La obra de Alfredo Molano

Una soledad desobediente

En una columna reciente en esta revista, Marta Ruiz dijo que si alguien quiere entender de qué se habla en los diálogos de paz de La Habana tiene que leer a Alfredo Molano. La literatura y la historia recientes del país se unen en la obra de un escritor que nadie sabe dónde poner. Él, simplemente, sigue escribiendo.

Marianne Ponsford* Bogotá
13 de junio de 2013
El escritor Alfredo Molano

Si aquello que llamamos literatura pudiera ser definido exclusivamente como un artefacto de ficción, como una historia imaginada por la mente de un individuo, dejaríamos por fuera algunas de las más grandes obras de la historia de la literatura universal. Tras hacer esta afirmación, el gran crítico literario inglés Terry Eagleton se pregunta dónde quedarían entonces las cartas de Madame de Sevigné a su hija, los discursos fúnebres de Bossuet, las máximas de La Rochefoucauld, los sermones de John Donne o los ensayos de Bacon o –añadiría uno– los de Michel de Montaigne.

La literatura está en el uso particular, no pragmático, del lenguaje. En la intención del texto. Lo que hace la literatura es transformar e intensificar el lenguaje ordinario, dice Eagleton.

Alfredo Molano es, entonces, un escritor.

Pero esa verdad, que para algunos es tan evidente, no lo es para todos. Porque para muchos, Molano es sencillamente un sociólogo bogotano, un investigador que ha escrito una veintena de libros sobre la Colombia rural. Y sus temas son para especialistas. ¿Pero para quiénes? ¿A qué especialistas se refieren? Porque para el mundo de la academia, sus métodos son pocos ortodoxos. Para el mundo del periodismo, sus investigaciones carecen de coyuntura y de la supuesta objetividad exigida al reportero. Para el mundo de la literatura, sus construcciones narrativas no tienen la ambición de crear un universo literario propiamente dicho. Y finalmente, para el mundo de la política, Molano es un hombre que no está adscrito a ninguna militancia partidista, y por lo tanto es de poca utilidad.

Molano es, entonces, un hombre solo.

Esa soledad parece gustarle. O por lo menos, parece no importarle en absoluto. Ni siquiera de ella –como de casi nada– se ufana su escritura.

Y es precisamente debido a esa condición híbrida de una narrativa que escapa a las etiquetas, que el nombre de Alfredo Molano no surge con frecuencia en las listas de grandes escritores que tanto nos gusta hacer a los periodistas culturales. Tampoco el suyo es un nombre que aparezca con frecuencia en el canon del establecimiento académico. De hecho, no pocas han sido las discusiones entre los catedráticos ante la postulación de su nombre para un Honoris Causa de una prestigiosa universidad del país.

Y es que Alfredo Molano nunca se ha acomodado a nada. Fue desobediente desde que tiene memoria. Pasó por ocho colegios, y en cuarto de bachillerato, como se decía antes, escribió su primer texto: un artículo contra el negocio de la educación. Lo mandó a La Nueva Prensa y fue publicado. En la universidad retomó el tema y en 1979 publicaría su primer libro, nada menos que una historia de la educación en Colombia. Su desobediencia estuvo a la orden del día cuando años más tarde Daniel Pecault, su director de tesis en la École Pratique des Hautes Études de París, le dijo que su tesis no servía. Que en esos relatos no se sabía qué era cierto y qué era inventado. Molano había estado en Granada, en el Meta, se había encontrado con los movimientos campesinos y había recogido los relatos que hablaban sobre el problema de la tierra. No podía ser. Pecault le exigía que la tesis tuviera un sustento académico. Molano, en una decisión radical que cambiaría su vida y cristalizaría su vocación, le dijo que no la volvía a escribir. Y, desobediente, no se graduó.

Toda la admiración que no profesa por Pecault la tiene para Estanislao Zuleta. Fue su profesor en la Universidad de Antioquia, donde pasó tres años. Gracias a Zuleta leyó a Marx, a Freud, a Nietzsche. Y gracias a Zuleta supo lo que quería hacer.

Las dos lecturas

Pocos países gozan del privilegio de tener en su nómina de escritores de primer orden a un Molano. Su obra es literatura y a la vez supera la literatura, porque puede ser leída desde dos orillas, dependiendo del azar de cómo caiga la moneda: como Historia convertida en literatura y como literatura convertida en contra-Historia.?De un lado, está el hombre que lleva más de cuarenta años internándose en las zonas más remotas y olvidadas de un país que es un puro alejamiento de sí mismo. Un país sin un sistema fuerte de carreteras, con un paisaje tan quebrado y arisco que funciona como una muralla china natural que lo separa y lo aísla por dentro. Un país con una clase dirigente enclaustrada en la frescura de la alta montaña, lejos del mar y lejos de la selva, y uno que mira su propia geografía no colonizada por las élites con la suspicacia y el desdén que se reserva para los enemigos menores. Ese es el hombre que ha recogido y consignado para la historia el testimonio de quienes han sido olvidados por el Estado. Ha sido el mensajero de sus voces.?Del otro, está el escritor que ha sabido capturar, con la inteligencia literaria de los grandes narradores, los azares de la condición humana, sus miserias, sus contradicciones, su lógica de superviviente, la inmensa fortaleza del espíritu humano y su casi siempre escondida vulnerabilidad. En los personajes de Molano estamos todos los hombres: con nuestras miserias y sueños, nuestra ambición, nuestra capacidad para la traición y para el amor, nuestra ingenuidad y nuestro dolor. Por eso Molano no le gusta a los académicos: porque reúne en una sola voz la voz de muchos. Construye personajes que no son literales pero sí verdaderos, que es al fin y al cabo una de las cosas que hacen todos los grandes escritores.

