El debate en torno a #gamergate
Dolores de crecimiento
El mundo del videojuego, tradicionalmente considerado un refugio para hombres, está cambiando. En 40 años pasó del pixel a la calidad cinematográfica y hoy es una gigantesca industria. Pero ante el asomo del feminismo y el debate en torno al papel de los géneros, varios aficionados han reaccionado de forma violenta. Quizá porque saben que ya no hay vuelta atrás.
Empezaron como las más sencillas simulaciones: unos cuantos pixeles eran suficientes para representar una bola, una raqueta y una malla. Más adelante era un plomero saltarín y su princesa o un semicírculo amarillo y comelón. Durante décadas fueron poco más que juguetes electrónicos o eso que los niños del momento hacen en lugar de salir a jugar fútbol y subirse a los árboles. Pero los videojuegos de hoy, apenas 40 años después de su nacimiento como industria del entretenimiento, se han convertido en un fenómeno económico y cultural que no se puede ignorar, así sea solo por las cantidades increíbles de plata y personas que mueve. Para los incrédulos, basta saber, por ejemplo, que hacer Destiny, un juego para consolas lanzado este año, costó 500 millones de dólares; que en sus primeros cinco días vendió 325 millones de dólares y ganó casi 10 millones de usuarios, convirtiéndose así en una de las franquicias más taquilleras de la historia de cualquier medio.
Con su creciente importancia cultural las ambiciones del medio han ido creciendo y madurando, aunque porciones grandes de su audiencia se resistan. Un movimiento online conocido como #GamerGate por su hashtag en Twitter se ha convertido en una de las crisis de identidad más importantes de los videojuegos como medio cultural. La manera como la industria y los gamers respondan a esta serie de escándalos, estoy seguro, determinará el futuro creativo del medio.
#GamerGate comenzó como una reacción en contra de la supuesta corrupción de revistas y páginas de internet especializadas en juegos de video. Se les acusaba de aliarse con desarrolladores y distribuidores para influenciar los puntajes de reseñas. Pero como suele suceder con las cosas en internet, #GamerGate empezó a evolucionar rápidamente. Zoe Quinn, desarrolladora independiente y creadora del excelente Depression Quest, un juego gratuito sobre la depresión, fue una de las primeras víctimas. Un blog de su exnovio acusó a un periodista del portal de reseñas de juegos Kotaku de tener una relación con Quinn. Los Gaters, siempre anónimos, usaron la acusación como prueba de faltas éticas en el periodismo de videojuegos y, lo que es peor, como prueba de una infiltración de valores “liberales” en la industria. Artículos, editoriales y juegos “políticamente correctos” y críticos, periodistas y desarrolladores que proponían mejores condiciones para mujeres y minorías dentro y fuera de los juegos se convirtieron en los blancos de #GamerGate. Quinn recibió cientos de amenazas de muerte y violación y tuvo que abandonar su casa. No solo es un episodio apabullante, sino que Quinn no es la única.
Ella y otras “Social Justice Warriors” (guerreras de justicia social, como los Gaters las llaman), casi todas mujeres, acusadas de “feminizar” la industria y “arruinarla” con juegos debiluchos que “no son juegos” recibieron amenazas similares. Anita Sarkeesian, directora de la serie de videos de Youtube Tropes versus Women in Video Games, también recibió cientos de amenazas y el pasado octubre tuvo que cancelar una charla en la Universidad de Utah cuando los organizadores recibieron un correo electrónico que prometía la “peor masacre estudiantil de la historia” si le permitían hablar sobre las representaciones de las mujeres en los juegos. En 2012, Miranda Pakodzi, gamer profesional, renunció a un torneo en el que podía ganar 25.000 dólares porque todos, incluso el entrenador de su equipo, no paraban de acosarla por ser la única mujer en el torneo. Una petición en Change.org firmada por cientos de personas le pedía a gamestop.com echar a la periodista Carolyn Petite cuando esta acusó al increíblemente popular juego Grand Theft Auto V (que ha vendido casi 40 millones de copias desde septiembre de 2013) de no tener un personaje femenino que no sea un ama de casa tonta o una prostituta.
