LA NARRATIVA DE DANIEL FERREIRA
Un santandereano impresentable e imprescindible
La obra de este colombiano ha sido poco leída en el país. Autor de tres novelas que componen el proyecto Pentalogía Colombia, este santandereano es una de las voces más lúcidas de la literatura nacional actual. En septiembre se publicará la novela Rebelión de los oficios inútiles, con la que ganó el Premio Clarín de Novela.
Estas son las goteras que tapa Daniel Ferreira para escribir.
Ferreira se describe como un lector ávido, con la fortuna de haber tenido una biblioteca pública en su pueblo y un grupo de amigos amantes de la poesía y la literatura. “Éramos provincianos, estábamos aislados de todo, pero vivíamos la literatura con apasionamiento”, afirma. Se podría decir que este aislamiento persiste. La literatura es aún su único oficio, y si bien escribe en medios reconocidos como Letras Libres o El Espectador, su presencia en los círculos literarios tradicionales es escasa. En vez, parece dedicar buena parte de su tiempo a un blog lleno de tentáculos, compuesto por toda suerte de textos, recortes de prensa, fotos, podcasts y videos, tejiendo libremente el depósito de sus ideas sueltas y lecturas. Esta otra obra llamada Una hoguera para que arda Goya es una construcción incremental, acaso la obra que corresponde a un escritor joven y marginal que sabe usar bastante bien internet.
Entre sus novelas se cuentan La balada de los bandoleros baladíes (2010), Viaje al interior de una gota de sangre (2011) y Rebelión de los oficios inútiles (2014). Las tres hacen parte de la planeada Pentalogía (infame) de Colombia. El proyecto literario, como lo explica Ferreira a la periodista argentina Jorgelina Núñez, nace del desconsuelo y la tristeza: “Lo que ocurrió en los noventa en Colombia me dejó destruido y desmoralizado, por eso me urge terminar la Pentalogía. Quiero eliminar definitivamente de mi vida la cuestión de la violencia para poder escribir sobre otros temas. Un sociólogo se pregunta qué descompone a la sociedad; un periodista le pregunta a un asesino por qué mata. Pero un escritor no puede hacer una cosa ni la otra. Lo que le queda es recurrir a una construcción dramática. En lugar de la explicación, tiene la representación, que es otra manera de entender lo sucedido”.
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La balada de los bandoleros baladíes ganó en 2010 el Premio Latinoamericano de Primera Novela Sergio Galindo y fue publicada por la Universidad Veracruzana de México. No hay protagonistas ni un punto de vista único y hegemónico. Más bien, el autor enlaza una serie de historias contadas en tercera y en primera persona, donde el hilo conductor es un criminal de mediana monta apodado Malaverga y su amigo Putamarre, un asesino ejemplar. Otro de los narradores es “el enfermo”, un cojo mal nacido en casa de un padre abusivo, una hermana interesada y una madre enferma. La primera vez que escuchamos al cojo nos enteramos que acaba de incendiar la casa de su papá. A lo largo de la novela, el cojo retornará a su infancia, a la muerte de su mamá y a los abusos de su papá, como si quisiera ofrecer explicación al asesinato múltiple con el que se cierra su historia.
La misma estructura de retornos y repeticiones se utiliza en la narración de Malaverga, “Un brujo. Un guerrero. Un luchador”, pero también un asesino, un ladrón y luego un recolector de basura y testigo de una masacre de travestis y gamines en un barrio marginal de la ciudad. Bajo la misma estructura aparece Putamarre, cuya historia es una picaresca deformada: es raspachín, asesino, paramilitar masacrador, mercenario en Irak y ladrón, y así atraviesa el país y su historia, ocupando todos los oficios posibles de la infamia. Finalmente, el personaje sin duda más extraño y estremecedor es el de la vieja modista solitaria y enferma, madre de un hijo bestialmente deformado al que trata como un cerdo y por quien siente una maraña de sentimientos contradictoriamente maternales.
La novela se puede leer como un tratado sobre la violencia familiar y sus reverberaciones íntimas y colectivas. Pero esto no es más que una interpretación, pues no hay jamás explicación alguna de lo que sucede ni el autor ofrece un amable narrador omnisciente que teorice sobre lo que está ocurriendo. Los personajes habitan sus circunstancias y hacen lo que pueden bajo la brújula del deseo, la necesidad o la simple y pura ignorancia de otra forma de vivir. No hay dios, pero tampoco presidentes ni policía.
