LISTA ARCADIA 2019
¿El cuento es el nuevo “boom” entre las escritoras latinoamericanas?
Se oye repetir que hay un boom latinoamericano de la narración breve, híbrida, entre las escritoras. Una reflexión.
La verdad es revolucionaria
Recuerdo una sensación. He terminado de leer Americanah, de Chimamanda Ngozi Adichie. En dos días, arrastrada por la vitalidad de la prosa e interesada en la trama, avancé por las casi seiscientas páginas de la historia sin detenerme. Pero ahí estaba, cerrando el libro y sintiéndome vacía. Nada había sido removido en mi interior. Seguía siendo la misma de siempre. Dentro de un par de meses, lo único que recordaría es que dejarse el afro natural es un acto revolucionario. Eso podría ser una premisa absolutamente válida para una novela si Ifemelu, la protagonista, hubiera vivido esa revolución en su cuerpo hasta hacer trizas aquello que la configuraba como mujer negra dentro una estructura patriarcal, racista y capitalista.
Recuerdo una conversación que oí sin querer. Dos editores muy poderosos del mercado literario en español se encuentran en el pasillo de una feria del libro y se detienen a conversar sobre el rumbo de la literatura latinoamericana. Las ferias del libro son como los fashion week. En ellas se deciden tendencias, materiales, paletas de color y estilos, y por supuesto, estrellas literarias.
“Este año, mujer sí, negra sí, migrante sí, lesbiana sí”, le dice el editor a la editora y ambos estallan en una carcajada caricaturesca.
Ambas situaciones me llegan a la cabeza cuando pienso en el aparente boom que vive la literatura escrita por mujeres en Latinoamérica.
Dice Lina Meruane en Volverse Palestina, citando a Diamela Eltit, quien a su vez cita a Lenin, que la verdad es revolucionaria. No hay obra literaria sino la búsqueda de una verdad. En pocas palabras, toda obra literaria es revolucionaria. O, en otras palabras, toda obra es política, incluso aquella que declara no serlo porque lo político nada tiene ver con la adherencia a una causa sino con la búsqueda de una verdad.
Un día, mucho antes de escribir Americanah, cuando apenas comenzaba su carrera literaria, Chimamanda escribió una verdad; el mundo editorial reconoció en su escritura la expresión de un deseo de transformación que reflejaba el de muchas otras mujeres como ella, compró ese deseo y con él, le pidió un libro y otro libro que terminaron construyendo a la escritora que hoy en día conocemos: la mujer negra leída por los blancos progresistas, quienes al enfrentarse a su historia, sienten que son más sensibles frente a la situación de la mujer negra. Un pajazo mental sin efectos verdaderos sobre la razón y las emociones. Un paliativo revolucionario que, como el auge de los best sellers distópicos (Los juegos del hambre y Divergente), crean la falsa sensación de que se está participando de un ejercicio de reconocimiento de las desigualdades del mundo. Ejercicio que concluye cuando se cierra el libro, cuando se termina la película.
“Este año, mujer sí, negra sí, migrante sí, lesbiana sí”, las palabras como un plan maestro para darle forma a una literatura escrita por mujeres. ¿Pero qué forma? Cruzan por mi mente varias de las búsquedas emprendidas por algunas escritoras latinoamericanas, aquellas cuya obra se ha hecho visible en los últimos años.
Pienso en las sutiles rupturas del código realista que plantean en sus cuentos las escritoras Samanta Schweblin en Pájaros en la boca, Fernanda Trías en No soñarás flores, Betina González en El amor es una catástrofe natural, María Fernanda Ampuero en Pelea de gallos. Hay en ellas un enrarecimiento de los personajes y de las tramas que hacen que la cotidianidad termine exhibiendo su lado más atormentado y oscuro.
Pienso en el acercamiento al género del terror del libro de cuentos Los peligros de fumar en la cama de Mariana Enríquez y en la novela Nefando de Mónica Ojeda. Pienso en María Gainza en El nervio óptico, Carolina Sanín en Somos luces abismales, y Verónica Gerber Bicecci en Mudanzas, esos ensayos donde no existen distinciones entre la vida íntima y el conocimiento intelectual del mundo.
Pienso en Lina Meruane en Volverse Palestina, en Margarita García Robayo en Primera persona, en Chicas muertas de Selva Almada, esas crónicas en las que la primera persona es la verdadera manera de acceder a lo otro, a lo que está por fuera de ellas mismas, lo que las ha configurado y no logran comprender.
Pienso en ellas, las clasifico sin juicios de valor. Algunos rasgos en común me permiten agruparlas, pero no hay en realidad entre ellas ninguna estética en común. El “este año, mujer sí, negra sí, migrante sí, lesbiana sí” pierde de pronto toda su fuerza macabra. ¿De qué manera se podría configurar una tendencia con búsquedas tan diversas? ¿Y por qué estamos hablando de un boom, si lo único que semejante palabra sugiere es uniformidad y a largo plazo crea, como lo hizo la etiqueta de realismo mágico, una serie de adefesios prescriptivos que se reproducen y mueren?
Independientemente del gusto personal, de la calidad literaria validada por la crítica, pienso que en realidad sí hay algo identificable en la literatura latinoamericana escrita por mujeres en este momento, y es un ánimo de fuga; de ir en búsqueda de una verdad por los caminos que de manera orgánica la vida les ha ido entregando. Ahí y solo ahí se encuentra la verdadera revolución.