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Alegría infantil (Pisac, Perú, 1960). Y Magangué inundado (río Magdalena, Bolívar,1964).

NEREO LÓPEZ (1920-2015)

Retratos de una vida sin amarras

El fotógrafo cartagenero tuvo uno de los ojos más finos de la fotografía colombiana del siglo XX. Su transformación y ascenso a las grandes ligas del reporterismo gráfico y sus últimos años en Nueva York son algunos de sus momentos vitales más interesantes.

Esteban Duperly* Medellín
16 de septiembre de 2015

Nereo López tuvo la suerte de quedar huérfano total a los 11 años. En 1931 se murió su mamá, y desde 1926 no tenía papá. Digo suerte, porque cuando los hombres pierden temprano a sus dos padres reciben a cambio el privilegio de poder hacerse dueños de sí mismos. En Nereo funcionó así. En su caso, en lugar de sumirse en una desprotección de cachorro, se soltó de todo lo que lo sujetaba y se marchó de Cartagena para ser portero de un cine de barrio en Barranquilla. En esa taquilla, sin embargo, solo duró un mes, porque fue ascendido a proyeccionista, luego al departamento de publicidad, y siguió moviéndose hacia arriba hasta llegar al que debió haber sido el punto más alto de su vida: gerente de Cine Colombia en Barrancabermeja. Era 1947. Ese pudo ser el final de la biografía de Nereo López si un amigo en tránsito hacia Panamá no le deja en custodia una cámara fotográfica. La vida encuentra las maneras para que la gente se tope con su verdadera vocación. Aunque lo del cine no es tan gratuito; a pesar de llegar a convertirse en uno de los fotógrafos más valiosos del siglo XX en Colombia, siempre dijo que en verdad quiso ser camarógrafo de películas. Su vida cambió cuando acogió la fotografía. Como ya es sabido, se convirtió en reportero gráfico de El Espectador y El Tiempo, también de la revista Cromos, y más tarde de la revista brasileña O’Cruzeiro. Pero más allá de las notas biográficas, lo interesante es entender su transformación: en 1952 está tomando fotos para prensa desde una ciudad de provincia en el litoral Caribe, y en 1964 Marta Traba lo invita a exhibir su trabajo en el Museo de Arte Moderno de Bogotá. Un año antes había expuesto sus fotografías en el Festival de Arte de Cali. La historiadora del arte Juanita Solano apunta: “Es muy sorprendente e interesante que Marta Traba le hubiera abierto campo a Nereo, porque la fotografía solamente entró al circuito del arte en 1976 con la obra de Fernell Franco, que sí era una fotografía pensada como arte”. ¿Cómo se transforma un fotógrafo de periódico en algo cercano a un artista visual? “Nereo entra a la reportería gráfica precisamente en el momento en el que esta se vuelve importante”, explica Eduardo Serrano, autor del libro Historia de la Fotografía en Colombia. Luego del trabajo de Robert Capa en la Guerra Civil Española y durante la Segunda Guerra Mundial para la revista Life, los reportajes fotográficos se llenaron de prestigio porque comenzaron a atravesar un umbral estético que los llevaba más allá de la simple información. “Además, lo que Nereo hace son ensayos fotográficos –completa Serrano–: la corraleja de día, de noche, por la mañana, por la tarde, el toro antes, el toro después, hasta descubrir enteramente la naturaleza de lo que estaba fotografiando”. Así, Nereo se desmarca de aquello que el fotógrafo Camilo Rozo define como el interés más básico de la reportería, donde solo es interesante una única foto, la más espectacular y que lo cuenta todo. Él, en cambio, llega con la narrativa: tres, cuatro, cinco, seis fotografías. Genera secuencias en las que una historia evoluciona. Al final de cuentas fue el camarógrafo de cine que siempre quiso ser. Si en el nuevo periodismo hay un emparentamiento con la literatura, en el ensayo fotográfico hay una dimensión estética que eleva al reportaje a otro nivel. “Yo no pensaría en Nereo como un artista –explica Juanita Solano–, porque un artista trabaja en otras dimensiones y Nereo nunca pensó una fotografía como una obra de arte. Lo que creo es que como reportero gráfico logró diferenciarse del resto. Ahí es cuando uno revisa sus imágenes y descubre la poética en sus fotos”. Como fotógrafo de calle tenía el don de capturar lo espontáneo. Nadie le posaba. Para los retratos le fluía natural un intangible que no desarrollan todos los fotógrafos: la habilidad social para extraerle el gesto preciso al retratado. Como reportero gráfico podía encuadrar lo que tenía enfrente hasta que pareciera, de verdad, un cuadro. Camilo Rozo explica: “El mérito de Nereo, por encima por ejemplo de Manuel H, es que si bien Manuel H estuvo en unos momentos muy complejos con su cámara, su ojo no era tan fino”. Santiago Rueda Fajardo, curador de arte e investigador en fotografía, quien participó en el libro y la exposición Nereo López, un contador de historias, de la editorial La Silueta, explica que Nereo logró mucha autonomía en los medios para los que trabajó y llegó a una posición privilegiada, donde era él quien escogía a los escritores para sus reportajes y nos los escritores al fotógrafo. Fue una inversión total del modo como se trabajaba y, tal vez, un caso único en Colombia. “Eso le dio independencia, autoría, respeto”, concluye Rueda. “Le dio una altura especial”, define Serrano.

