MÚSICA
El rey querido: 90 años del nacimiento de Leandro Díaz
Según Daniel Samper Pizano y Pilar Tafur, autores del libro '100 años de vallenato', Díaz es “uno de los dos caciques supremos de la música vallenata”. En este texto, un escritor valduparense cuenta cómo el gran compositor, ciego de nacimiento, pasó de ser un músico local a ganarse el respeto nacional.
Desde las primeras cosechas el algodón generó un gran impacto en el Cesar. Daba de comer al propietario de la tierra, pero también al mecánico que atendía los tractores; a quienes vendían los repuestos de estas máquinas, a los dueños de las gasolineras y, por supuesto, a los jornaleros, en su mayoría nómadas que llegaban con su mujer y sus hijos en busca de “el dorado blanco”. Había otros que no guardaban relación directa con esta siembra, pero vieron en ella una esperanza para subsistir. Es el caso de Leandro José Díaz Duarte, quien llegó a cantar en una parranda al inicio de la bonanza y se quedó a vivir en Chimora, una finca cerca de Codazzi poblada por recogedores de algodón a quienes Díaz les alegraba las tardes con las melodías de su armónica; a cambio recibía techo y comida.
Años después, cuando el compositor y cantante de vallenato se mudó a San Diego –tierra de poetas y compositores, y uno de los más bellos municipios del Cesar, a escasos 20 kilómetros de Valledupar–, el oro blanco cayó en picada. Debido a ello algodoneros y ganaderos, quienes años anteriores organizaban espléndidas e interminables parrandas en los patios de sus casas, de repente dejaron de contratar a los músicos. Leandro Díaz, que para entonces tenía dos familias que alimentar, una viviendo a escasas cuadras de la otra, no fue ajeno a esta crisis. Fueron tiempos de angustia en los que, con frecuencia, Díaz no tuvo más de comer que arroz o guineo cocido con queso.
En 1983, las guerrillas comenzaron a adueñarse de la región, particularmente el ELN, que se expandió por esta tierra por cuenta del secuestro y la extorsión. Ese mismo año una veintena de muchachos sandieganos –inquietos intelectualmente y amantes de la poesía– fundaron un café literario que inicialmente pensaron bautizar “García Márquez" como un reconocimiento al escritor cataquero que el año anterior había ganado el Nobel de Literatura. Sin embargo, luego de una ardua deliberación decidieron homenajear a otro, más rebelde y radical, cuyos libros eran leídos en el pueblo desde tiempo atrás: José María Vargas Vila.
El grupo tuvo un enorme respaldo mediático de El Diario Vallenato, bajo la batuta de Lolita Acosta y el boliviano Gilberto Villarroel; de Mary Daza, corresponsal de El Espectador en la ciudad; de María Elisa Dangond, de El Diario del Caribe, y de la Cacica, desde su emisora Radio Guatapurí. Lo que llamaba la atención del Café no era solo su vocación literaria en una región donde la lectura poco o nada interesa, sino también su carácter progresista en un territorio marcadamente feudal, conservador, clasista y racista, que no acepta fácilmente otras formas de pensar. Por lo anterior, estos muchachos empezaron a generar molestia en los habitantes del territorio.
Justo en ese momento Leandro Díaz –un compositor que gozaba de prestigio entre amantes del vallenato luego de que Alfredo Gutiérrez, Jorge Oñate y Diomedes Díaz grabaran canciones suyas como Matilde Lina o El verano– se convirtió en la figura que simbolizaba el descontento de las clases menos favorecidas. Para entonces Leandro se sabía un hombre extraordinario, pero era menospreciado en la región; él mismo lo testimonia: “como aquí no tenía gente que me diera el valor que merezco, me concentré una mañana en que, a pesar de no tener a nadie, no me detendría y seguiría adelante”.
