblia, te quedas afuera de la temática de la mayoría de ellos. Estaba cansado de ir a ver pinturas en las que no entendía lo que estaba pasando… Judith decapitando a Holofernes y la criada al lado: el tema religioso está muy presente en la pintura mundial y la Biblia es la manera de cultivarse más a mano y fácil”.
Pero es la política la trama a través de la cual mira la realidad. Incluso a su propia vejez, que lo tiene molesto y a la que moteja de “dictadura militar” cuando le impide hacer todo lo que quisiera.
Su sobrino le lee el libro Islam y Modernidad: Reflexiones blasfemas, del díscolo filósofo y psiquiatra Slavoj Žižek. Y es que Quino está siempre alerta y despierto: “Me asusta que ni aquí ni en Europa la gente no esté preocupada por el ejército isis. Dicen que todo pasa muy lejos de aquí, que qué nos va a preocupar. Eso es lo peor. Aquella cosa de que primero se llevaron a los judíos y no me preocupé, después vinieron a buscar a no sé quién y tampoco… hasta que vinieron por mí… lo que no te toca de cerca, no te importa…”.
*Periodista
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