ESPECIAL 'LEER ES VOLAR'

Dese un paseo por Bogotá y su literatura

Las representaciones literarias de Bogotá han sido múltiples. Si alguien quisiera trazar un mapa podría hacerlo de la mano de novelas escritas en los últimos 30 años. Aquí una probable ruta –insuficiente– para leer la ciudad.

Juan David Correa*
17 de abril de 2016
Una vista panorámica de Bogotá desde Monserrate. Foto: Guiziou Franck / AFP

Pareciera que en las novelas que tienen como territorio a la capital del país siempre llueve. Hay calles enfangadas, andenes poblados de gente que anda con paraguas y los cerros cubiertos por una niebla densa que los oculta. El cielo es gris y las tramas también parecen serlo: no hay exuberancia, su lenguaje suele ser seco y económico, sus personajes parecen un reflejo del clima. Los días soleados escasean. Los ríos son oscuros. Ríos que fueron sepultados bajo el aire de un progreso que siempre se ha aplazado.

En 1984, cuando apareció la más notable de las novelas bogotanas de los últimos 30 años, Ignacio Escobar, el protagonista de Sin remedio, de Antonio Caballero, habla del agua como un torrente difuso que quienes viven en la ciudad de hoy ya no reconocen. Riachuelos sepultados. Una ciudad fea y chata de “vacas pensativas” en los potreros y buses que expelen un humo negro, pesado, que huele a diésel. “Bogotá, que ahora se llama así en lenguaje vulgar, pues en el burocrático recibe el nombre de Distrito Especial, no es Bogotá: es la Atenas Suramericana; y ha sido muchas cosas: Santa Fe, Bacatá. Se ha ido cambiando furtivamente el nombre, como quien al dormir en un hotel de paso deja un nombre supuesto. Tuvo un río alguna vez, que se llamó primero Vicachá y luego San Francisco. Y más al sur, el Fucha o San Cristóbal. Y por no ver reflejada su imagen en su río lo encorsetó en un caño de cemento y lo escondió bajo una calle, lejos, lo convirtió en alcantarilla atascada de carroñas de perros y de niños”.

Unos años antes, en 1978, Luis Fayad había publicado Los parientes de Ester, en la que Gregorio Camero, un hombre de mediana edad –y de clase mediana también– vaga por la ciudad buscando concluir un negocio con el fantasma de su esposa muerta como telón de fondo. Si algo engloba la producción literaria de los últimos 30 años es que la mayoría de los personajes de las novelas deambulan, se lanzan al descubrimiento de una ciudad que parece no ofrecer revelaciones. Sin embargo, esa es solo una apariencia. Porque Bogotá tiene una tradición y se la puede buscar en grupos de novelas o temas en apariencia cercanos. Aquí, algunos de ellos.

Los barrios del sur, por ejemplo, en novelas como Vista desde una acera o Un beso de Dick, de Fernando Molano, explican la épica de un muchacho solo y arrinconado que se debate entre la exclusión y la enfermedad; o 35 muertos, de Sergio Álvarez, como una parábola de los últimos 50 años que comienza con el asesinato de Guadalupe Salcedo, en una calle del sur de la ciudad, después de haber pactado la paz con el gobierno de Rojas Pinilla.

La clase media parece mayoritaria. Tres ataúdes blancos, de Antonio Ungar, sucede en el imaginario barrio La Esmeralda de un país llamado Miranda que se parece mucho a Colombia. O las novelas de Ricardo Silva Romero –de Relato de Navidad en La Gran Vía al Libro de la envidia– existen gracias a la clase media: a los hijos de trabajadores oficiales que soñaron con un mejor futuro para sus hijos; o Antonio García, quien en Recursos humanos se hunde en el mundo laboral del bogotano medio. Esos mismos hijos que podrían ser los personajes algo extraviados de Andrés Felipe Solano en Sálvame, Joe Louis o en Los hermanos Cuervo. O el muchacho que huye una y otra vez, como en el caso de Álvaro Robledo, desde su primera novela, Nada importa, hasta Que venga la gorda muerte, pasando por Final de las noches felices.

