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Guillermo Hoyos Vásquez (Medellín, 1 de septiembre de 1935 - Bogotá, 5 de enero de 2013)

El 5 de enero murió en Bogotá Guillermo Hoyos Vásquez, uno de los intelectuales más importantes del país. Semblanza.

Adriana Urrea* Bogotá
22 de enero de 2013

Ocurren encuentros que marcan la vida de una persona de manera definitiva. Son escasos, y, por ende, excepcionales. Que Guillermo Hoyos Vásquez fue para una multitud de hombres y mujeres en Colombia uno de estos seres excepcionales que signan vidas, dan testimonio los homenajes públicos de que fue objeto por parte de estudiantes, antiguos y recientes, y colegas de la Universidad del Norte (2008) y de veintisiete universidades del este país y ocho entidades (2010). En noviembre del 2012, apenas dos meses antes de su muerte y después de cuarenta años de magisterio, el Ministerio de Educación de Colombia le otorgó la condecoración Simón Bolívar Orden Gran Maestro. Reconocía, quizás, que para este filósofo la actividad pedagógica constituyó la responsabilidad política por excelencia. Aquella que educa en valores, y no solo en normas, y para la ciudadanía.

Oriundo de Medellín, a su regreso de Alemania, tras haberse graduado como teólogo en la Universidad Sankt Georgen Graduate School of Philosophy (Fráncfort) y haber culminado con honores su doctorado en Filosofía en la Universidad de Colonia sobre el pensamiento de Edmund Husserl, hizo de Bogotá su sede de trabajo, en la Universidad Javeriana y en la Universidad Nacional de Colombia, de la que fue profesor emérito y a la que siempre reconoció como la mejor universidad del país. Al jubilarse de esta institución en el año 2000, retornó, invitado por el entonces rector de la Javeriana, el padre Gerardo Remolina, para asumir las riendas del Instituto Pensar, Instituto de Estudios Sociales y Culturales. Desde allí impulsó lo que él consideraba el ethos universitario: tender un puente dinámico entre la universidad y la sociedad a la que pertenece, sin el cual el sentido del quehacer universitario termina por regirse por el principio de la competitividad y no por el de cooperación; de la comunicación y no de la reflexión ensimismada. Retomando una propuesta del filósofo español Reyes Mate, dirigió entonces este instituto bajo el principio de pensar en público desde y para propiciar la diferencia y la crítica. Y también desde la idea de pensar en español, es decir, pensar el presente en una lengua que permita comprender la compleja historia común de vencedores y vencidos en América Latina. Con ello fue, por una parte, leal al proyecto Enciclopedia Iberoamericana de Filosofía que fundó a principios de la década de los noventa con Javier Muguerza y Reyes Mate. Por otra, afirmaba su idea de que el filósofo como políglota es el llamado a hacer memoria y a pensar las consecuencias del principio de analogía: somos diferentes y semejantes en la diferencia.

Su convicción en las palabras como armas por excelencia para encontrar salidas a los siempre existentes conflictos en la sociedad hizo que afinara una escucha atenta y respetuosa ante la voz del estudiante más ingenuo, del maestro de escuela, del funcionario público o del colega más arrogante, y los reconociera a todos como interlocutores válidos en sus clases de educación formal o informal o las innumerables conferencias que dictó a lo largo de su vida. Siempre, eso sí, exigiendo llevar esta acción comunicacional al terreno de la argumentación sin temor alguno a las disonancias y las disidencias que en él pudieran surgir. Al contrario, consideraba que las confrontaciones entre antagonistas propiciaban la configuración de las propuestas que el filósofo puede lanzar a la sociedad para remover las estructuras que conllevan injusticia, inequidad y discriminaciones, todas caldos de cultivo de una guerra perpetua.

El pensar de Guillermo Hoyos Vásquez, el filósofo más importante en Colombia en los últimos cincuenta años como ya ha afirmado el profesor Óscar Mejía, buscaba desde la argumentación abrir los espacios políticos y sociales, confinados por lo que él llamaba el mito de la ciencia, tecnología e innovación, la productividad y la eficacia, a un empobrecimiento de las dimensiones humanas. En su adolescencia estuvo interesado en la física, fue luego profesor de esta disciplina para estudiantes de bachillerato en su época de jesuita. Como profesor universitario, ya ubicado en el ámbito de la filosofía, gracias a las enseñanzas de su maestro Landgrebe con quien leyó a Husserl, y a su encuentro con Habermas, tutelar en su vida filosófica, Rawls y en los últimos años Derrida, por mencionar los más persistentes en su insaciable curiosidad, no olvidó que había sido educado bajo los preceptos de Horacio y su aurea mediocritas: “Más rectamente vivirás, Licinio, / si no navegas siempre por alta mar, / ni, mientras cauto temes las tormentas, / costeas el abrupto litoral. / Todo el que ama una áurea medianía carece, libre de temor, de la miseria de un techo vulgar; carece también, / sobrio, de un palacio envidiable”.

Así, no dejó de advertir a las universidades que la sociedad no solo requiere investigadores sino ciudadanos deliberativos, comprometidos con la reciprocidad y la solidaridad. De acuerdo con el profesor de la Universidad de Durham, Richard Smith, en su artículo “Abstracción y finitud. Educación, azar y democracia”, Guillermo Hoyos Vásquez propone una educación que le permita a los miembros de una sociedad “moverse en las encrucijadas”, como aquella de perdonar lo imperdonable. Es decir que forme, como la tragedia griega, para asumir que la contingencia y la finitud son las características más propias de la condición humana. Una educación, pues, alejada del ideal de perfección y que aliente la exposición al mundo de la vida, que él asociaba a la sociedad civil entendida como conflicto y no como organización.

Guillermo Hoyos es desde hace ya casi treinta y tres años marca indeleble en mi vida. Resuena siempre su viva y potente voz en mi quehacer profesional, en mis roles sociales y en mi tonalidad afectiva. Y veo sus manos que convocaban el pensamiento y el gozo, que afloraba en una sonrisa, cuando reconocía la belleza de una idea filosófica. Y, ante todo, llevo incrustada en mí la gratuidad con la que él y Patricia Santamaría, su esposa y cómplice incondicional, me acogieron. Gracias.

 

* Profesora de la Facultad de Filosofía de la Pontificia Universidad Javeriana. 


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