Por ende, y como dijo Gramsci: “Prefiero que se acerque al movimiento socialista un campesino que un profesor de universidad. El campesino debe intentar que su experiencia y su amplitud de miras sean tan grandes como la del profesor de universidad, para no hacer estéril su acción y posible su sacrificio”. Leandro no era ni remotamente socialista, pero hay un canto en el que habla de sus propias penurias económicas. Se llama Soy, fue compuesto en 1981 y entendido luego como un himno al malestar social de la región:
Yo soy la angustia que vive
mi pueblo
que se está muriendo de necesidad
Soy el muchacho que no va al colegio
porque no hay dinero
y no puede estudiar.
Yo soy el hombre
que se siente enfermo
pero no tiene para ir donde el doctor
Yo soy el hijo de aquel hombre bueno
que se ha perdido
por falta de protección.
Yo soy el amigo del labrador,
que mal le pagan por su trabajo
en carne propia sufre el dolor
igual que a mí,
que me han explotado.
Yo soy el hombre
que ha perdido el miedo
para decirle a los de arriba lo que son
de fiesta en fiesta
mantienen al pueblo
para que nunca estalle la revolución.
Aquí en Colombia todo lo bueno
está planeado pa’ los de arriba
y los de abajo siguen viviendo
sin paz, sin techo y sin medicina.
*
Pedro Olivella, quien en ese momento era estudiante de Derecho y hoy magistrado del Tribunal Superior de Córdoba, comenzó a escribir en 1982 unas crónicas sobre la importancia de los juglares y su música. En una entrevista que le hizo a Leandro Díaz descubrió su espíritu rebelde y su interés por tratar de cambiar el estado de las cosas; de la misma manera como se muestra a Nina Simone en un famoso documental de Netflix. Con ella comparte Leandro la búsqueda de la liberación personal y política a través de la música y del reconocimiento ganado. La comparación no es gratuita: a Leandro se le conoce como uno de los más grandes compositores del merengue vallenato, un ritmo alegre y bailable. Pero no todo el que canta está contento: algunas de sus letras recuerdan el dolor y la tristeza que también caracterizan al blues y al soul.
Luego de la entrevista, Leandro y Olivella se volvieron conversadores frecuentes, en especial sobre temas políticos. Según comenta Olivella, “lo invitamos a participar en el Café porque de alguna manera identificamos en él al cantor popular, en contraposición a lo que representaba Rafael Escalona, que hacía parte de la burguesía de Valledupar. Eso suscitó una especie de ‘antiescalonismo’: Rafael era el músico de la élite y Leandro nos representaba a nosotros, al pueblo”. Leandro fue feliz ejerciendo ese liderazgo cultural. El Café dio un vuelco a su destino, lo ayudó a creer en sí mismo; a los 47 años pertenecía por primera vez a un grupo social.
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En esta página: Leandro Díaz junto a Toño Salas Mendoza. Atrás, de izq. a der.: Hernando Molina, Rafael Escalona, Roberto Pavajeau, Andrés Becerra, Colacho Mendoza y Poncho Cotes Queruz. Cortesía revista Jet-Set.
Leandro Díaz nació el 20 de febrero de 1928, un viernes de carnaval, en una finca remota y perdida llamada Alto Pino ubicada, en ese entonces, en el municipio de Barrancas, en lo que hoy es el centro de La Guajira. Sus padres, Abel Rafael Duarte Díaz y María Ignacia “Nacha” Díaz Ospina, eran primos hermanos. Leandro fue el mayor de los cinco hijos de la pareja (Abel tendría luego ocho más con una hija de Nacha, es decir, con su hijastra). Sumados los propios más los de uno y otro, en total eran dieciséis hermanos, de los cuales dos quedaron ciegos.
Al nacer, sus padres signaron en él el futuro familiar. Vivían en una finca que daba café, yuca y pancoger en una región abandonada a la suerte de Dios, sin carreteras, ni luz, ni agua. De hecho, dos años después de que Leandro nació, Zalamea escribió sobre La Guajira en Cuatro años a bordo de mí mismo: “Es una tierra árida, de sol, de sal, de indios y de ginebra”. Una tierra de hombres de amor seco y de mujeres temerosas y obedientes.
