EL FENÓMENO DE ELENA FERRANTE

La escritora anónima que llena las librerías de Italia

Ferrante es un seudónimo. Nadie sabe quién es, nunca ha dado una entrevista en persona ni ha aparecido en fotos. En la contraportada de sus libros dice que es mujer, no mucho más. Como Thomas Pynchon o J.D. Salinger, ha sido férrea en no hacerles promoción a sus libros y ha guardado celosamente su nombre y su cara.

Santiago Parga Linares* Bogotá
16 de septiembre de 2015
Crónicas del desamor (2010) es una trilogía compuesta por las obras El amor molesto (1992). Los días del abandono (2002) y La hija oscura (2006). La amiga estupenda apareció en 2012.

El pasado 21 de febrero, el escritor napolitano Roberto Saviano, famoso por su libro Gomorra, que inspiró una película y una declaración de guerra del crimen organizado en su contra, escribió una carta abierta en el diario italiano La Repubblica. En ella nominaba a Elena Ferrante, otra napolitana, al Premio Strega, el más importante de su país. Según Saviano, el premio se convirtió hace tiempo en un intercambio de favores literarios y editoriales, una especie de juego arreglado sin un ápice de competencia real, y la sola presencia de Ferrante entre los nominados ayudaría a devolverle al premio un poco de su autenticidad. En palabras de Saviano, sería “como un poco de agua fresca en un pozo estancado”.  La última novela de Ferrante, Storia della bambina perduta estuvo entre las finalistas. No ganó (el honor este año se lo llevó Nicola Lagioia), como hace 23 años no ganó su primera novela, L’amore molesto, cuando también estuvo nominada. Nadie se sorprendió, quizá porque lectores y críticos han aceptado el papel de Ferrante como una especie de outsider del mundo literario: indudablemente popular y genial, pero con algo que la hace sospechosa, ajena al club del tipo de personas que se ganan el Premio Strega.

 Su obra, compuesta por seis novelas que han inspirado dos películas, una colección de crónicas y un par de libros para niños, ha sido elogiada dentro y fuera de Italia: le han echado flores en The New Yorker, en el New York Review of Books, en The Guardian. Una librería en Brooklyn incluso mandó a hacer botones que dicen “Ferrante Fever” en letras rosadas para celebrar el lanzamiento de su último libro en inglés, una especie de evento digno de Harry Potter si Harry Potter fuera para feministas. Cierto, lo de los botones seguramente dice más sobre la librería y el comportamiento del mercado editorial americano que sobre Elena Ferrante, pero es prueba de que su escritura tiene ese algo que la hace lo suficientemente encantadora como para tener fans y, al mismo tiempo, lo suficientemente honesta y original para deslumbrar a la crítica. 

Sin embargo, a pesar de que algunas de sus novelas han sido publicadas en España en castellano, la obra de Ferrante no causó mayor impacto en el mundo hispano y en América Latina no se consiguen. Pero deberían. 

 La primera, L’amore molesto, de 1992, comienza con la desaparición de la madre de Delia, la protagonista. Aparece ahogada y medio desnuda en una playa en circunstancias misteriosas. A primera vista, parece un enigma policíaco, pero rápidamente se convierte, como todas las novelas de Ferrante, en una exploración implacable y brutal de las relaciones humanas, particularmente de las relaciones entre mujeres. Delia ama a su madre pero también la desprecia, aunque no por eso deja de regresar a su natal Nápoles (en Ferrante siempre es Nápoles) a tratar de esclarecer su muerte. En una escena particularmente dolorosa, Delia se pone la bata (demasiado sensual) que su madre usó la noche antes de su probable suicidio. Por un instante las dos se vuelven una y el amor molesto del título se manifiesta en toda su complejidad. En ese momento Delia siente cómo le llega la regla, quizás una de las últimas de su vida. Porque todo en Ferrante es así, inexorablemente ligado al cuerpo femenino, a la experiencia de ser mujer en el sur de Italia de 1950 para acá. Si no es sangre menstrual son los dolores del parto, el deseo por un amante joven,  la envidia de la amiga o las bofetadas del marido.

Esa experiencia femenina es la obsesión central de Ferrante. La cuenta sin tapujos, sin romanticismos y sin rencor, con una honestidad que se siente sorprendentemente refrescante, como si no se nos hubiera ocurrido que fuese posible escribir así. Las últimas novelas, que componen lo que se conoce como la tetralogía napolitana, documentan con la obsesión típica de Ferrante la relación entre dos niñas, Lila y Elena, entre 1950 y 2010. A lo largo de unas 2.000 páginas, Elena, que es protagonista y narradora, escribe el que es sencillamente el mejor tratado sobre la amistad que he leído. La relación con Lila la intriga, es una mezcla de celos, amor, admiración y curiosidad. Sin duda, se aman mucho, pero son capaces de hacerse daño sin piedad, de traicionarse mutuamente motivadas por una envidia que ninguna logra entender. Todas las protagonistas de Ferrante viven en un mundo así, en el que el amor se confunde con la envidia, el sexo rara vez es placentero y a menudo es violento, en el que todo hace daño y cuando la gente se muere de gripa o a balazos nadie se sorprende. 