La vida

Casi todos los libros de Alfredo Molano han surgido de una premisa sencilla: “Es que yo he ido para donde la gente va”, dice con ese raro don que tiene, casi rulfiano, para volver poesía las afirmaciones sencillas.?Así llegó, a mediados de los años setenta, al piedemonte llanero: siguiendo a los campesinos expulsados con una violencia terrible de las tierras en Sucre, tras la paralización de uno de los intentos de reforma agraria en Colombia. Si Molano ha recogido el tema de la coca, no es porque le importe el tema de la coca. Lo que le ha importado toda su vida es seguir la ruta de los desposeídos. Y si los campesinos convertidos en colonos llegaron a la zona del Ariari, pues allí estaba la coca y allí estaban las Farc. Y por eso Molano ha sido el cronista no del negocio, no de la guerrilla, no de la violencia, sino de la vida de la gente que se ve atrapada y sufre en los vaivenes del negocio y de la guerra. Porque las Farc, la coca, la minería, el desplazamiento masivo, la violencia, no son temas, no son asuntos: son la realidad cotidiana de todos los colombianos pobres que no viven en las grandes ciudades. Es decir, de la mayoría de los colombianos. “En Colombia, casi todo campesino puede decir que su padre, o su tío, o su abuelo fue asesinado por la fuerza pública, por los paramilitares o por las guerrillas. Esa es la diabólica inercia de la violencia”, ha escrito.

Su método, ese que ha generado prevención en la academia, es el de sentarse a conversar. A preguntar. A oír. A hablar. Alguna vez dijo que si la gente le contaba sus cosas era porque él también le contaba a ellos las suyas. Y lo que ha logrado es mostrarnos, sin falsas conmiseraciones, que el alma de ese otro tan lejano de nosotros, de quienes vivimos en la comodidad de lo urbano, es decir, de quienes estamos insertos en el sistema, es idéntica a la nuestra. Pero que su fortaleza ha sido puesta a prueba de una manera brutal, hundida en la injusticia de ese mismo sistema que permite nuestra comodidad.?Uno podría decir que lo mismo hace una novela: los personajes se ven abocados a situaciones extremas para que se manifieste el carácter, es decir, el destino. Pero cuando uno lee los textos de Molano, el fantasma de la casi literalidad de ese personaje que ronda al lector, ese saber que el otro está ahí, al otro lado del mismo tiempo y espacio geográfico y no exclusivamente en la imaginación de quien escribe, perturba de manera doble: por eso es que Molano supera la literatura. Un hombre puede decir: “Madame Bovary no existe”. O “mi esposa no se parece a Madame Bovary”. Un hombre no puede decir lo mismo de un personaje de Molano, a pesar de que ese personaje sea un personaje literario. El fantasma es real.

La escritura

La marca de muchos grandes artistas es la terquedad. El empeño obsesivo en una sola cosa: Pollock, Rothko, Caballero, Faulkner, Onetti, Vallejo, Rulfo. Como si cada obra nueva fuera la evidencia de que la anterior fue insuficiente, vuelven y agarran el mismo barro. Molano también es así. Y quizás por eso es que no parece escritor. No cambia de registro. Año tras año, hace exactamente la misma cosa. Solo al final, el que observa se da cuenta de lo potente que logra ser una obsesión disciplinada.

Y está el artificio. El artificio literario. Su talento literario produce enorme placer estético en el lector. Y la textura de ese talento es particular. Se podría aventurar que una de las razones (que la crítica literaria descartaría de inmediato) por las cuales el Quijote ha perdurado tanto tiempo como obra canónica de la literatura, es por la falta de vanidad de esa escritura. Uno podría apostar que Cervantes era un hombre modesto. Si bien es posible imaginar que el ejercicio de escribir literatura requiere convocar toda la fuerza del amor propio –si no, el peligro de la severidad consigo mismo impediría toda pretensión literaria– hay ciertos escritores cuya voz logra transmitir la belleza de una humildad genuina. Y esos escritores conmueven al lector de una manera particular. La escritura de Molano tiene ese acento. Como lo tiene su vocación de andar queriendo contar la vida de los otros, para dignificar, sin condescendencia, las vidas sometidas a injusticias sistémicas. De nuevo aparece esa doble condición, en la que ética y estética se funden en una sola voluntad.

Y está también un discreto lirismo. Sus textos son capaces de hacerle creer al lector que agarran al vuelo la sabia sencillez de la lengua popular. El lector se topa con párrafos como este:

“Salí y de entrada me preguntaron si yo era la mamá de Jaime. Ahí mismo sentí otra vez ese frío de muerte que contagian los muertos que son de uno, y entonces pregunté qué le había pasado a mi hijo.?—Que lo mataron al amanecer —me contestaron.?¡Dios mío bendito! ¡Qué vacío sentí en el cuerpo! Qué ganas de seguirme muriendo con mi muchacho. Dios sabe cómo hace sus cosas. Pero uno no”.

Toda su obra es así. Bella, terca y humilde. Y en ella se refleja la grandeza de un escritor fuera de lo común, empeñado en pintar la trágica belleza de lo común y corriente.