El sentimiento de gratitud provocado por los libros que no hablan sobre mundos y personajes de ficción, sino que cuentan historias verídicas haciendo uso de estrategias literarias, es peculiar. No proviene de experimentar cómo podría ser la vida en universos imaginados, sino de la constatación de que la realidad cotidiana es fascinante, a veces siniestra, en cierto sentido, mágica.
Entre las obras maestras del género de “no ficción” se encuentran libros sobre temas dispares como las raíces del crimen –
A sangre fría de Truman Capote–, los enigmas del universo –
Breve historia del tiempo de Stephen Hawking–, o la agonía a raíz de la muerte de un ser amado –
El año del pensamiento mágico de Joan Didion–. Y se encuentran también, en un puesto privilegiado, los libros insólitos y admirables del neurólogo británico Oliver Sacks, que cuentan sobre los fantasmas y las desdichas, pero también la fuerza y valentía que se esconden en el cerebro humano.
La obra de Sacks, que ha sido descrita como “ciencia romántica”, combina un talento literario excepcional con el conocimiento escrupuloso del funcionamiento cerebral, ante todo del considerado anormal. Dos de sus libros más famosos son
Despertares (1973) y
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1985). El primero –en el cual se basa la película del mismo nombre, protagonizada por Robin Williams y Robert De Niro y nominada al Óscar en 1990– habla de personas encerradas en un estado de parálisis e inconsciencia después de sufrir una enfermedad feroz llamada encefalitis letárgica, y sobre el intento conmovedor de Sacks, en parte fallido, de sacarlos de su aislamiento.
El hombre que confundió a su mujer con un sombrero, reúne casos de pacientes con deficiencias inusitadas, como la “agnosia visual” de un músico incapaz de reconocer rostros (una condición que el mismo Sacks padece), la amnesia radical de un hombre que olvida el mundo cada par de minutos, o la ausencia de “propiocepción”, en el caso de una mujer sin sensación de su propio cuerpo. La extravagancia y la gravedad de los casos, así como la piedad, la maestría literaria y la jovialidad con que Sacks los registra, hacen que las historias parezcan salir de la mente de un escritor genial y, en el mejor sentido del término, algo demente.
Cada relato de Sacks es muchas cosas al mismo tiempo. Es un tratado científico escrito con gran claridad (su primer editor le dijo una vez: “su libro es muy fácil de leer, eso hará que la gente sospeche”). Es una pequeña biografía, afectuosa y a veces graciosa (Sacks ha escrito: “Para restituir al sujeto humano al centro –al sujeto que sufre, que está afligido, que lucha–, debemos ampliar la historia clínica a la narración, solo entonces tendremos tanto un ‘quién’ como un ‘qué’, una persona real en relación con la enfermedad”). Es una reflexión llena de referencias literarias y filosóficas (al examinar la amnesia, Sacks nombra la idea del filósofo David Hume de que la identidad es quizá solo un manojo de percepciones inconexas; al hablar del hombre que no reconoce rostros, recuerda a Arthur Schopenhauer que pensaba que la música podría reemplazar al mundo físico). Es el intento apasionado de entender cómo perciben el mundo personas con un cableado cerebral distinto al “normal”, qué significa ser humano.
Los libros de Sacks han reanimado la tradición de obras científicas basadas en el estudio de casos particulares, a la cual pertenecen Sigmund Freud o el neuropsicólogo ruso A. R. Luria. Otras obras de Sacks se titulan
Migraña (1970),
Veo una voz (1989),
Un antropólogo en Marte (1995),
La isla de los ciegos al color (1997),
Musicofilia: relatos de la música y el cerebro (2007) y
Alucinaciones (2012). Todas contienen historias de gente con desórdenes neurológicos –autismo, síndrome de Tourette, visiones– que Sacks, quien acaba de cumplir 82 años, ha conocido en su larga y productiva vida. Los libros lo han hecho famoso, y en ocasiones objeto de críticas (un activista inglés, por ejemplo, lo llamó “el hombre que confundió a sus pacientes con una carrera literaria”). Es posible, por supuesto, dudar del método de Sacks. Pero basta leer uno de sus relatos clínicos para sentir que la voz que allí habla lo hace con un entusiasmo y un compromiso enormes, no solo por las enfermedades sino también por los individuos reales que las padecen.