En las páginas iniciales de la primera novela de la tetralogía, L’amica geniale, una Elena adulta, convertida en novelista, recibe una llamada que le informa que Lila ha desaparecido sin dejar rastro. La noticia no le sorprende, pero sí la impulsa a volver a la escritura que había abandonado. Apenas se termina la llamada Elena vuelve a escribir con la promesa de llegar al fondo de su relación con Lila. Los cuatro libros están guiados por esa curiosidad insaciable de Elena que necesita entender a Lila para entenderse a sí misma y de paso entender a la sociedad italiana de los últimos 60 años. El acto de escribir se convierte para ella (parece también que para Ferrante) en la mejor manera para explorarse a sí mismas y al mundo que las rodea.

 

Las deudas del cuerpo (2013) fue traducida al español el año pasado.

En cuanto a sus influencias, las de Ferrante son claras. En entrevistas ha citado a Virginia Woolf y Elsa Morante como sus madres literarias, y es fácil ver por qué. Si hay alguien que ha hecho del acto de escribir un asunto profundamente femenino y personal es Ferrante, que nunca es cursi, nunca da risa y nunca cae en lugares comunes. Cuando Elena, emocionada, le cuenta a Lila las maravillas del embarazo, el parto y la maternidad, recibe una respuesta hecha de púas e ironía. Los demás antecesores de Ferrante son menos obvios. De Proust toma la obsesión por la memoria, por la autobiografía y el bildungsroman que termina con personajes que se vuelven novelistas. Y de los griegos (la protagonista de la tetralogía se llama Elena Greco, después de todo), Ferrante toma la idea del viaje épico, del destino y la lucha empedernida e inútil que sus personajes, siempre mujeres en una sociedad machista, emprende contra él. 

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Cuando se habla de Ferrante lo primero que se comenta es el misterio de su identidad. Elena Ferrante es un seudónimo. Nadie sabe quién es, nunca ha dado una entrevista en persona ni ha aparecido en fotos. En la contraportada de sus libros dice que es mujer, pero no mucho más. Como Thomas Pynchon o J.D. Salinger, Ferrante ha sido férrea en su negativa a hacerles promoción a sus libros y ha guardado celosamente su nombre y su cara. Los libros deberían ser, ha dicho en las pocas entrevistas que ha dado por correo electrónico, como entidades autosuficientes, capaces de existir sin una foto de un escritor que ya ha terminado su trabajo. Por alguna razón el anonimato de Ferrante es fascinante. Algunos dicen que es un hombre, o un colectivo de autores, quizás la traductora napolitana Anita Raja, que ha traducido al italiano la obra de Christa Wolf, otra autora genial que poco se lee en nuestras latitudes; otros dicen que es una táctica de mercadeo brillante y otros, que saben lo que se arriesga cuando se escribe con honestidad (como Saviano), le elogian la decisión de no ponerles cuerpo y cara a textos que no los necesitan.

Si sus libros tienen algo de autobiográfico, y se puede tranquilamente suponer que así es, la identidad de la autora necesita estar oculta. No solo porque cualquier persona involucrada en su vida sufriría inmensamente al verse retratado sin piedad en sus páginas, sino porque si supiéramos quién es y qué ha vivido, la vida de Elena Ferrante, la autora, se volvería más importante que su obra. Sería carne para los tabloides y los programas de chismes, las entrevistas serían sobre ella y no sobre sus libros. La importancia del seudónimo es que la protege de ser un Roberto Saviano o un Salman Rushdie, sus obras superadas por los chismes y las anécdotas que las rodean. En la obra de Ferrante triunfa la escritura porque es lo único que hay, lo único que importa.   

Lo que necesitamos en Colombia y en América Latina es una nueva traducción. Necesitamos una reedición de estas novelas que todo el mundo debería leer para poder tener una conversación sobre cómo la experiencia italiana y la latinoamericana, tan despiadadas, tan católicas, tan violentas  pero tan disfrazadas de exotismos, realismos mágicos, fotos de postal y promesas de paraíso (tropical o mediterráneo), son igual de absurdas, sobre todo (sospecho) si uno es mujer.

*Literato y profesor de literatura.