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Un nuevo libro: los sueños insomnes de Vladimir Nabokov
En 1964, por casi tres meses, el escritor ruso-estadounidense tomó minuciosamente nota de sus sueños para probar la teoría de que el tiempo es una entidad de múltiples direcciones. Sus últimas novelas son, en parte, la herencia de esta tentativa.
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Cincuenta y cuatro años después de su muerte, Lev Tolstói declaró su disgusto por la novela más popular de Vladimir Nabokov. “No me gusta su Lolita”, dijo. Reclinado en una silla, a las afueras de una casa desconocida, Tolstói estaba sudoroso y se veía viejo y enfermo. Nabokov, que tomaba té en aquella casa por invitación de un amigo, apenas reparaba en su languidez. ¿Por qué nadie lo presentaba ante el maestro? Era su lector más devoto y ahora debía enfrentarse, sin la mínima cortesía, a la rigurosidad de su juicio literario. Podría destrozarlo. Sus temores debieron disiparse cuando, en cambio, lo escuchó decir: “¡Pero qué bien describe el paisaje ruso!”.
En el mundo práctico, donde las cosas viven y se apagan, la escena es imposible: Lolita fue publicada en 1955 y Tolstói murió en 1910, cuando Nabokov tenía 11 años, sin que jamás se encontraran. Y resulta aún más inverosímil si se tiene en cuenta que la novela, que trata la obsesión aguda de un hombre mayor por una niña, ocurre en Estados Unidos, no en Rusia. La lógica, sin embargo, sería errónea. El encuentro ocurrió. El 8 de diciembre de 1964, Nabokov lo anotó a lápiz en una de las tarjetas cuadradas en que solía escribir a causa de su incapacidad para teclear en una máquina de escribir. Era un sueño. “Una tontería”, escribió al final de su historia con Tolstói.
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A mediados de octubre de 1964, Nabokov emprendió una empresa inusual que tomaría casi tres meses: anotar, con tanto detalle como fuera posible, todo cuanto soñaba. Los resultados de su tentativa acaban de ser publicados en el libro Insomniac Dreams: Experiments with Time (que aún no ha sido traducido al español, pero cuyo título podría traducirse como Sueños de un insomne o Sueños insomnes), con la edición juiciosa y comentarios del profesor Gennady Barabtarlo.
Aunque la curiosidad de Nabokov superaba el ámbito literario (sus estudios sobre lepidópteros son apreciados en la academia), en esta ocasión su ambición era particular. Quería demostrar, o al menos ilustrar, las teorías del ingeniero aeronáutico y militar inglés J. W. Dunne. Dunne se sintió atraído por la recurrencia de ciertas escenas oníricas y presentía –lejos de cualquier formulación mística– que en los sueños se podrían encontrar ciertas claves del tiempo. “Dunne nos propone una infinita serie de tiempos que fluyen cada uno en el otro”, escribió Jorge Luis Borges en su prólogo a una de las ediciones en español del libro esencial de Dunne, Un experimento con el tiempo (1927). “Nos asegura que después de la muerte aprenderemos el manejo feliz de la eternidad”.
Según Dunne, el tiempo no existe de forma lineal sino en diversas capas o series que se superponen. El tiempo es una fuente de agua: cada hilillo salpica y se cruza en el camino del resto. El pasado, el presente y el futuro chocan de tal modo que pueden suceder en un mismo momento; los sueños emanan de ese atributo y son testimonio de sus roces. En uno de sus experimentos, Dunne encontró que ciertas ensoñaciones tenían reflejo en el futuro. Una mañana soñó que uno de sus amigos, un aviador, se estrellaba. Horas después, en efecto, su amigo murió cuando el monoplano que piloteaba quedó destrozado.
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En vez de clasificar el incidente como un augurio cuyo origen ignoraba, Dunne pergeñó una teoría interesante: que el accidente en el que murió su amigo había producido el sueño. El último evento produjo el primero; el efecto impulsó la causa. Puesto que en los sueños las capas del tiempo se combinan sin cesar, quizá Dunne conocía ya el destino de su amigo, y su sueño era, en últimas, solo un recuerdo. Diez años atrás, el poeta ruso Osip Mandelstam había escrito unos versos de espíritu similar en Tristia: “Todo pasó antes, todo se repetirá de nuevo. / Y solo nos es dulce el instante del reconocimiento”.
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Fascinado por la hipótesis, durante las primeras semanas del experimento Nabokov registró sus sueños con detalle y reconoció vestigios del pasado presentados bajo formas inexactas y anómalas. El pasado era ineludible y nómada.
Hijo mayor de una familia prestigiosa de San Petersburgo, Nabokov hablaba y escribía en ruso, francés e inglés desde su infancia. “Yo era un niño trilingüe, perfectamente normal en una familia con una gran biblioteca”, contó en Opiniones contundentes (1973). Poco después de la Revolución de 1917 se exilió en Inglaterra, estudió en el Trinity College, vivió 15 años en Alemania, otro tiempo en Francia y en 1940 emigró a Estados Unidos, donde se dedicó a la academia hasta el éxito de Lolita. Su padre fue asesinado en Berlín y uno de sus hermanos murió en un campo de concentración nazi. En 1941, con la publicación de La verdadera vida de Sebastian Knight, adoptó el inglés como su lengua de escritura. Tuvo un solo hijo, Dmitri, con su esposa Vera, y murió en 1977 sin haber vuelto a Rusia ni haber escrito otra novela en su lengua madre.