Hasta hace poco Sacks era, en cierta medida, desconocido para sus lectores. Es cierto que había escrito los libros autobiográficos
Con una sola pierna (1984) y
El tío Tungsteno (2001), pero allí cuenta solo cosas puntuales: la pérdida de la conciencia de una de sus piernas tras un accidente, y su infancia como aficionado a la química. La información sobre su vida se limitaba a saber que nació en Londres el 9 de julio de 1933, en el seno de una familia de médicos judíos; que estudió Fisiología y Biología en la Universidad de Oxford y se convirtió en médico cirujano en 1958. A inicios de los años sesenta se fue a Canadá, luego a los Estados Unidos. Allí, trabajando como neurólogo y psiquiatra en San Francisco, Los Ángeles y Nueva York –donde ha vivido hasta hoy–, entró en contacto con los cientos de pacientes sobre los que ha escrito.
Esto ha cambiado. Hace algunas semanas Sacks publicó
On the Move (“En movimiento”, que aparecerá en castellano en 2016). La portada de esta autobiografía muestra a un hombre joven y fornido, con chaqueta de cuero, sonriente, encima de una moto colosal: alguien que no parecería tener nada que ver con el doctor de gafas y barba bíblica que muestran las fotos tradicionales. La foto, sin embargo, no miente. Como muestra el libro, Sacks ha sido siempre un hombre de personalidad exuberante. Hace algún tiempo había escrito: “No puedo decir (y nadie que me conozca podría decirlo) que soy un hombre apacible. Por el contrario, soy un hombre con un carácter vehemente, de entusiasmos violentos y un exceso extremo en todas mis pasiones”.
En On the Move, Sacks cuenta sobre aquella vida desmesurada. Sobre su afición por el motociclismo, el levantamiento de pesas (en 1961 estableció un récord estatal en California), la natación, la fotografía, la poesía, el piano. También sobre la dificultad durante largos años de vivir abiertamente su homosexualidad (su madre, la persona más importante en su vida, le dijo una vez: “Eres una abominación, ojalá no hubieras nacido”), su adicción a las anfetaminas en los años setenta (que le permitió comprender mejor a sus pacientes, pero que casi le cuesta su equilibrio mental), su desasosiego y su timidez inmensos.
Como los anteriores, el libro es varias cosas a la vez. Es una confesión íntima, conmovedora y a veces dolorosa, es la novela de formación de un genio y es el testimonio de un deseo gigantesco de descubrir el mundo, desde los elementos químicos a los desiertos californianos en motocicleta; desde lagos solitarios a las afueras de Nueva York a las artimañas del alma humana. Y es también, en cierta forma, una declaración de agradecimiento. Evocando su adicción a las drogas, Sacks escribió: “Era crucial encontrar algo con significado, y para mí lo fue ver a mis pacientes... Eso me salvó la vida una y otra vez... Gracias al psicoanálisis, los buenos amigos, la satisfacción del trabajo clínico y la escritura, y ante todo, la buena suerte, logré, en contra de todas las expectativas, pasar de los ochenta años”. Después de haber contado historias asombrosas sobre la vida de otras personas,
Sacks ha contado ahora la historia asombrosa de la suya.
El último capítulo de su vida, sin embargo, no se encuentra en el libro. Apareció en el
New York Times a inicios de 2015 bajo el título “Mi propia vida”. Allí escribe Sacks: “El cáncer ocupa un tercio de mi hígado, y a pesar de que su avance puede ser retardado, este tipo particular de cáncer no puede ser curado... Debo decidir cómo vivir los meses que me quedan. Debo vivir la vida del modo más rico, profundo y productivo que pueda...”.
Es extraño leer esas palabras, penosas y entusiastas al mismo tiempo. Pero a fin de cuentas eso es lo que siempre ha mostrado Sacks: que el dolor también puede ser la puerta hacia el asombro y la afirmación. “No puedo decir que no tengo miedo”, finaliza. “Pero mi sentimiento predominante es la gratitud. He amado y he sido amado; he recibido mucho y he dado algo a cambio; he leído, viajado, pensado y escrito. Y he tenido un intercambio con el mundo, el intercambio especial entre escritores y lectores”. La gratitud no es solo suya.