Así mismo, las novelas de Margarita Posada, Sin título y De esta agua no beberé, apelan a la clase alta y oscilan entre el retrato desgarrado de sus protagonistas y un mundo superficial. La misma clase media alta, con otros matices, que aborda Melba Escobar en sus novelas Duermevela –un relato sobre la pérdida del padre y un duelo bogotano– y La Casa de la Belleza, sobre la idea de la movilidad en una ciudad que parece tener muy claras sus fronteras sociales.

Están los abordajes más personales, como en el caso de Carolina Sanín, quien se ocupa de las posibilidades de una voz narrada en una ciudad parecida a Bogotá, pero decide no nombrarla, como ocurre en el caso de Los niños. Y Piedad Bonnett, que rastrea en diversos registros, desde su infancia en una ciudad lluviosa y fría en los años sesenta en El prestigio de la belleza hasta tramas más contemporáneas que se ocupan de la vida interior de sus personajes, aunque se enmarquen en la ciudad.

Abundan los argumentos en los que la corrupción y lo policiaco campea, como en Perder es cuestión de método, de Santiago Gamboa, un thriller que comienza con un empalado en el Sisga y que recorre buena parte de la cartografía de la ciudad de la mano del detective Víctor Silanpa. Así mismo, están las novelas en una clave que va de la ciudad a la memoria del país, como El ruido de las cosas al caer, de Juan Gabriel Vásquez, que comienza con un billarista en el barrio La Candelaria y termina haciendo una pesquisa al origen del paramilitarismo en el Magdalena Medio y el choque de un avión en Cali, o la reciente La forma de las ruinas, que se hunde en los magnicidios de Rafael Uribe Uribe y Jorge Eliécer Gaitán, sucedidos en la ciudad.

Más allá de la geografía, las novelas que tienen como trasunto a Bogotá también apelan a otros registros menos realistas. Así, por ejemplo, El capítulo de Ferneli, de Hugo Chaparro, se inscribe en la órbita de una novela gótica bogotana, con el mundo del crimen y del cine de trasfondo. O las más experimentales, como Opio en las nubes, de Rafael Chaparro, que tripea en una alucinada Bogotá de los noventa y que se convirtió, con el paso de los años, en una novela de culto. En esa misma estela, Ese último paseo, un viaje benjaminiano por una Bogotá hecha de pedazos de memoria, de Manuel Hernández Benavides. O C.M. no récord y La ruidosa marcha de los mudos, de Juan Álvarez, que en dos tiempos muy distintos intenta torcer el lenguaje para contar, en todo caso, una ciudad que no acaba nunca de parecerse a sí misma.

Bogotá nunca termina de construirse. Su memoria está presente en novelas contemporáneas como La trilogía bogotana, de Gonzalo Mallarino, que inicia a comienzos del siglo xx en una ciudad desapacible y fría, condenada por la sífilis, y, después de pasearse por los años treinta, termina con un terrible desenlace en un atentado terrorista de los años noventa en una saga familiar con personajes memorables y anónimos. Una ciudad que cambia ruidosamente por cuenta de una desmemoria campante, que se ha recuperado gracias a novelas como Ximénez y Chapinero, de Andrés Ospina, o Tú, que deliras, sobre la artista art decó Carolina Cárdenas, escrita por Andrés Arias. 

El tema de la literatura en Bogotá no se agota en un recorrido tan apretado. La prehistoria de la ciudad está inserta en miles de ficciones que están por escribirse. El porvenir fue escrito muchas veces en el pasado: de El Carnero, de Juan Rodríguez Freyle, a El día del odio, de José Antonio Osorio Lizarazo. Y en la poesía. Y en el cuento. Esta ciudad, quizá, tiene pendiente cobrar una deuda con sus lectores para que sean ellos los que se convenzan de que este ha sido un territorio narrado. 

*Director de Arcadia