En Viaje al interior de una gota de sangre ocurre un fenómeno narrativo similar. En esta segunda obra, ganadora del Premio Latinoamericano de Novela Alba Narrativa 2011, el autor desplaza toda centralidad narrativa y de entrada arroja al lector en el medio de la plaza de un pueblo tomado por un grupo de civiles armados. Tras una apertura brutal donde los encapuchados reparten bala a los participantes del reinado de belleza local, capítulo a capítulo se va desplazando el punto de vista, que es ocupado por cada uno de los futuros difuntos.
En cada voz se expanden y se multiplican la misma escena, los mismos momentos previos a la muerte, el mismo pueblo visto desde tantos ojos y tantas perspectivas aniquiladas con el paso de los encapuchados. Excepto por un único sobreviviente, la autoridad narrativa se apoya en un coro centrífugo de muertos que se encuentra con una muerte ordenada por alguien, para algo. El quién y el para qué no son motivo de explicación. O no directamente, pues el contexto histórico más cercano a esta novela es el paramilitarismo.
La tercera novela, Rebelión de los oficios inútiles, es la más amplia en su espectro de personajes y la más compleja en su estructura y rango de emociones. La historia gira en torno a un terreno desollado por la fantasía pueril de Simón Alemán, un tipo con plata, marcado por el fracaso, que decide construir un elegante suburbio burgués en la cima de una colina. Podrá ser inútil y borracho, pero Alemán tiene el poder de su lado. El terreno es ocupado por los obreros contratados por el mismo Alemán, a quienes se les deben varios meses de salarios. La toma es liderada por doña Anita Larrota, vocera del movimiento, quien termina, como corresponde a los de su estirpe, en la cárcel y muerta. El relator de esta historia es Joaquín Borja, un periodista local y dueño del diario La Gallina Política, que cubre la ocupación y de paso relata buena parte de la historia de Alemán. En el proceso, Borja se ve trágicamente involucrado en la crisis del terreno y termina, también como los de su estirpe, perdiéndolo todo.
A diferencia de las otras novelas, acá el autor abre el foco y ofrece una visión fragmentada de una lucha social fallida y una posible génesis de la violencia desatada entre el 24 de noviembre de 1969 y el 12 de octubre de 1970, fechas en las que ocurre la novela. En el primer capítulo, la frase “esta historia comienza con” marca el ritmo de un inventario hipnótico de 19 obreros torturados, todos partícipes de la toma del terreno. La misma frase, “esta historia comienza con”, se repite en otras partes, como reafirmando la imposibilidad de encontrar un punto de inicio de la violencia. Un comienzo que se desliza, que se pierde de foco y cambia constantemente, quizá porque es imposible ya encontrar la razón de tanto muerto.
Lo realmente interesante de esta tercera novela –en relación con las primeras dos– es que dota de una aparente dirección a la Pentalogía, demuestra que Ferreira está creciendo como escritor y genera expectativa sobre la dirección que tomarán las siguientes dos novelas de la serie. Su obra no en un inventario morboso de las posibles formas de la violencia nacional, sino un gran proyecto narrativo anclado en la obsesión de entender lo inexplicable, lo trágico, lo profundamente real. ¿Cómo entender esto?
“Me acuerdo de un anciano que se arrastraba, mutilado, por el barro y parecía feliz de hallar la muerte pegado al gollete de su calambuco. Me acuerdo de ‘Mata a tu mujer, porque es chivata’. Me acuerdo de desobedecer la orden. Me acuerdo de cavar mi propia tumba bajo el sol de la canícula. Me acuerdo de huir en la noche y de los aullidos de mis perseguidores”.
No es de extrañarse que Ferreira se nutra de las historias locales santandereanas, de testimonios de excombatientes y de los informes del Grupo de Memoria Histórica, pero también de la literatura de Louis-Ferdinand Celine, Joe Brainard o José Eustasio Rivera. “Supongo que para algunos lectores poco familiarizados con la literatura me convertiré en una especie de escritor impresentable, sobre todo ante las buenas conciencias que imaginan un país feliz donde no acaecieron hechos feroces como las masacres del Aro, de Mapiripán, las de Segovia, la del Naya”, afirma Ferreira. Para los otros lectores, aquellos interesados en una literatura desafiante, formalmente espléndida, escrita en el lenguaje de la llaga, un presente que no sana y no sabemos entender, quizá esos lectores encuentren en las novelas de Ferreira un espejo oscuro y valioso.