📷Camino a San Pedro Pescador (Atlántico, 1958).

Nereo en el país de La langosta azul Nereo se había mudado desde hacía muchos años a Nueva York. Vivía de una manera algo precaria en los suburbios de Queens, cerca del aeropuerto JFK, en un cuarto arrendado en una casa de colombianos. Luego de años de aplicar a subsidios para adultos mayores pudo trasladarse a la parte alta de Manhattan, a Harlem, a un bloque de apartamentos con enfermeras y gente que lo cuidaba. Aunque en las imágenes de 2015, cuando lo invitaron a la FilBo, su físico es poco más que un suspiro, con 95 años aún era muy simpático, hablaba mucho, conservaba la buena memoria, mandaba emails por sí mismo, contaba anécdotas graciosas, los ojos azules se le iluminaban cuando mamaba gallo y seguía siendo coqueto. Cuando alguna vez le preguntaron como fotógrafo cuál era su interés en el desnudo, contestó que ver a una mujer desnuda. Aún tomaba fotografías y seguía haciendo series, aunque desde hacía años se calificaba a sí mismo como un simple aficionado. “Lo último que me mostró fueron unas fotos a color de unos viejitos que se reunían a bailar por las tardes”, cuenta Juanita Solano, quien fue testigo de excepción de sus últimos años en Nueva York. Ella lo llevó donde Sara Meister, una curadora del MoMa que se impresionó bastante con su trabajo en blanco y negro. “Seguía siendo muy creativo. Buscaba cosas para contar. Era muy vital: uno de los planes que más le gustaba hacer era montarse al metro, irse hasta el final de la línea y devolverse tomando fotos”. De esos viajes hizo un trabajo en el que se ataba una cámara a la rodilla y obturaba desde ahí; “fron de ní”, según recuerda Camilo Rozo en una charla donde el viejo fotógrafo habló en cartagenero puro y nadie en el auditorio entendió al principio de qué se trataba el proyecto. “Visions from the knee”, tuvo que explicar Nereo con paciencia. Sin embargo, es posible que durante sus últimos años el fotógrafo de gran calado se hubiera apagado y en su lugar solo quedó Nereo. Una quiebra y haber estado cercano al suicidio pudieron haber transformado su mundo interior. Había aprendido a manipular digitalmente las imágenes y se iba a la deriva en el universo dilatado de lo que podía hacer en esa nueva forma tan versátil de cuarto oscuro que era un computador. Coloreaba las sombras o saturaba los colores. Usaba filtros y máscaras. Son imágenes que tal vez solo pensó para su entretenimiento personal casi cercanas a mandalas, casi psicodélicas. Quizás eran el resultado de lo que veía en Nueva York –los muros pintados, los avisos de neón– conjugado con lo más fuerte de su arraigo caribe. “Él lo llamaba transfotografía –recuerda Juanita Solano–, pero nunca le pregunté eso qué significaba”. Santiago Rueda recuerda haber visto, aún en fotografía química, experimentos suyos a color “que podrían salirse de un realismo estricto”. Pero Nereo estaba encantado y satisfecho con todo eso. Y en ese sentido quizás atravesó el umbral más importante de cualquier fotógrafo: el de soltarse por completo. El de haberse ido a vivir a ese lugar que ya había visitado en 1954, cuando junto a su grupo de amigos de La Cueva en Barranquilla –que él siempre insistió en definir como un bar de cazadores y pescadores, donde se tomaba “sifón” y el único artista de verdad era Alejandro Obregón– fue el director de fotografía y actor principal de una película experimental y algo surreal, que trataba sobre un agente secreto gringo que llega a un pueblo de pescadores del litoral caribe, en busca de unas langostas radiactivas. Nereo hizo un viaje de regreso al país de La langosta azul.

*Periodista

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