Ocho días después de nacer, al sacarlo a la luz por primera vez, su padre constató que Leandro era ciego y por vergüenza nunca más quiso saber de él. Sumisa, Nacha amó a su hijo en silencio, desde la distancia. Lo veía darse golpes contra las paredes o llevarse por delante los cardones al correr por el campo, y pincharse y sangrar, pero no hacía nada.
Leandro creció solitario. La primera palabra que dijo, según me contó su tía Erotida hace un par de años, fue “gallo”: el canto que oía todos los días al amanecer. “Mi infancia fue un infierno que, para sobrevivir, confiné a lo más profundo del baúl de los recuerdos. De vez en cuando, cuando el cielo retumba y se desgaja la tormenta, esos mismos recuerdos por tanto tiempo dormidos reaparecen con la fuerza amenazante de quien exige salir de la oscuridad y por instantes me dejo vencer por la borrasca; permito que el miedo tome posesión de mi cuerpo y de mi mente. Solo a eso le temo en la vida, a devolverme a ese momento en que mis padres me dejaban agarrado de la mano de la soledad”, pudo haber dicho Leandro. Esos instantes ocurrían, por ejemplo, cuando en el invierno sus padres se trasladaban a otra finca y dejaban al niño de diez años al cuidado de su hermano Jaime, cinco años menor. “Por tener que cuidarlo a él, no me dejaron ir al colegio”, me contó con tristeza Jaime, quien perdió la vista hace doce años y vive hoy solo, en Hatonuevo.
La tía Erotida llegó a vivir en la finca cuando Leandro entraba en la pubertad. Con ella conoció el afecto y enriqueció su lenguaje. Antes de eso, y como él mismo contó, “no tenía quién me orientara sino cuando oía una palabra que decía ‘sombra’, me acercaba y encontraba que no me daba sol. Así me daba cuenta de que era la tal sombra, y así fui encontrando las palabras y los contenidos, sin orientación alguna salvo la de mi propio sentido”.
Además de la llegada de su tía, otros dos momentos marcaron su niñez. Uno de ellos fue a los siete años, cuando repitió con gracia lo que cantaban los jornaleros de la finca, “allá en el rancho grande…”. Al terminar la canción oyó batir palmas y también elogios. Sentir el cariño de esas personas le agradó. De nuevo fue la música la que lo consoló, como la del gallo y la del canto de los pájaros que diferenciaba en la distancia. “El bosque tiene oídos, el campo tiene ojos”, dijo El Bosco. Los ojos de Leandro fueron sus oídos.
Ernesto McCausland Sojo junto al maestro Díaz. Cortesía revista Jet-Set.
El otro momento importante sucedió años después, cuando Erotida encontró una caja repleta de libros que había olvidado en su casa un señor que iba para Riohacha y que, a partir de entonces, comenzó a leerle a su sobrino. Uno de ellos llamó particularmente la atención de Leandro.
–María–, contesta Erotida, con 92 años, cuando pregunto el nombre de ese libro–.
–¡Ah! Por eso lo menciona en un canto –recuerdo entonces–. ¿Qué edad tenía él cuando se lo leías?
–Era un pelaito… ¿Qué me voy a acordá yo de eso?
–¿Qué otra novela recuerdas?
–La del hombre que vivió solo en una isla.
–¿Cuál más?
–¡Tú sí eres preguntón!
–Bueno, pero entonces es verdad que le leías novelas.
–Pa’ que me vení a preguntá si no me vai a creé.
–Porque tu sobrino Urbano asegura que a Leandro le leían las novelas los vecinos y no tú.
–¡Embúa! –dice con desprecio–. El muérgano ese que va a sabé. ¿Acaso él estaba vivo cuando eso?