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De aquel pasado, descrito con la prodigalidad verbal que hizo singular el tono literario de Nabokov, vuelven rostros familiares en situaciones inusuales. Sueña con su hermano menor, Cyril, que había muerto meses antes. Lo ve “en extremo atractivo, pero no muy feliz”. Escucha a su padre durante un discurso y este, al final, con una actitud que nunca tuvo en vida, lo reprende por su falta de atención: “Aunque estés aburrido –le dice en ruso–, podrías tener la decencia de sentarte en silencio”. “Es extraño –escribe Nabokov– que mi padre, que era de tan buena naturaleza y tan feliz, aparezca tan taciturno y sombrío en mis sueños”.
Un hombre besa a su esposa y Nabokov lo aplasta contra un muro. Son sueños inconexos, pruebas pobres para la teoría de Dunne. “¿Será suficiente?”, se pregunta después de anotar uno de ellos.
No sueña varias noches seguidas. Cuando vuelven las ensoñaciones, se tratan de juegos verbales y aliteraciones cuyo sentido se le escapa, o de imágenes que son el producto de una deformación de hechos recientes. “Sueño con frecuencia con palabras rimadas, incluso internacionales, extraordinariamente elaboradas”, escribe. Ambas categorías son naturales, sobre todo la primera. Quien escribió el sonoro primer párrafo de Lolita, con sus abundantes tes (en su lengua original: “Lo-lee-ta: the tip of the tongue taking a trip of three steps down the palate to tap, at three, on the teeth”), no podía evitar su réplica onírica.
Tras haber releído ciertos pasajes de Habla, memoria, su autobiografía, sueña con su madre, Elena, y con Serguéi, otro de sus hermanos. Los Juegos Olímpicos de ese año determinan también los sueños de su esposa, que lo acompaña por momentos en el experimento (sorprendente coincidencia, pues en Lolita, casi diez años atrás, Humbert Humbert dice sobre Annabel, su amor infantil: “Antes de conocernos ya habíamos tenido los mismos sueños. Comparamos anotaciones. Encontramos extrañas afinidades”).
Otro sueño es muy cercano, sin que él parezca darse cuenta, a una escena de Pnin (1957), la novela en que retrata a un profesor ruso emigrado: es “uno de aquellos sueños que siguen persiguiendo obsesivamente a los refugiados rusos”.
Fracaso. Para un insomne como Nabokov –podía levantarse hasta ocho veces en una noche– los sueños largos y claros parecen un material escaso, precioso. En dos ocasiones, sin embargo, hay atisbos de éxito. Primero, encuentra uno de sus sueños reflejado en un filme y lo declara, sin ninguna duda, su primera prueba irrefutable de la teoría de Dunne. Poco después, se ve en una suerte de isla movediza; del otro lado está su madre, pero él teme que se abra una fisura en el suelo y busca salir pronto. Al día siguiente, imágenes similares aparecen en una serie de televisión. ¿No es evidente que, en el modelo de combinaciones temporales de Dunne, dichos eventos produjeron sus sueños?
En sus comentarios, el profesor Barabtarlo reduce su descubrimiento: es probable que el primer sueño provenga de una escena que Nabokov construyó en un cuento de 1939 titulado “La visita al museo”. El segundo tiene dos fuentes posibles en su ficción. Otros más, según recoge Barabtarlo, están relacionados con sus novelas escritas en ruso, sobre todo con un extenso y bello pasaje de The Gift (1938) en que uno de los personajes sueña con su padre, que suele estar sentado al piano, triste. De nuevo, el pasado se entromete en el presente.
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A pesar de una serie de posibles reflejos temporales, Nabokov perdió ánimo y sus últimas anotaciones fueron parciales, desapegadas. Si bien eran inútiles como hechos verificables, los sueños eran frutos del tiempo. Sus regresiones, saltos, dobleces, escondrijos y mutaciones hablaban, al menos, de una narrativa excéntrica.
En sus tres últimas novelas publicadas –Ada o el ardor, Cosas transparentes y ¡Mira los arlequines!– y su novela inacabada –El original de Laura–, Nabokov dejó ver a menudo la herencia de aquel experimento de 1964. “Su composición de ‘larga ficción’ –escribe Barabtarlo– podría ser vista como un extenso y especializado experimento con el tiempo cuyo último objeto era, si no asir, al menos tocar el enigma de la inmortalidad”. El ejemplo más directo de su inquietud por el tiempo es el ensayo ficcional “La textura del tiempo” en Ada o el ardor. “El tiempo es ritmo –escribe–: el ritmo de insecto de una húmeda y cálida noche, la agitación del cerebro (…): estos son nuestros fieles cronómetros”.
Existe, pese a todo, un antecedente de su cortejo con el tiempo. En sus clases de literatura en Wellesley y Cornell, publicadas bajo el título Curso de literatura europea, Nabokov tiene una fijación continua, casi obsesiva, con el tiempo. En su análisis sobre Ulises de James Joyce anota, por cada capítulo, el periodo que ocupa, y para determinar sus temas se inclina, de entrada, sobre los términos del tiempo: “el pasado desesperanzado”, “el presente ridículo y trágico” y “el futuro patético”. Sus observaciones sobre Mansfield Park de Jane Austen se dan bajo la misma luz: su primera preocupación crítica es la conjunción del espacio y el tiempo. Un alumno aventajado de Einstein. En términos de Dunne, es probable que las experimentaciones de sus tres últimas novelas hubieran determinado las aspiraciones de sus primeras interpretaciones literarias.
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*Periodista de El Espectador. Libretista de La Pulla.