Sarkeesian, Quinn y un creciente número de desarrolladores y críticos hacen parte de una tendencia que busca madurar el medio ofreciendo algo más que las típicas fantasías de poder adolescente en las que las mujeres suelen ser damiselas en apuros y la única manera de interactuar con el mundo es matándolo. Es en contra de este tipo de iniciativas que los Gaters reaccionan tan violentamente. ¿Pero por qué? ¿Por qué hay una reacción tan visceral en contra de juegos que sencillamente quieren ampliar los horizontes del medio? En Gone Home, uno de los juegos mejor calificados de 2013, el jugador encarna a una mujer que regresa a la casa de su familia. Usando los formatos típicos del disparador en primera persona (First Person Shooter, o FPS, como se le conoce) Gone Home cuenta la historia íntima y conmovedora de una joven y su familia mientras lidian con la vejez, la adolescencia, la infidelidad y la homosexualidad. No hay puntos, armas, enemigos, límites de tiempo, posibilidad de perder ni objetivos claros más allá de explorar la casa y, muy lentamente, descubrir la historia de esta familia husmeando entre cajones y clósets. En pocas palabras Gone Home no tiene la mayoría de las cosas que componen un videojuego, y ese es, según los Gaters, el problema más grande. En realidad, el problema de fondo parece tener más que ver con problemas de igualdad de géneros que otra cosa.
Entre el nuevo Destiny y el tradicional Pac-Man han pasado miles de cosas.
Otros juegos independientes que buscan sobrepasar los límites tradicionales de los videojuegos con experiencias un poco más adultas y maduras también han sido blancos de #GamerGate. That Dragon, Cancer, sobre un niño con cáncer terminal, Ether One, que busca replicar los efectos del alzhéimer, o This War of Mine, en el que se juega a la guerra desde el punto de vista de civiles hambrientos y asustados, han tenido buenas recepciones críticas y comerciales, pero sus desarrolladores, hombres, no han sido amenazados ni atacados con tanta alevosía.
El problema detrás de los ataques contra Sarkeesian (y demás mujeres de la industria), de este tipo de juegos más adultos y de tonterías como #GamerGate tiene que ver con la audiencia tradicional de los juegos de video. Típicamente, el dominio casi exclusivo de hombres jóvenes y heterosexuales –el tipo de jóvenes heterosexuales que necesitan un refugio fuera del mundo donde se puedan sentir poderosos– los videojuegos eran un paraíso de testosterona y machismo. Los juegos más maduros parecen violar ese santuario adolescente, abriéndoles la puerta a visiones del mundo más complejas que, según Gaters, amenazan con destruir el medio. El gran dilema es que, por bien que les vaya, este tipo de juegos no pueden competir con superproducciones como Call of Duty o Grand Theft Auto, que venden millones y millones y siguen ofreciendo las mismas fantasías ultraviolentas y machistas de siempre.
Para algunos, #GamerGate es señal de que los juegos de video y las personas que los juegan no están, ni estarán listos, para un medio maduro y diverso. Para quienes amamos los juegos de video y vemos en ellos el potencial de convertirse en el arte por excelencia del siglo xxi –como el cine lo fue en el siglo xx– estos son solo dolores de crecimiento.
La industria está cambiando: según algunos cálculos, el 48 % de las personas que se identifican como “gamers” son mujeres, y la variedad de cosas que pueden ser descritas como “juegos de video” nunca había sido tan grande. Hoy es posible meterle cientos de horas a cosas tan diametralmente opuestas como Candy Crush, el colorido juego para celulares, a Destiny, una violenta superproducción espacial, o a la tranquila exploración de Gone Home.
El futuro de los videojuegos o, más bien, su futuro como forma de arte capaz de ofrecer experiencias únicas y de alcanzar, quizás, algo similar a la belleza es incierto. Reacciones como #GamerGate hacen pensar que el medio está condenado a quedarse en fantasías adolescentes, pero lo cierto es que, a pesar de su crecimiento meteórico, los videojuegos como medio siguen en su infancia. Si se les quisiera comparar con el cine, no hemos llegado ni a los días de Chaplin. El futuro lo dirá, pero si el cine logró sobrepasar su etapa de espectáculo descerebrado para producir arte de verdad en poco más de un siglo, los videojuegos, que apenas llevan 40 años y en ese tiempo pasaron de Pong! a Gone Home, pueden, y sobre todo deberían, hacer lo mismo y más.
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