*
Para definir el estilo conocido como “vallenato descriptivo”, en su libro Vallenatología, Consuelo Araújo dice: “Posiblemente ha sido Leandro Díaz quien mejor y con más acierto lo ha empleado en sus composiciones, y eso es más admirable si se considera que nunca ha tenido oportunidad de contemplar espectáculos y paisajes de tanta belleza y tamaño como los que él mismo describe. Leandro ha cantado a la primavera, al verano, a las cosechas, a las mujeres bonitas, con tal perfección de lenguaje y tan hondo sentimiento, que alguien que no conozca las circunstancias de su ceguera física aseguraría que dichas composiciones son fruto de un inspirado poeta en uso de sus plenas facultades visuales”.
La poesía construye imágenes. ¿Cómo Leandro hacía poesía si no conocía las imágenes? En Carta sobre ciegos para uso de los que ven, Diderot narra su diálogo con una joven ciega:
“–Señorita, imagine un cubo.
–Bien.
–Imagine un punto en el centro del cubo.
–Ya está.
–Trace líneas rectas desde ese punto a los ángulos; entonces, habrá dividido el cubo...
–...En seis pirámides iguales –agregó por sí misma–, cada una de ellas con las mismas caras, la base del cubo y la mitad de su altura.
–Es cierto, pero ¿cómo lo vio?
–En mi cabeza, como usted”.
*
Del Café también hacía parte Mary Guerra, la amiga más cercana de Leandro: “Íbamos a su casa a leerle poesía y cuentos, y él se complacía escuchándonos. Lo invitábamos a salir de serenata por el pueblo, a que nos acompañara en las actividades del Café, así no cantara, como ocurrió muchas veces”. En ocasiones, en lugar de cantar, declamaba, tal como le sugirió que hiciera Rodolfo Quintero. La gente de la región comenzó a sentir orgullo por Leandro. Mary Guerra dice: “Creo que él componía no para ganarse la vida sino el respeto de los demás; el respeto le regalaba amigos y eso era para él lo importante: saber que la gente lo quería, que olvidaban su condición de invidente”. Leandro se convirtió en la figura de mostrar y ya pocos se referían a él como “el cieguito”.
El talento es una responsabilidad y el arte un compromiso. El respeto que Leandro infundía era superior a su discapacidad. “Yo soy el muchacho aquel que el pueblo ignora su nombre y hoy se ha convertido en el hombre para defender a la Patria. Alegre estará mi pueblo cuando le diga a la gente, que tiene sus hijos al frente, para defender sus derechos”, escribió en El hatonuevero, un canto que compuso en 1975 un par de meses después de haber sacado Adelante, donde dice:
Una vez hice una pausa
en un paraje
rendido de cansancio
caí sobre la arena
Oí una voz que me dijo
“no desmayes,
levántate del suelo, luchador,
no te detengas”.
Amores que se van cuando se han ido
yo seguiré adelante con mi dolor
Me levanté de ahí, seguí el camino
en busca de mi nueva redención.
“Tal vez el sentimiento más elevado que se pueda sentir por otra persona es el respeto, más que el amor y la adoración”, escribió Milena Tusquets en su bellísima novela También esto pasará. El apoyo de Leandro al café literario terminó de afianzar su valía. Ya no era “el filósofo popular”, como algunos le decían, o “el poeta del vallenato”, sino el intelectual, el hombre respetado por su apoyo a la causa de la gente menos favorecida. Recuerda Olivella: “Nos apropiamos de él. Lo acompañaba a los diversos municipios, no a parrandear sino a trabajar en las casas de la cultura haciendo talleres literarios. Como ya era una figura pública, muchos pensaban que no tenían acceso a él, cuando en realidad estaba complacido de ayudarlos. A la gente le encantaba su manera de hablar con palabras simples, campechanas, pero al mismo tiempo tan llenas de gracia, de sentimientos, de ideas, de sabiduría. Su respaldo generó una gran credibilidad al café literario”.
