Literatura
Cosechar claveles en el desierto: el rescate de la escritora Elisa Mújica
Las escritoras colombianas contemporáneas han tenido pocas posibilidades de leer a sus precursoras. La reedición de ‘Catalina’, de Elisa Mújica, permite conocer más esa tradición: entender lo que tuvo que arriesgar alguien que se atrevió a definirse como autora en otros tiempos.
Desde septiembre de este año, Catalina (1963), la segunda novela de la escritora bumanguesa Elisa Mújica, puede conseguirse en librerías. Para muchos lectores la noticia podría pasar bajo el radar de las usuales novedades literarias. Pero lo cierto es que desde la fecha de su publicación era casi imposible encontrar un ejemplar. Cuando en 2018 Idartes decidió conmemorar el natalicio de Mújica, resultaba extraño asistir a un homenaje y ver la obra física de la autora brillar por su ausencia. Porque, en su momento, ella no fue una escritora desconocida. Catalina le mereció el segundo puesto en el Premio de Novela Esso de 1962 y la crítica nacional reseñó su obra en prensa. No obstante, nada de eso resultó relevante a la hora de insertarla en un canon local que permitiera que el libro continuara imprimiéndose y leyéndose.
Elisa Mújica se acercó a la lectura desde muy niña, tal vez porque al ser la menor de tres hermanas no tenía lugar en los juegos de las mayores. A los siete años descubrió un libro de Soledad Acosta de Samper y se estremeció como solo lo hace quien descubre un espejo. Estaba frente a una mujer, como ella; que había nacido en Colombia, como ella, y que podía contar historias de geografías que ella también conocía: “El libro de doña Soledad era el primero que yo leía escrito por una colombiana, y conserva para mí su inicial hechizo de premonición y mandato”. Así comenzó a escribir, intentando imitar las historias que leía, hasta que a los quince años tuvo que dejar Bucaramanga, mudarse a Bogotá y trabajar para sostenerse. Consiguió primero un puesto de secretaria de Carlos Lleras Restrepo y pocos años después, de secretaria de la Embajada de Colombia en Quito, a donde se mudó en 1945.
En Ecuador se hizo marxista. Frecuentaba un grupo de intelectuales y dirigentes políticos de izquierda, y este giro ideológico le permitió escribir Los dos tiempos (1949), una primera novela llena de experiencias autobiográficas. Sin embargo, su compromiso político no se quedó en lo literario. A su regreso a Colombia, trabajó como secretaria del Partido Socialista Colombiano y presenció cómo la violencia bipartidista consumió ese proyecto político. “Nuestro incipiente socialismo naufragó en una mancha de sangre”, anotó, desesperanzada, en la conferencia “De marxista a católica” que dio en 1960 en la Universidad Central de Medellín.
En 1952 se estableció en Madrid y en 1953 publicó el libro de cuentos Ángela y el diablo, en el que logró esbozar diferentes personajes femeninos enfrentados a encrucijadas espirituales. Algo similar ocurrió durante su estancia en España, pues allí sintió que sus cimientos políticos se resquebrajaban para dar paso a un fervor distinto. En Madrid se acercó a la obra de San Juan de la Cruz y de Santa Teresa, y la lectura de los poetas místicos la estremeció.
En 1956, decepcionada por las acciones militares de la Unión Soviética, renunció al marxismo y se entregó al catolicismo. Pero la entrega supuso muchos cuestionamientos intelectuales, no solo sobre los círculos que frecuentaba, sino también frente a su propio discurso: el personaje público que Elisa Mújica había construido antes de volverse católica era el de una escritora feminista, involucrada en la lucha por el voto de la mujer en Colombia.
Con la llegada de la década de los sesenta, las discusiones del movimiento por la igualdad de la mujer dieron un giro hacia los derechos reproductivos y la anticoncepción, y la escritora bumanguesa se pronunció varias veces tomando partido por la Iglesia católica: “A la mujer actual la observo vacilante, dividida, y muchas veces desgraciada y con nostalgia del pasado, con todos sus intereses partidos, sin alcanzar a lograrse completamente en ningún campo”. Para Elisa Mújica, la mujer estaba hecha para concebir hijos y no podía sacrificar su esencia femenina. Aquellas que se abstenían de ser madres incurrían en un “travestismo moral” que las alejaba de su verdadera naturaleza.
Y sin embargo
En numerosas ocasiones, cuando le preguntaban sobre el oficio de escritora, Elisa Mújica hablaba de cómo había decidido no ser madre, pues esto hubiera ido en contravía con su vocación: “Si yo hubiera tenido hijos, ellos habrían sido lo primero; pero yo no los tuve, no me casé. Yo no sé si en todos mis amores algo inconsciente en mí buscaba que fueran imposibles para que no se realizaran nunca por medio del matrimonio, porque si yo me hubiera casado, no hubiera escrito jamás. Habría estado completamente supeditada a lo vivo”. En esta contradicción, en este pliegue entre el dogma y su oficio, en 1963 aparece Catalina.