En las tertulias se hablaba de todo: de política, de literatura, se leían poemas, se comentaban chismes de escritores. “En ese ambiente –cuenta Olivella–, identificamos a Leandro como el maestro y llegamos a la exageración de decir que era nuestro Homero. Desde entonces alguien lo denominó así, el Homero del Vallenato”. Leandro asumió el papel de patriarca y se convirtió en una especie de consejero. “Tenía esa cosa de viejo sabio de la tribu y le gustaba asumirlo”. De noche parrandeaban escuchando vallenatos, boleros, rancheras (el preferido de Leandro era José Alfredo Jiménez) y la canción protesta de Piero y del venezolano Alí Primera.
Durante el Festival Vallenato de ese año, en el que García Márquez fue jurado, Germán Castro Caycedo visitó Valledupar. Los miembros del café literario aprovecharon para invitarlo a San Diego con miras a que escribiera alguna crónica sobre ellos. A Castro se le vio hablando muchas veces con Leandro, pero nunca escribió nada. Quien sí lo hizo fue Leonel Giraldo: un texto publicado en Diners. Sin embargo, el primero que mencionó a Leandro en un medio nacional fue Rafael Escalona en 1958 en la HJCK. Esa vez, la primera que Escalona visitó Bogotá, fue entrevistado por Gloria Valencia de Castaño, quien se mostró sorprendida por el desconocimiento de la música de acordeones en el resto de Colombia, a pesar de que el primer disco comercial de vallenatos data de 1944 (aunque ya en 1936 este género había sido grabado); y de que ese mismo año, 1958, Carmencita Pernett, la primera mujer en grabar esta música, había llevado al acetato Callate corazón.
“¿Por qué, si usted me acaba de decir que hay una gran cantidad de compositores en Valledupar, usted es el único conocido; el único nombre que ha salido de la región? Porque si hay muchos más, aquí no los conocemos”, preguntó la voz pausada y elegante de Gloria. Escalona contestó con un amoroso tono de humildad que sorprende en el Escalona que luego conocimos: “Sí, hay muchos más. Y muy buenos también. Está este muchacho Leandro Díaz que es un caso único. Es ciego y, a pesar de eso, en sus cantos habla de colores y de estaciones, y de todo. No lo conocen aquí por ahora, pero ya verán cómo lo conocerán con el tiempo”.
*
Soy fue grabado por Daniel Celedón e Ismael Rudas en el álbum Tesoro musical de Discos Philips en 1982 y ese mismo año también por el mismo Leandro Díaz, con el acordeón de Oscar Negret, para el álbum Lo más grande de Caribe Records. Poco tiempo después pasó a ser el himno de Causa Común, el grupo político que Ricardo Palmera, Imelda Daza y Rodolfo Quintero ayudaron a fundar en Valledupar muchos años antes de que el primero se perdiera en la manigua de la guerra y terminara con los años purgando pena en una cárcel norteamericana, y los otros dos partieran al exilio en Estocolmo. Palmera se quejaba de que la canción carecía de suficiente divulgación: “Es necesario –se le escuchó repetir– que la grabe un artista reconocido”. Diomedes Díaz era cliente del banco que él gerenciaba, por eso le propuso grabarla. Así lo hizo el Cacique de La Junta, pero, se rumora en Valledupar, Sony se negó a editarla argumentando que se trataba de una canción protesta.
Llama la atención el desarrollo de estos acontecimientos, especialmente porque un interés tan notable por la poesía y la literatura nunca más sucedió en el Cesar. ¿Por qué? “Porque éramos humildes –corre a contestar Pedro Olivella–. Ahora pensamos que los importantes somos nosotros. Pero, sobre todo, porque se nos acabó la juventud”.
*Escritor. Columnista semanal de El Heraldo y Semana.com.