En ella cuenta la historia de una mujer burguesa enfrentada a una serie de dramas domésticos –incluida la imposibilidad de ser madre– sobre los cuales debe guardar silencio. La manera en que Elisa Mújica disecciona el trato de los hombres hacia las mujeres y la forma en que retrata la frustración de los personajes femeninos por tener que entregar su agencia a cambio de una aparente felicidad doméstica son destellos de un pensamiento feminista que ilumina más allá de su filiación a la Iglesia católica.
Elisa Mújica también entendía que la vocación de la escritura venía vinculada a las penurias económicas, porque la generación de escritoras colombianas que empezaron a publicar a mediados del siglo XX se diferenciaba muchísimo de aquellas que lo habían hecho en el siglo XIX. Si Soledad Acosta de Samper había tenido la posibilidad de escribir y publicar se debía en parte a que ella y su esposo pertenecían a la élite criolla y letrada. Pero las escritoras del siglo XX se enfrentaban a un panorama económico diferente, y se vieron obligadas no solo a buscar un cuarto propio que les permitiera escribir después de terminar las labores domésticas, sino también las de un mercado laboral que las reclamaba. “Con frecuencia escribir no representa una exhibición de riqueza, sino un combate contra la miseria. Para mí se parece a la pretensión de cosechar claveles en el desierto. (…) Estaba obligada a ganarme la vida con un trabajo distinto al literario. Nosotras fuimos de las primeras que trabajamos fuera de casa, en oficinas donde borroneábamos nuestras cuartillas”.
Precisamente esa rutina de escritura, moldeada a partir del tiempo libre que permitía el trabajo diurno, explica por qué pasaron dos décadas entre Catalina y Bogotá de las nubes (1984), su última novela. Durante ese tiempo, Mújica trabajó como encargada de la dirección de la agencia de la Caja Agraria en Sopó y, posteriormente, como directora de la Biblioteca de la Caja Agraria. Duplicaba su tiempo para poder encontrar un equilibrio entre la vocación y el dinero. A esto se refería la misma Elisa Mújica cuando, en el discurso inaugural de la Feria del Libro de 1988, recordaba cómo tanto ella como otras escritoras de su generación se las apañaron para poder escribir: “Robábamos minutos a las horas que habíamos vendido. De tanto leer nos dolían los ojos. Nos dolían las espaldas como a las costureras. En las oficinas ganábamos más que estas. Pero las costureras tenían conciencia de ejecutar una tarea útil”.
Solo cincuenta años después de su publicación, Catalina vuelve a aparecer reeditada por Alfaguara, con una provocativa portada de Débora Arango y un elocuente prólogo en el que la escritora Pilar Quintana se pregunta: “¿Por qué nadie me habló de Elisa Mújica?”. Ese mismo interrogante se lo hizo Adriana Martínez, editora de Alfaguara y Lumen en Colombia, quien se acercó a la obra de Mújica movida por la curiosidad que le causó descubrir la rareza de una escritora nacida en Bucaramanga que alguna vez había sido importante.
No es un secreto que el sistema editorial y el canon tienden a privilegiar a los escritores que se consideran universales: hombres heterosexuales no racializados, generalmente provenientes de ciudades grandes. En una constelación literaria en que conocemos solo unos pocos nombres de mujeres escritoras colombianas, casi siempre la mención de su obra viene antecedida a un incómodo “fue la esposa de…”. Un ejemplo de esto es la manera en que algunos eventos literarios prefieren primero invitar a Plinio Apuleyo Mendoza a hablar sobre Marvel Moreno que a las lectoras, académicas y críticas que le han dedicado artículos a la obra de ella. Sin embargo, muchas veces estos familiares cercanos abogan por el manejo de los derechos y la preservación de la obra de la autora. ¿Qué sucede entonces con las novelas de quien se vio en la encrucijada de escribir o casarse y tener hijos? Como dice Martínez, “Mújica legó sus derechos a una sobrina, y esa sobrina murió hace poco. Entonces los derechos de la obra pasaron a sus hijos, que no tenían mayor vínculo filial con ella”. A pesar de que los familiares lejanos de Mújica siempre se mostraron interesados en publicar la obra, el trámite legal tomó mucho más tiempo del que generalmente tarda.
Más allá del plano anecdótico, resulta interesante pensar que lo que llevó a Elisa Mújica a escribir fue haber leído a Soledad Acosta de Samper y encontrar en sus letras la posibilidad de ser mujer y escribir sobre Colombia. Para escritoras de generaciones más contemporáneas, la oportunidad de leer a nuestras precursoras ha sido muy limitada. La reedición de Catalina abre la posibilidad de conocer nuestra tradición; de entender lo que tuvieron que arriesgar aquellas que estuvieron antes y que se tomaron el atrevimiento de definirse como autoras. Porque muchas mujeres escritoras cuando leemos, estamos buscando encontrar a otras que, como nosotras, hayan sentido el llamado de esa vocación para emularlas. Y la mayoría de las veces hallar libros escritos por otras mujeres colombianas también se asemeja a la difícil labor de recoger escasos claveles que lograron germinar en el desierto.